Introducción
Desde el inicio de la crisis financiera, allá por agosto de 2007 con las ya por todos conocidas hipotecas subprime norteamericanas, han sido numerosas las iniciativas normativas adoptadas para paliar sus efectos, bien por cada Estado separadamente, bien por un reducido número de Estados (caso de la Unión Europea).
En el caso español, vía Real Decreto-Ley por lo habitual, contamos con numerosas normas en este sentido: Real Decreto-Ley 2/2008, de 21 de abril, de medidas de impulso a la actividad económica; Real Decreto-Ley 6/2008, de 10 de octubre, por el que se crea el Fondo para la Adquisición de Activos Financieros; Real Decreto-Ley 7/2008, de 13 de octubre, de Medidas Urgentes en Materia Económico-Financiera en relación con el Plan de Acción Concertada de los Países de la Zona Euro, ...
No obstante, dado el carácter generalizado de la crisis, es por todos sabido que si tales medidas no se adoptan a nivel global su eficacia e impacto serán limitados, lo cual justifica la importante reunión mantenida el pasado 15 de noviembre en Washington por el denominado G-20 (países más industrializados junto con los más destacados países emergentes económicamente y la Unión Europea), reiterada el 2 de abril de 2009 en Londres, para concretar las medidas a tomar.
Pero al margen de la mayor coordinación internacional de las medidas que se apliquen en lo sucesivo, este foro (G-20) marca un antes y un después en la relación experimentada en los últimos años entre las grandes compañías mercantiles (multinacionales) y el Estado como forma de organización política, lo cual pasamos a analizar.
Impacto del G-20: resurgir del Estado
En el seno del G-20 no se han adoptado decisiones al margen del guión preestablecido: más libre mercado (con su negativo: el rechazo al proteccionismo), reforma estructural del sistema financiero internacional, la entrada en la agenda internacional de materias que no han sido abordadas hasta el momento con la suficiente rigurosidad y eficacia práctica (la seguridad energética, el cambio climático, la seguridad alimentaria, la lucha contra el terrorismo y las enfermedades) y el reconocimiento de que las economías emergentes y en desarrollo deberán tener en lo sucesivo más presencia en las instituciones de Bretton Woods resultantes del Orden Internacional surgido tras el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Pero en el fondo de todo ello late que el Estado, como modelo de organización dotado de un plus de legitimidad frente a otras entidades, es el auténtico triunfador. Y sólo partiendo de este “regreso” al Estado parece ser que se podrán afrontar los serios retos de tipo económico-financiero.
A la vista de lo anterior, quizá sea conveniente analizar cómo se ha llegado a este descrédito del Estado, que ahora se pretende superar como presupuesto ineludible para dejar atrás la actual crisis financiero-económica y volver al crecimiento equilibrado.
Para comprender la situación actual no nos parece necesario remontarnos a la crisis bursátil de 1929, tan reiteradamente aludida. El punto de arranque lo debemos situar en la Segunda Guerra Mundial y los acuerdos de Bretton Woods, antes referidos. No es preciso que nos refiramos al bloque político, económico y militar creado en torno a la antigua URSS, pues dicho modelo se agotó en los primeros años de los 90, dando lugar a tesis tan llamativas y conocidas como la de Fukuyama y el Fin de la Historia.
Unas sociedades devastadas por la guerra necesitaban de mecanismos para proceder a su reconstrucción inmediata, los cuales fueron facilitados en torno a una de las potencias vencedoras, los Estados Unidos, y las instituciones de Bretton Woods (Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional).
Los treinta años siguientes a Bretton Woods fueron los de mayor crecimiento económico de las sociedades occidentales, lo que motivó que se consolidaran las clases medias y el denominado Estado del Bienestar, con la asunción por parte de los poderes públicos de cada vez mayores prestaciones en favor de sus ciudadanos (de lo cual queda rastro en las Constituciones promulgadas en esta época, como es el caso de la española).
Pero de este sueño se despertó súbitamente en los años setenta con la primera crisis energética, el fin del patrón oro, y la culminación del proceso de descolonización (con el cierre de mercados de origen y destino y la aparición de nuevos competidores para las metrópolis respectivas).
Y aquí se produjo la primera quiebra del Estado como modelo organizativo, ante la imposibilidad material de atender todas las demandas exigidas por todos los ciudadanos.
Así, se produjo el retorno a políticas neoconservadoras, proclamando menos Estado y más iniciativa (y responsabilidad) individual, y la superación de las políticas basadas en el gasto público y la excitación de la demanda.
La segunda quiebra se produjo seguidamente con el auge de grandes multinacionales, cuyos volúmenes de negocio han ridiculizado desde entonces los presupuestos anuales de numerosos Estados de mediana y pequeña magnitud.
Partiendo de todas estas premisas, parecía que el papel del Estado se iba a restringir, tanto en el ámbito internacional como en el interno, al de administrar las zonas residuales que no había interesado asumir a estas gigantescas entidades multinacionales.
Pero los hechos acaecidos desde agosto de 2007, aludidos con anterioridad, con el inicio de la crisis subprime en los Estados Unidos y su posterior contagio a todo el planeta, han tenido el inesperado efecto de situar al Estado, ya sea por sí o desde sedes internacionales globales o regionales, nuevamente en el centro de la toma de decisiones.
El súbito e imprevisible desplome de algunas de las más importantes entidades financieras mundiales, no sólo en los Estados Unidos sino en los más importantes países del planeta, ha sido aprovechado por el Estado para recuperar el terreno perdido. Si vulnerables son las organizaciones estatales, mucho más lo son las privadas, por muy grandes que sean sus beneficios y por muy extensa que sea su red comercial mundial.
Se podría contraargumentar que la quiebra de estos gigantes financieros habría de arrastrar necesariamente a la de los propios Estados, pero no es menos cierto que éstos se están permitiendo elegir a qué entidades “salvan” y a cuáles no. El caso de Lehman Brothers, en este sentido, es paradigmático. Y no se debe olvidar que ahora serán los bancos los deudores de los Estados (cuando los bancos no sean directamente propiedad estatal) y no a la inversa, lo cual supone uno de los giros más inesperados y de mayor importancia para el devenir de los próximos acontecimientos.
Conclusión
Por tanto, al margen de cuándo y cómo se resuelvan los problemas financieros y de liquidez que a todos nos afectan, la nueva situación creada evidencia un importante cambio de tendencia, situando en primer lugar al Estado, quedando las grandes corporaciones subordinadas a éste, a diferencia de lo ocurrido en los últimos años.
Queda por conocer si el Estado será capaz de asumir las ingentes obligaciones que está contrayendo (piénsese, entre otros muchos ejemplos, en los 700.000 millones de dólares del Plan Paulson, en el nuevo Plan auspiciado por la Administración Obama, o los 30.000 millones de euros, ampliables a 50.000 millones, del Fondo de Adquisición de Activos Financieros en España). Esperamos que así sea, pero éso es harina de otro costal.
José María López Jiménez.
Abogado del Ilustre Colegio de Abogados de Málaga.