Por Victoria Camps, Catedrática emérita de la Universidad Autónoma de Barcelona
Hablar del cuidado como un valor fundamental ya no es una novedad. No sólo lo reconocemos como un valor ético «tan importante como la justicia», según observó Carol Gilligan hace casi medio siglo, sino que la necesidad de atender a los cuidados de las personas vulnerables es hoy un capítulo importante de las agendas políticas más comprometidas con las funciones del estado de bienestar. De ser una actividad privada, doméstica, femenina e invisible, el cuidado de la infancia, de las personas discapacitadas y de las personas dependientes ha empezado a reclamar el reconocimiento y la prioridad que nunca tuvo. Aunque no esté incluido en la lista de derechos fundamentales, debería ser visto como una reivindicación al nivel de otros derechos sociales, como el derecho a la educación, a la protección de la salud, a la vivienda o al trabajo. Un derecho de todos los seres humanos a recibir cuidados cuando lo necesiten, del que deriva un deber que igualmente nos incluye a todos sin excepción.
A diferencia de lo que ocurre con el resto de los derechos sociales, cuya garantía requiere la intervención directa del estado, el derecho a recibir cuidados muestra una característica propia. Cuidar sigue siendo, como lo ha sido desde que existen sociedades humanas, un deber de las personas que se sienten interpeladas por la solicitud y las carencias de los seres con los que conviven. Cuidar es una responsabilidad individual frente a la infancia, la enfermedad, la dependencia, que afectan a los más allegados. Una responsabilidad que debe ser asumida por hombres y mujeres, nadie queda excluido de ella. A su vez, cuidar es una responsabilidad de los gobiernos y de las administraciones, un deber que obliga a los estados, si éstos se toman en serio el valor del cuidado como un derecho universal. Al igual que los estados sociales sostienen, mejor o peor, un sistema nacional de educación o un sistema nacional de salud, es imprescindible y urgente que se establezca asimismo un sistema nacional de cuidados.
No hace falta explicitar las razones por las que la función de cuidar ha llegado a tener un reconocimiento que nunca tuvo. La emancipación de la mujer, por un lado, y el envejecimiento de la población, por otro, son los dos fenómenos que explican que la mirada sobre el cuidado haya alcanzado la extensión que tiene en nuestra época. El acceso de las mujeres al mercado laboral las ha puesto al mismo nivel que los hombres en cuanto a las dificultades para hacerse cargo al mismo tiempo de las tareas de la vida familiar y laboral. Por otra parte, el crecimiento de la esperanza de vida exhibe dos caras que hay que diferenciar: si es un progreso sortear la enfermedad y la muerte y vivir más años, el progreso deja de ser visto como tal cuando la vida de las personas ancianas adolece de todo lo que requeriría para ser percibida como una vida de calidad. La necesidad de asistencia y atención se convierte en un problema para el individuo, para los gobiernos y para la comunidad. No siempre ni en todos los casos, envejecer es sinónimo de oportunidad. Que deje de ser un motivo de desasosiego y de desesperación es algo que no debemos dejar de plantearnos, no sólo para activar los cuidados imprescindibles, sino para llevarlos a cabo de la mejor manera posible.
Los derechos del cuidado
La cuestión de los derechos del cuidado es compleja, como lo son los valores en juego si queremos abordar el tema desde todas las dimensiones que lo constituyen. Desde la perspectiva de los derechos, el primer aspecto que merece ser destacado es, sin duda, el de los derechos de las personas que necesitan cuidados, el cual ha sido y sigue siendo materia de preocupación tanto por parte de la ética como por el derecho. No ocurre lo mismo con los derechos de las personas que cuidan, que es el aspecto que me va a ocupar en las páginas que siguen.
Cuidar a quien lo necesita es un deber y un derecho ya que hay que reconocer que no sólo todo el mundo tiene derecho a recibir cuidados, sino que todo el mundo tiene derecho a cuidar. El derecho de todo sujeto a responsabilizarse de las necesidades del otro deriva de una tendencia innata de la condición humana por la que las personas sienten en sí mismas el sufrimiento de los otros más próximos, ese sentimiento al que David Hume denominó «sympatheia» considerándolo el fundamento de los deberes morales. Poder desarrollar tal impulso de la forma adecuada casi nunca es posible si no se dan las condiciones materiales para dedicarse al cuidado del otro sin que se resienta demasiado el plan de vida que cada persona decide llevar a cabo. Es por ello que hay que vincular el derecho a cuidar a la conciliación de la vida laboral y personal cuya posibilidad no suele depender en exclusiva de la persona que cuida, sino de las medidas que le ofrece la sociedad en que vive y que se concretan en la legislación laboral, en los planes de igualdad de las empresas o en las distintas ayudas y formas de asistencia que depara la administración en todos sus niveles o los distintos sectores de la comunidad a la que uno pertenece.
A su vez, la persona que cuida debe tener en cuenta el posible conflicto entre su derecho a cuidar y los derechos de la persona cuidada. La relación de cuidado no es fácil, exige sacrificio, dedicación, solicitud, y un aprendizaje constante. Las personas que requieren cuidados, especialmente si pensamos en el envejecimiento, llevan a cuestas el bagaje de toda una vida, cada una con sus peculiaridades, sus preferencias, su carácter. Cuidarlas bien, tratarlas con cuidado significa no «desubjetivizarlas», tratar de ver cómo quieren ser cuidadas. Hay que tener en cuenta que entre la persona que cuida y la persona cuidada existe una asimetría inevitable por la que el cuidado puede devenir fácilmente en alguna forma de dominación que prive a las personas dependientes de la escasa autonomía que les queda. Con la mejor voluntad, con el fin de evitar cualquier tipo den riesgo, es fácil ejercer un paternalismo que infantiliza indebidamente a las personas vulnerables.
Desde tal perspectiva, hay que decir que cuidar tiene dos dimensiones. Cuidar es, en primer término, proporcionar ciertos servicios de asistencia a quien necesita protección y ayuda. Es la dimensión más fácil de atender si se priorizan los recursos económicos y humanos para tal fin. A su vez, el cuidado es una actitud que implica estar atento y responder a las necesidades del otro, tratarlo bien, reconociendo en cada persona un fin en sí -como pedía Kant- y no un medio para satisfacer intereses propios. Esta segunda dimensión debería exigírseles a cuantos se relacionan con quien demanda ayuda, tanto en el seno de la comunidad familiar, como en la relación laboral, en el sector público y en el privado. Introducir el deber de cuidar en nuestras vidas sería recuperar el sentido de la fraternidad.
Finalmente, pero no menos importante, es poner de relieve que los derechos son un concepto formal y vacío si no van acompañados de un reconocimiento real. Si a las personas cuidadoras se les exige que cuiden bien, hay que proporcionarles la formación adecuada para hacerlo y para que, en el caso de que el cuidado sea una actividad retribuida, dicha actividad sea considerada en el más pleno sentido de la palabra, una actividad profesional. No basta reconocer -como se hizo durante la pandemia- que cuidar era una de las actividades esenciales, tan necesarias, habría que añadir, que no merecían una retribución digna. Hay que liberar al hecho de cuidar de todos los prejuicios derivados de la feminización que lo ha lastrado siempre y dotar al cuidado del reconocimiento que dicha actividad merece.