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11/11/2016 16:47:32 22 minutos

Los deberes de los empleados públicos. Hacia una ética indolora

En el ámbito de lo público, algunos de los numerosos cambios que nuestras sociedades están experimentando en los últimos años están traduciéndose en la determinación de un principio de responsabilidad que ya no es sólo jurídica, sino también ética. Este artículo aborda como está afectando ese nuevo paradigma al macromundo de los empleados públicos, un espacio  aparentemente poco propicio para la evaluación normativa de esta adaptación ética.

Carlos Gil de Gómez Pérez-Aradros

Politólogo, Funcionario de Carrera del Cuerpo Superior de Administradores del Principado de Asturias

 

Resumen:

En el ámbito de lo público, algunos de los numerosos cambios que nuestras sociedades están experimentando en los últimos años están traduciéndose en la determinación de un principio de responsabilidad que ya no es sólo jurídica, sino también ética. Este artículo aborda como está afectando ese nuevo paradigma al macromundo de los empleados públicos, un espacio  aparentemente poco propicio para la evaluación normativa de esta adaptación ética.

Contenido

1.       Introducción. El que la hace, la paga.

2.       Deberes de los funcionarios públicos. ¿Cualquier tiempo pasado fue mejor?

3.       Ética y conducta de los empleados públicos. ¿Código en lugar de deber?

 

1.    Introducción. El que la hace, la paga.

Los cambios que nuestras sociedades están experimentando en los últimos años pueden apreciarse en multitud de realidades. En el ámbito de lo público, el uso de las nuevas tecnologías, los riesgos medioambientales o los nuevos derechos que los ciudadanos poseen en su relación con los poderes públicos son algunos de los ejemplos que podemos rescatar en un rápido repaso. La vida acelera y nosotros (y nuestros ordenamientos jurídicos) tratamos de no perder el paso.

Como digo, muchos son los ámbitos, más o menos amplios, en los que podemos observar los cambios normativos que los avances sociales (y el cambio de sensibilidad hacia ellos) han obligado a llevar a cabo. A modo de aperitivo introductorio podemos detenernos en dos. El primero de ellos, relativo al medio ambiente, es el que introdujo la Ley 26/2007, de 23 de octubre, de Responsabilidad Medioambiental, que tiene por objeto “regular la responsabilidad de los operadores de prevenir, evitar y reparar los daños medioambientales, de conformidad con el artículo 45 de la Constitución y con los principios de prevención y de que ‘quien contamina paga’”.

Como decía entre paréntesis, la “sensibilidad” hacia ciertos aspectos, su novedoso tratamiento, algo que podríamos llamar la nueva ola de la ética jurídica, es palpable en el sector medioambiental y en otros muchos. Esta introducción del principio de «quien contamina paga» no hace sino reiterar el intento de darle una perspectiva más ética a las normas que regulan los asuntos que puedan afectarnos como miembros colegiados de una misma sociedad. El principio de responsabilidad es básico ahora, pero no solo de la responsabilidad jurídica, sino de la ética.

Profundizando en esta idea, en 2014, se introducen modificaciones en esta ley de, valga la redundancia, Responsabilidad Medioambiental. Entre otros extremos de las mismas, se incluye un nuevo apartado al artículo 7, que no hace otra cosas que extender la responsabilidad a quien corresponda en cada caso.

  Artículo 7 Competencias administrativas

7. Corresponde a la Administración General del Estado, a través de la previa instrucción del correspondiente procedimiento de responsabilidad por daños al medio ambiente de los previstos en esta ley, exigir la adopción de las medidas de prevención, evitación y reparación que procedan, en aplicación de esta ley cuando se trate de obras públicas de interés general de su competencia. Si el daño o la amenaza de que el daño se produzca afectan a recursos naturales, cuya tutela recaiga en las comunidades autónomas, será preceptivo recabar el informe del órgano autonómico competente.

En los casos de obras públicas de especial relevancia e interés equivalente a las de interés general del Estado, pero cuya titularidad y competencia corresponda a las comunidades autónomas, la competencia para la tramitación y adopción de las medidas previstas en el párrafo anterior, corresponderá a los órganos que, en su caso, determine la legislación autonómica.

La nueva normativa, como vemos, apela a una identificación de la responsabilidad de hacedor y no tanto a una serie de obligaciones que se dediquen íntegramente a evitar o prever un determinado acto. Es cierto que ésta y otras normas también atienden a las medidas preventivas, pero no es menos cierto que la actual tendencia regulativa se dirige más hacia una responsabilidad inapelable para el causante, pero muy ligera para el resto. Así las cosas, parece más útil esforzarse por demostrar que no eres promotor o autor de algo que precaver los hechos causantes.

Claro, pensarán, en lo relativo al medio ambiente nuestra perspectiva ha cambiado, no obstante, las otras esferas de actividad jurídico-pública no ha experimentado cambios sustanciales en lo relativo a la responsabilidad y la ética. Nada más lejos de la realidad. De hecho, los asuntos fiscales –pragmáticos y reglados donde los haya- no se escapan a esta aparente nueva hiperestesia. En septiembre de 2015, entraba en vigor la Ley Orgánica 10/2015, de 10 de septiembre, por la que se regula el acceso y publicidad de determinada información contenida en las sentencias dictadas en materia de fraude fiscal que añade un nuevo artículo 235 ter en la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial:

"1. Es público el acceso a los datos personales contenidos en los fallos de las sentencias firmes condenatorias, cuando se hubieren dictado en virtud de los delitos previstos en los siguientes artículos:

a) Los artículos 305, 305 bis y 306 de la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal.

b) Los artículos 257 y 258 de la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal, cuando el acreedor defraudado hubiese sido la Hacienda Pública.

c) El artículo 2 de la Ley Orgánica 12/1995, de 12 de diciembre, de Represión del Contrabando, siempre que exista un perjuicio para la Hacienda Pública estatal o de la Unión Europea.

2. En los casos previstos en el apartado anterior, el Secretario Judicial, emitirá certificado en el que se harán constar los siguientes datos:

a) Los que permitan la identificación del proceso judicial.

b) Nombre y apellidos o denominación social del condenado y, en su caso, del responsable civil.

c) Delito por el que se le hubiera condenado.

  d) Las penas impuestas.

e) La cuantía correspondiente al perjuicio causado a la Hacienda Pública por todos los conceptos, según lo establecido en la sentencia.

Mediante diligencia de ordenación el Secretario Judicial ordenará su publicación en el “Boletín Oficial del Estado”.

3. Lo dispuesto en este artículo no será de aplicación en el caso de que el condenado o, en su caso, el responsable civil, hubiera satisfecho o consignado en la cuenta de depósitos y consignaciones del órgano judicial competente la totalidad de la cuantía correspondiente al perjuicio causado a la Hacienda Pública por todos los conceptos, con anterioridad a la firmeza de la sentencia."

Como vemos, ni los asuntos de la Hacienda Pública se escapan a lo que he denominado nueva ola de la ética jurídica, pero, no nos engañemos, este nuevo impulso no pasa de una ondulación liviana, nada que ver con un tsunami de imperativos virtuosos.

2.      Deberes de los funcionarios públicos. ¿Cualquier tiempo pasado fue mejor?

Espero poder argumentar esta perspectiva de las nuevas regulaciones en los distintos sectores y ámbitos, que, tratándose del caso español, es como decir que son todos los ámbitos de actuación individual y colectiva. No obstante, trataré de justificar mis palabras en el macromundo de los empleados públicos (término relativamente reciente y poco afortunado desde mi punto de vista), un espacio, el de sus deberes u obligaciones, a priori, aparentemente poco propicio para una evaluación normativa de esta adaptación ética a la vorágine de los tiempos en los que vivimos. Para lo cual, tomaré tres momentos normativos distintos: 1918, 1964 y 2007, con sus normas respectivas y su evolución hacia una nueva ética jurídica en este campo. Todo ello, de la mano de alguna de las ideas contenidas en el libro del sociólogo y filósofo francés, Gilles Lipovetsky, titulado: El crepúsculo del deber: la ética indolora de los nuevos tiempos democráticos  [*].

Sin afán de hacer un repaso histórico de las normas que han regulado las obligaciones de los funcionarios en el pasado y que lo hacen de los empleados públicos en la actualidad, nos limitaremos a tres de las más destacadas, comenzando por Ley de Bases, de 22 de Julio de 1918, acerca de la condición de los funcionarios de la Administración civil del Estado.

Esta temprana ley no hace referencia de un modo sistemático a las obligaciones de los funcionarios sino a tres apartados relativos a: la separación del servicio; permisos y castigos. -Tribunales de honor- y posesiones, ceses, traslados, etc. y- Asistencia a la oficina-. Veámoslos.

Separación del servicio

Los funcionarios técnicos y auxiliares no podrán ser declarados cesantes sino en virtud de expediente gubernativo, instruido con audiencia del interesado, por faltas graves de moralidad, desobediencia o reiterada negligencia en el cumplimiento de los deberes del cargo. Por conveniencia del servicio podrá el Consejo de Ministros acordar discrecionalmente la cesantía o separación de cualquier funcionario o auxiliar, publicando su resolución en la Gaceta y dando cuenta a las Cortes de la medida adoptada. La vacante que en este caso resulte deberá ser provista fuera de turno por rigurosa antigüedad. Los Reglamentos determinarán la forma en que en este caso excepcional será oído el interesado por el Consejo de Ministros o por el Ministro del Ramo respectivo, en trámite sumario. Contra la resolución ministerial que decrete la cesantía o la separación, podrá interponerse recurso contencioso- administrativo dentro de los requisitos y reglas generales de competencia por razón de la materia establecidos por la ley de 22 de Junio de 1894. BASE 6."

Premios y castigos. Tribunales de honor

Se reglamentarán y clasificarán, graduándolos con señalamiento de las causas y de la competencia para concederlos o imponerlos, los premios o recompensas y las correcciones o castigos, incluyendo entre éstos la postergación de número o para el ascenso. Se autorizará la constitución de Tribunales de honor para juzgar a los funcionarios que hubieren cometido actos deshonrosos que les hagan desmerecer en el concepto público, o indignos de seguir desempeñando sus funciones. Los fallos del Tribunal de honor, para ser ejecutivos, necesitarán la aprobación del Ministro del Ramo, previa audiencia del Consejo de Estado acerca de la observancia de los requisitos y trámites aplicables al caso. BASE 7."

Posesiones, ceses, traslados, etc.  Asistencia a la oficina

Se reglamentarán las posesiones, ceses, traslados, permutas, licencias e incompatibilidades, observándose de ordinario la legislación actual que rige en estas materias. Los funcionarios residirán en lugar donde su función radique, y asistirán como mínimum seis horas a la oficina los días laborables, despachando los expedientes que tramiten dentro de los plazos marcados en las leyes y reglamentos de procedimiento administrativo, reputándose como falta el incumplimiento de esta obligación. Todo Jefe de Sección consignará, bajo su personal responsabilidad, antes de poner su firma en la resolución de un expediente, si en la tramitación del mismo se han observado las disposiciones vigentes.

Se puede observar que en las primeras décadas del siglo pasado, los deberes de los funcionarios eran una forma de sacrificio y abnegación vinculados con la moralidad. Un comportamiento que iba más allá de la persona y de su actividad profesional individual, enmarcándola en cuerpo de iguales que exigían una consagración ad intra y ad extra, como si las esferas de lo público y lo privado no fuesen distintas. El honor debido no era individual sino que se enjuiciaba la adecuada pertenencia a una determinada corporación, lo que demuestra esta institución (los Tribunales de Honor) típicamente española transcendía lo particular y lo privado, como lo general y lo notorio. Demos un paso más allá, para ver si la relajación en estas obligaciones era fruto de la lógica evolución de la sociedad o, si por el contrario, se mantienen los estándares de virtud y honor.

En una segunda etapa evolutiva, el Decreto 315/1964, de 7 de febrero, por el que se aprueba la Ley articulada de Funcionarios Civiles del Estado, supone un cambio evidente en la consideración de los deberes y las incompatibilidades de los (todavía) funcionarios. Veámoslo:

Título III. Funcionarios de carrera

Capítulo VII. Deberes e incompatibilidades

Sección 1.ª Deberes

Artículo 76.

Los funcionarios vienen obligados a acatar los principios fundamentales del Movimiento Nacional y demás leyes fundamentales del Reino, al fiel desempeño de la función o cargo, a colaborar lealmente con sus jefes y compañeros, cooperar al mejoramiento de los servicios y a la consecución de los fines de la unidad administrativa, en la que se hallen destinados.

Artículo 77.

1. Los funcionarios deberán residir en el término municipal donde radique la oficina, dependencia o lugar donde presten sus servicios.

2. Por causas justificadas, el Subsecretario del Departamento podrá autorizar la residencia en lugar distinto, siempre y cuando ello sea compatible con el exacto cumplimiento de las tareas propias del cargo.

Artículo 78.

La jornada de trabajo de los funcionarios de la Administración del Estado será la que reglamentariamente se determine. Su adaptación para puestos de trabajo concretos se consignará en la clasificación de los mismos, requiriendo, consiguientemente, la aprobación de la Presidencia del Gobierno, a propuesta de la Comisión Superior de Personal.

Artículo 79.

Los funcionarios deben respeto y obediencia a las autoridades y superiores jerárquicos, acatar sus órdenes con exacta disciplina, tratar con esmerada corrección al público y a los funcionarios subordinados y facilitar a éstos el cumplimiento de sus obligaciones.

Artículo 80.

Los funcionarios han de observar en todo momento una conducta de máximo decoro, guardar sigilo riguroso respecto de los asuntos que conozcan por razón de su cargo, y esforzarse en la mejora de sus aptitudes profesionales y de su capacidad de trabajo.

Artículo 81.

1. Los funcionarios son responsables de la buena gestión de los servicios a su cargo.

2. La responsabilidad propia de los funcionarios no excluye la que pueda corresponder a otros grados jerárquicos.

3. La responsabilidad civil y penal se hará efectiva en la forma que determina la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado. La administrativa se exigirá con arreglo a las prescripciones del capítulo VIII de este título y de lo establecido en el título IV, capítulo II, de la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado y en el título VI de la Ley de Procedimiento Administrativo.

 

3.      Ética y conducta de los empleados públicos. ¿Código en lugar de deber?

El cambio, empero, se aprecia de un modo sutil, al margen de que la cultura sacrificial del deber como la denomina Lipovetsky está patente en el siempre obligada acción de acatar los principios fundamentales del Movimiento Nacional. En todo caso, como hemos ido viendo y veremos en la legislación actual, hemos ido pasando de un deber sin paliativos a una cierta laxitud en su cumplimiento. Se puede ir apreciando una relajación en las obligaciones, sin que eso suponga una anarquía, ni absoluta ni relativa, en los deberes que deben ser cumplidos por los hoy denominados empleados públicos. De hecho, veremos a continuación cómo el original y originario Estatuto Básico del Empleado Público y el actual texto refundido junto a la enunciación de los deberes de los mismos, incluye la coletilla Código de conducta. No sería correcto pensar que esta relajación en el cumplimiento del deber deba confundirse con una etapa posmoralista, toda vez que los códigos de conducta se han ido generalizando en todos los ámbitos de la vida pública y privada. Incluso, y esto sí es paradójico, se llega a hablar de banca ética o ética empresarial, cuando una y otra tienen un claro fin social, otra cosa es cómo llevan a cabo su objeto social. Para los empleados públicos de hoy en día también se recoge su Código de conducta particular y sus, perfectamente separados, principios éticos y principios de conducta. De este modo, el Deber, los deberes de éstos, quedan ocultos o, al menos, difuminados sobre un lienzo de acuarelas aguadas de códigos, conductas y principios éticos. En palabras de Gilles Lipovetsky:

Lo que está en boga es la ética, no el deber imperioso en todas partes y siempre; estamos deseosos de reglas justas y equilibradas, no de renuncia a nosotros mismos; queremos regulaciones, no sermones, sabios no sabihondos: apelamos a la responsabilidad, no a la obligación de consagrar íntegramente la vida al prójimo, a la familia o a la nación.

A lo que añadiría en el tema que nos ocupa: no a la obligación de consagrar íntegramente la vida a la Administración. Los Tribunales de Honor son el mejor ejemplo del paso del Deber (público o privado y público y privado) a la (individual) responsabilidad ética y de conducta. Como apuntaba un poco más arriba, el Estatuto Básico del Empleado Público definitivamente mutila los imperativos hiperbólicos de la virtud y nos redirige a una suerte de valores/deberes individuales ejercidos en un entorno colectivo: sin obligaciones difíciles, el espíritu de responsabilidad, no el deber incondicional. Efectivamente, el actual Real Decreto Legislativo 5/2015, de 30 de octubre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley del Estatuto Básico del Empleado Público es un buen ejemplo de esta deriva hacia el minimalismo ético. Veámoslo:

Título III.  Derechos y deberes. Código de conducta de los empleados públicos

Capítulo VI.  Deberes de los empleados públicos. Código de Conducta

Artículo 52. Deberes de los empleados públicos. Código de Conducta

Los empleados públicos deberán desempeñar con diligencia las tareas que tengan asignadas y velar por los intereses generales con sujeción y observancia de la Constitución y del resto del ordenamiento jurídico, y deberán actuar con arreglo a los siguientes principios: objetividad, integridad, neutralidad, responsabilidad, imparcialidad, confidencialidad, dedicación al servicio público, transparencia, ejemplaridad, austeridad, accesibilidad, eficacia, honradez, promoción del entorno cultural y medioambiental, y respeto a la igualdad entre mujeres y hombres, que inspiran el Código de Conducta de los empleados públicos configurado por los principios éticos y de conducta regulados en los artículos siguientes.

Los principios y reglas establecidos en este Capítulo informarán la interpretación y aplicación del régimen disciplinario de los empleados públicos.

Artículo 53. Principios éticos

1. Los empleados públicos respetarán la Constitución y el resto de normas que integran el ordenamiento jurídico.

2. Su actuación perseguirá la satisfacción de los intereses generales de los ciudadanos y se fundamentará en consideraciones objetivas orientadas hacia la imparcialidad y el interés común, al margen de cualquier otro factor que exprese posiciones personales, familiares, corporativas, clientelares o cualesquiera otras que puedan colisionar con este principio.

3. Ajustarán su actuación a los principios de lealtad y buena fe con la Administración en la que presten sus servicios, y con sus superiores, compañeros, subordinados y con los ciudadanos.

4. Su conducta se basará en el respeto de los derechos fundamentales y libertades públicas, evitando toda actuación que pueda producir discriminación alguna por razón de nacimiento, origen racial o étnico, género, sexo, orientación sexual, religión o convicciones, opinión, discapacidad, edad o cualquier otra condición o circunstancia personal o social.

5. Se abstendrán en aquellos asuntos en los que tengan un interés personal, así como de toda actividad privada o interés que pueda suponer un riesgo de plantear conflictos de intereses con su puesto público.

6. No contraerán obligaciones económicas ni intervendrán en operaciones financieras, obligaciones patrimoniales o negocios jurídicos con personas o entidades cuando pueda suponer un conflicto de intereses con las obligaciones de su puesto público.

7. No aceptarán ningún trato de favor o situación que implique privilegio o ventaja injustificada, por parte de personas físicas o entidades privadas.

8. Actuarán de acuerdo con los principios de eficacia, economía y eficiencia, y vigilarán la consecución del interés general y el cumplimiento de los objetivos de la organización.

9. No influirán en la agilización o resolución de trámite o procedimiento administrativo sin justa causa y, en ningún caso, cuando ello comporte un privilegio en beneficio de los titulares de los cargos públicos o su entorno familiar y social inmediato o cuando suponga un menoscabo de los intereses de terceros.

10. Cumplirán con diligencia las tareas que les correspondan o se les encomienden y, en su caso, resolverán dentro de plazo los procedimientos o expedientes de su competencia.

11. Ejercerán sus atribuciones según el principio de dedicación al servicio público absteniéndose no solo de conductas contrarias al mismo, sino también de cualesquiera otras que comprometan la neutralidad en el ejercicio de los servicios públicos.

12. Guardarán secreto de las materias clasificadas u otras cuya difusión esté prohibida legalmente, y mantendrán la debida discreción sobre aquellos asuntos que conozcan por razón de su cargo, sin que puedan hacer uso de la información obtenida para beneficio propio o de terceros, o en perjuicio del interés público.

Artículo 54. Principios de conducta

1. Tratarán con atención y respeto a los ciudadanos, a sus superiores y a los restantes empleados públicos.

2. El desempeño de las tareas correspondientes a su puesto de trabajo se realizará de forma diligente y cumpliendo la jornada y el horario establecidos.

3. Obedecerán las instrucciones y órdenes profesionales de los superiores, salvo que constituyan una infracción manifiesta del ordenamiento jurídico, en cuyo caso las pondrán inmediatamente en conocimiento de los órganos de inspección procedentes.

4. Informarán a los ciudadanos sobre aquellas materias o asuntos que tengan derecho a conocer, y facilitarán el ejercicio de sus derechos y el cumplimiento de sus obligaciones.

5. Administrarán los recursos y bienes públicos con austeridad, y no utilizarán los mismos en provecho propio o de personas allegadas. Tendrán, asimismo, el deber de velar por su conservación.

6. Se rechazará cualquier regalo, favor o servicio en condiciones ventajosas que vaya más allá de los usos habituales, sociales y de cortesía, sin perjuicio de lo establecido en el Código Penal.

7. Garantizarán la constancia y permanencia de los documentos para su transmisión y entrega a sus posteriores responsables.

8. Mantendrán actualizada su formación y cualificación.

9. Observarán las normas sobre seguridad y salud laboral.

10. Pondrán en conocimiento de sus superiores o de los órganos competentes las propuestas que consideren adecuadas para mejorar el desarrollo de las funciones de la unidad en la que estén destinados. A estos efectos se podrá prever la creación de la instancia adecuada competente para centralizar la recepción de las propuestas de los empleados públicos o administrados que sirvan para mejorar la eficacia en el servicio.

11. Garantizarán la atención al ciudadano en la lengua que lo solicite siempre que sea oficial en el territorio.

Se pueden apreciar, en unos y en otros, una larga enumeración de buenas intenciones, de límites justos, de equilibrios, de un recuerdo de la profesionalidad debida y no de un Deber, con mayúsculas, sacramental inherente a la función pública. Porque, incluso otrora, esta sólida marca de excelencia se ha ido trasmutando en una amalgama de heterogéneos sujetos, que conviven en una pretendida ósmosis más o menos recíproca de género cada vez más neutro. Efectivamente, como digo no parece lógico, visto en una perspectiva histórica, exigirle lo mismo a un funcionario, que a un laboral, que a un eventual, por mucho que unos y no otros pueden y deban ejercer funciones públicas. Tal vez porque, hoy en día, en las Administraciones se hace poco más que gestionar y mover papel (y que me perdone (o no) el optimista legislador y los adoradores de la e-administración). La responsabilidad atomista lo es todo: observar normas, mantenerse actualizado, no aceptar tratos de favor, cumplir con diligencia, administrar recursos con austeridad… ¿Pueden y deben administrarse de otra forma?

Estos son algunos de los límites de los empleados públicos vistos en una perspectiva histórico-jurídica. Ni los deberes son los mismos, ni tampoco los sujetos a los que van dirigidos. Los principios han mutado de deberes negativos de prohibición a positivos de responsabilidad (debes ser responsable pero sin prohibiciones taxativas). Este falso y engañoso hechizo de regeneración ética y conductual no es más que una huida hacia una cultura pública despojada de grandes mandatos de actuación.

Finalizamos con las palabras del sociólogo y filósofo francés, que bien pueden resumir el devenir de los deberes de los empleados públicos:

La sociedad posmoralista designa la época en la que el deber está edulcorado y anémico, en que la idea de sacrificio de sí está socialmente deslegitimada, en que la moral ya no exige consagrarse a un fin superior a uno mismo (…) detrás de la revitalización ética, triunfa una moral indolora.

 

[*] Todas las reseñas a la obra de Gilles Lipovetsky se encuentran en su obra El crepúsculo del deber: la ética indolora de los nuevos tiempos democráticos, (2005) Anagrama, Barcelona

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