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15/11/2016 16:22:26 167 minutos

La concesión de servicio público: un estudio sobre su secuestro y su caducidad

La concesión de servicio público es una realidad de larga tradición en nuestro Ordenamiento Jurídico, que sigue gozando de gran vitalidad. Este trabajo, se orienta a la especial consideración de dos de las reacciones previstas por el Ordenamiento frente a las perturbaciones y/o incumplimientos en la prestación del servicio público, en orden a garantizar la continuidad, regularidad y calidad del mismo: el secuestro y la caducidad de la concesión. Este trabajo obtuvo una Mención especial del jurado del Primer Premio Noticias Jurídicas para Trabajos de Fin de Grado.

Francisco Javier Calvo González

Universidad de Oviedo

 

 

 

Resumen: La concesión de servicio público es una realidad de larga tradición en nuestro Ordenamiento Jurídico, que, a pesar de no resultar muy atractiva para la doctrina en la actualidad, sigue gozando de gran vitalidad.

Este trabajo, que versa sobre dicho instituto a la luz de la normativa vigente y la jurisprudencia, se orienta a la especial consideración de dos de las reacciones previstas por el Ordenamiento frente a las perturbaciones y/o incumplimientos en la prestación del servicio público, en orden a garantizar la continuidad, regularidad y calidad del mismo: el secuestro y la caducidad de la concesión.

Este trabajo obtuvo una mención especial del jurado del Primer Premio Noticias Jurídicas para Trabajos de Fin de Grado.

 

ÍNDICE

Introducción

El concepto de servicio público

1. Una idea ambigua

2. Sobre el concepto jurídico de servicio público

3. La concesión de servicios públicos en el ordenamiento jurídico español

El secuestro de la concesión

1. Concepto y naturaleza jurídica

2. El carácter reglado del secuestro y sus causas

3. El procedimiento y los efectos del secuestro

4. El elemento temporal en el secuestro

La Caducidad de la concesión

1. Concepto y naturaleza jurídica

2. ¿Carácter reglado o discrecional?

3. El elemento subjetivo tras la declaración de caducidad

4. Análisis de las causas de declaración de caducidad

5. El procedimiento de declaración de caducidad

6. Otras consecuencias de la declaración de caducidad

7.  A modo de síntesis: La diferencia entre el secuestro y la caducidad de la concesión

Conclusiones

Bibliografía

 

Introducción

La Administración pública se ha ido atribuyendo progresivamente funciones y responsabilidades sobre materias en las que, pretéritamente, poco o nada tenía que decir. El reconocimiento de la categoría de las actividades públicas de contenido prestacional, reverso de las necesidades de la generalidad, provee a aquel sujeto de una capacidad de opción fundamental para el trabajo que el lector tiene en sus manos: la prestación por sí mismo, o por un particular interpuesto, de los servicios públicos.

La segunda de las opciones, es decir, la gestión indirecta del servicio, por la que se retiene la titularidad pública del mismo, concilia, especialmente en la figura de la concesión, los movimientos privatizadores e intervencionistas tan habitualmente en pugna en la actualidad. El carácter secular de la concesión, que encuentra sus más remotos antecedentes en el tratamiento de los bienes públicos articulado por el Derecho Romano[1], no obsta a afirmar su vitalidad en nuestros días; algo que obedece, en palabras de la comunicación interpretativa de 29 de febrero de 2000 de la Comisión Europea, a “las restricciones presupuestarias, la voluntad de limitar la intervención y de hacer que el sector público se beneficie de la experiencia y de los métodos del sector privado”[2].

A pesar de ello, la concesión administrativa de servicio público no ha sido, en ninguno de los momentos de la época postconstitucional, objeto de especial atención por la doctrina, quien no ha procedido a exponer, más que de forma parcial, las distintas fases por las que transita la vida del contrato, ni a explicar las consecuencias de su conclusión o de su extinción. La novedad de otros institutos menos enraizados en nuestro Ordenamiento jurídico quizás los hayan hecho más atractivos y, como elegir es renunciar, la materia sobre la que se realizará este estudio ha permanecido, si bien con plena vigencia, guardada en el cajón de la historia. Dispénseme el lector de seguir la tan generalizada tendencia de priorizar el estudio de figuras más modernas que útiles, en favor del examen de otra que, si bien “pasada de moda”, sigue formando parte de los temas centrales del Derecho Público, goza de reconocida virtualidad e incesante aplicación en ámbitos como el local y, por otra parte, conserva aún focos de notable controversia.

Sentadas estas precisiones iniciales, se dan las condiciones para explicitar el principal objetivo perseguido por este trabajo: el estudio de las reacciones previstas por el Ordenamiento Jurídico del Estado español, frente a las distintas perturbaciones en la prestación, y frente a los diversos tipos de incumplimiento de las obligaciones del gestor indirecto del servicio público que haya sido objeto de concesión, que vayan más allá de la mera imposición de un correctivo pecuniario. El nuestro, es un objetivo que, por no muy ambicioso, ni aspirante a la completud, guarda perfecta avenencia con las características inmanentes a un TFG.

Esta labor, que no debe ser principiada sin un capítulo introductorio que sirva a la concreción de lo que deba entenderse por “servicio público” y por “concesión administrativa” y aporte, al menos, los rudimentos necesarios para una correcta inteligencia de la totalidad del contenido del trabajo, pasará por el análisis de dos medidas concretas: el secuestro de la concesión y la caducidad de la misma. Repárese, hic et nunc, en que el edificio jurídico es tan alto que, de pretenderse bajar sus escaleras de una en una, un trabajo tan modesto como el que usted presencia difícilmente abandonaría su ático.

La Administración, que sigue siendo titular del servicio público, no ve, por el mero hecho de la concesión, mermada la responsabilidad de su aseguramiento. Por contra, esta última sufre una mutación en su contenido, de forma que lo que ahora se exige al órgano concedente no es sino el adecuado ejercicio de las labores de control sobre el desempeño del contratista. Hasta dónde deba extenderse este control no es una cuestión resuelta con carácter definitivo. No obstante, se afirmará cuanto se entienda útil a nuestros efectos y, además, afirmable según el estado actual de las cosas, huyéndose de disquisiciones superfluas que arrojen más incertidumbre sobre los pilares para la discusión científica en la materia tratada. ¡Reservemos este cometido para el jurista vocacional!

El secuestro se configura como una reacción frente a una perturbación grave, no siempre culpable, en el servicio, que comporta, en detrimento del concesionario, la privación temporal de la gestión del servicio mientras no se produzca el restablecimiento de las condiciones en que este deba ser prestado. Sin menoscabo del derecho de propiedad del concesionario sobre los elementos patrimoniales de la empresa de la que sea titular, la Administración asume, en la medida determinada en cada caso, las potestades organizativas de la misma, a fin preservar, mediante el mantenimiento del servicio en unas condiciones de continuidad, regularidad y calidad adecuadas, el interés general. Cuestiones como la naturaleza de este instituto, el elemento subjetivo subyacente, la discrecionalidad del órgano que adopta la medida o los efectos de la misma, serán abordadas en su momento.

La caducidad es la más intensa de las medidas que la Administración puede enfrentar a un incumplimiento del concesionario, el cual, en consonancia con la reacción, debe ser grave e ir referido a las obligaciones esenciales de este sujeto. Por la caducidad, la relación que vincula a la Administración concedente con el gestor se extingue; lo que no quiere decir que, ni siquiera transitoriamente, el servicio pueda dejar de ser prestado. La precisa delimitación conceptual de la caducidad, la obligatoriedad o discrecionalidad de su imposición, el iter procedimental que ello requiere o los efectos derivados de tal decisión, serán, uno a uno, objetos de nuestro análisis.

En orden al cumplimiento de los cometidos a los que el presente trabajo se orienta, no bastará con el mero examen del Ordenamiento Jurídico, pues son enormes los ámbitos que no han sido contemplados por el legislador. Ello a pesar de que se proceda a la cobertura de parte de las lagunas de la legislación postconstitucional en materia de contratación de servicios públicos, mediante la aplicación, analógica o extensiva según el caso, de previsiones propias de la regulación de régimen local, de una época anterior. Las aportaciones doctrinales, de ayer y de hoy, por mucho que se haya criticado la escasa producción científica moderna sobre el asunto que nos ocupa, serán de gran utilidad para la exégesis de muchos de dichos preceptos, para arrojar luz sobre algunos de los pasajes oscuros de la ley y para seguir cubriendo lagunas. Pese a todo lo dicho, la fuente que, por su propia naturaleza, mejor auxilio prestará a nuestros objetivos habrá de ser la de índole jurisdiccional, en especial la jurisprudencia de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo.

Con la obra que ahora comienza, el que escribe culmina un largo periplo universitario que le habrá permitido obtener una Licenciatura en Derecho, no es azarosa la elección del tema a tratar, y, si este barco llega a buen puerto, un Grado en economía. Espero que el lector aprecie cuantas líneas sigan, pues no serán sino un punto y seguido al final de una  inolvidable etapa vital.

El concepto de servicio público

1. Una idea ambigua

Desde la primera mitad del siglo XX, en el marco geográfico europeo ha ido prendiendo un renovado espíritu del servicio público, concepto que, como expresara la STS de 23 de mayo de 1997, no constituye una categoría dogmática unívoca. Nos hallamos, más bien, ante una idea muy influida por las circunstancias de cada momento histórico y con una vertiente netamente política. En otros términos, como ha afirmado VILLAR PALASÍ al prologar una obra, “la idea de servicio público empezó a ser en sus comienzos no una idea definida y clara que pudiera estar incluida en una definición legal, doctrinal o jurisprudencial, sino, por el contrario, como una especie de omnipresencia en la actividad administrativa, una categoría jurídica descategorizada, un ente ubicuo, una especie de (…) aparición por doquier y que cada uno interpretaba a su capricho” (Villar Ezcurra, 1980: 14)[3].

La entidad de idea política de los servicios públicos es menos susceptible de debate que la de su naturaleza jurídica (Vid. infra). Al tiempo, y de forma ciertamente más precisa, la invocación del concepto en cuestión puede hacer las veces de referencia al modo concreto en que se organizan las actividades orientadas a la provisión de un bien o la prestación de un servicio. En este sentido Parejo (2004).

Este último autor delimita la noción de servicio público en su más estricto sentido como “el conjunto actividades prestacionales asumidas por o reservadas al Estado para satisfacer necesidades colectivas de interés general, entendiendo por reserva la publicatio de la correspondiente actividad con atribución de su titularidad a la Administración (lo que significa: establecimiento de monopolio a favor de esta y exclusión, por tanto, de la libre iniciativa privada), sin perjuicio de que aquella pueda abrir esta a la referida iniciativa privada (en caso de opción por la gestión indirecta) en virtud de su disposición sobre la forma de gestión de la propia actividad” (Parejo, 2004: 52-53). Se trata, en definitiva, de una concepción formalista y, como se dijo, estricta, orientada a la definición de las características a reunir por la actividad prestacional[4]. Por otra parte, la posibilidad de apertura, si bien condicionada a la habilitación previa del sujeto al que se reserva la actividad prestacional, y el entendimiento de que la iniciativa privada y la concurrencia competitiva tienen cabida en la materia que se trata, ha espoleado la aparición de una interpretación distinta, si no una nueva acepción, del concepto de servicio público, que ahora podríamos denominar “sustantivo”, por la cual cae en la categoría descrita cualquier actividad prestacional susceptible de cubrir una necesidad de índole colectiva.

2. Sobre el concepto jurídico de servicio público

2.1 Planteamiento

El concepto jurídico estricto de servicio público, que alcanzó a las doctrinas y jurisprudencias de un reducido número de países[5] tiene, frente al carácter político de la idea genérica antedicha, un fuerte sentido práctico. Se trata de “determinar el ámbito competencial de los tribunales de lo contencioso-administrativo, las materias sobre las que puede deducirse una pretensión procesal ante ese específico orden jurisdiccional. Cuando la contienda entre un ciudadano y la Administración Pública tiene lugar con motivo de la prestación de un servicio público, el examen de la correspondiente pretensión procesal corresponde a la jurisdicción contencioso-administrativa” (Blanquer Criado, 2012: 137).

A partir de ciertas declaraciones del Consejo de Estado español, es posible afirmar la inexistencia de un concepto jurídico de servicio público desarrollado que reúna las notas de uniformidad y permanencia en el Ordenamiento que atañe a tal órgano consultivo. Así, este ha expresado palmariamente que “no es posible precisar un concepto material de “servicio público” que de un modo absoluto permita contrastar luego todas las hipótesis particulares. Es obvio que históricamente varía la extensión de los servicios públicos, de modo que actividades asumidas en un tiempo por el Estado, ceden luego a la libre acción social, y viceversa. De ahí que solo quepa un concepto formal de servicio público” (Dictamen de 11 de noviembre de 1950)[6].

Otra de las peculiaridades del concepto de servicio público en el Derecho Administrativo español es que este no se alza, con carácter general, como línea divisoria entre la competencia de la Jurisdicción Contencioso Administrativa y la Jurisdicción ordinaria[7]. En este sentido Garrido Falla (1994). Lo dicho no empece a afirmar cierta relevancia de los servicios públicos respecto de la determinación de la competencia de la primera Jurisdicción en determinados supuestos, como el de la contratación en general, y la concesión de servicio público en particular[8].

Desde que en la Ley de Expropiación Forzosa de 1954 se hiciera responsable a la Administración Pública de los daños causados por el “funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos[9]“, estos últimos y la Jurisdicción Contencioso-Administrativa encuentran otro nexo en la responsabilidad patrimonial de aquel sujeto[10].

Pese a la existencia de referencia normativas concretas[11], no puede predicarse de la labor del legislador la precisión de lo que deba entenderse por “servicio público” y la delimitación entre esta y otras figuras concomitantes. Es más, habida cuenta de que no es ajeno a la realidad, aquel sujeto ha tenido ocasión de reconocer, si bien en partes de su producción carentes de normatividad, la paulatina evanescencia de la noción que nos ocupa[12].

Cosa bien distinta es la delimitación de los principios rectores de los servicios públicos, que sí ha sido acometida, principalmente en Derecho autonómico, y tiene utilidad a la hora de paliar, siquiera someramente, la indefinición normativa referida supra. Por todos, como manifiesta Blanquer Criado (2012), sirve como ejemplo la redacción del art. 27 de la Ley 5/2010, de Autonomía Local de Andalucía, que reza como sigue:

“El régimen de los servicios locales de interés general de la Comunidad Autónoma de Andalucía se inspira y fundamenta en los siguientes principios:

1. Universalidad.

2. Igualdad y no discriminación.

3. Continuidad y regularidad.

4. Precio adecuado a los costes del servicio.

5. Economía, suficiencia y adecuación de medios.

6. Objetividad y transparencia en la actuación administrativa.

7. Prevención y responsabilidad por la gestión pública.

8. Transparencia financiera y en la gestión.

9. Calidad en la prestación de actividades y servicios.

10. Calidad medioambiental y desarrollo sostenible.

11. Adecuación entre la forma jurídica y el fin de la actividad encomendada como límite de la discrecionalidad administrativa”.

La jurisprudencia, bien de orden constitucional, bien inferior, tampoco emplea la noción de servicio público en un único sentido, sino que pueden distinguirse con facilidad dos acepciones que son pertinentes, o no, según sea el contenido material ínsito en cada momento en la expresión que se examina y, más generalmente, según sea el ámbito concreto del Derecho en el que se sustancia la cuestión objeto de decisión. De un lado, en Sentencias como la STC 17/1990 de 7 de febrero[13], o la STS de 24 de octubre de 1989[14], con el término “servicio público” no se hace referencia a cualquier actividad de prestación desarrollada por el Sector Público, sino únicamente a aquellas que atañen en exclusiva, previa reserva legal y en consideración de la naturaleza del interés subyacente, a dicho sujeto. A favor del empleo de un “concepto inclusivo” de servicio público se hallan, entre otras, las SSTS de 8 de noviembre de 1990 y de 11 de marzo y de 12 de junio de 1991[15].

2.2 Las causas de la “publicatio”

Según el art. 132 del Texto Refundido de la Ley de Contratos del Sector Público, TRLCSP[16], que regula las actuaciones preparatorias del contrato de gestión de servicio público, “antes de proceder a la contratación de un servicio público, deberá haberse establecido su régimen jurídico, que declare expresamente que la actividad de que se trata queda asumida por la Administración respectiva como propia de la misma, atribuya las competencias administrativas, determine el alcance de las prestaciones en favor de los administrados, y regule los aspectos de carácter jurídico, económico y administrativo relativos a la prestación del servicio”. La declaración formal de  autoatribución recién referida, que recibe el nombre de “publicatio”[17], se caracteriza por extremos como los que siguen:

A) El factor determinante de la opción legislativa es el del interés que se esconde tras la actividad susceptible de ser calificada como servicio público:

1. Por un lado, la relevancia para una comunidad cualquiera de cierto servicio, debe ser medida atendiendo a la naturaleza de los intereses que el mismo es capaz de satisfacer. Cuando entre estos se hallan los derechos fundamentales y las libertades públicas, el carácter esencial de la prestación es cuestión es poco dudosa y, en consecuencia, tampoco lo es la de la exigibilidad del servicio en unas condiciones propias y distintas de aquellas que generaría el juego de la competencia en un ámbito de libre mercado[18].

2. La gestión privada de servicios públicos no es sino una manera de acomodar la satisfacción de estos intereses impostergables a otros derechos y bienes jurídicos con respaldo constitucional, excluyéndose indubitadamente el de la sustracción a los particulares del ejercicio de la actividad prestacional dirigida hacia la categoría de los servicios públicos, como objetivo tras la declaración precedente[19].

B) El tenor literal del art. 128.2 de la Constitución Española, CE, no permite excluir de la calificación de servicio público a las actividades que no tengan carácter económico. De este modo, la decisión de extender la categoría en cuestión a ciertos derechos fundamentales sin faceta económica alguna es coherente, si su aseguramiento resulta esencial, con el Ordenamiento Jurídico que principia la Constitución de 1978.

C) La pervivencia de un servicio público en las mismas condiciones en que fue instituido queda justificada por la permanencia del estado de la técnica, de los costes de la prestación y de la cultura socioeconómica de la comunidad afectada. En otras palabras, la de los servicios públicos es una realidad cambiante muy sujeta a condicionamientos objetivos.[20]

D) La declaración que establezca el servicio público debe suceder a un razonamiento que la justifique y pueda ser objeto de fiscalización por parte del TC. Los efectos de la regulación posterior no podrán exceder, por su parte, de los propios del aseguramiento de la prestación en las condiciones de continuidad, regularidad y calidad requeridas.[21]

2.3 Servicios públicos y Derecho comunitario

La construcción de la Unión Europea, UE, ha espoleado importantes transformaciones en las estructuras económico-jurídicas de los Estados integrantes. Las libertades que le han servido de cimiento (libre circulación de personas, bienes, capitales, servicios y, ahora, informaciones), necesitaban encontrar acomodo en los regímenes nacionales de los servicios públicos, sobre todo en el caso de los servicios en red, y, en el proceso conducente a ello han tenido notable incidencia en el ámbito del Derecho Público económico de los socios.

Son principalmente dos las cuestiones a las que se debe dar respuesta; a saber: a) si deben abrirse a la competencia los servicios referidos y b) quién debe decidirlo, bien los Estados singularmente considerados, bien la personalidad jurídica integrada por todos ellos. Las tensiones generadas a lo largo del dilatado iter que conduce a la solución de compromiso, manifestada en un tira y afloja entre los defensores de la soberanía estatal y los europeístas, vienen siendo patentes desde la década de los ochenta del S. XX, cuando, desde Europa, se clama por la liberalización de sectores tradicionalmente adheridos a la lógica de los servicios públicos. La incruenta confrontación recién reseñada, culminó en el primer hito de nuestro análisis: el Tratado de Ámsterdam[22], que puede ser posicionado en la resistencia al fenómeno privatizador[23] sufrido por los servicios de interés económico general, SIEG[24], que son, a la sazón, el centro del debate en el seno del Derecho comunitario.

El funcionamiento de los servicios de interés general, SIG, categoría más amplia que la de los SIEG, al no quedar incluido como tal en el antiguo TCE, no fue uno de los objetivos de la Comunidad Europea y, por tanto, esta no contaba con competencias específicas en la materia[25]. Así, “la definición, organización, financiación y supervisión de los SIG incumben primariamente a las autoridades nacionales, regionales y locales” (López Escudero, 2008: 610). Cosa distinta es que, a partir del desempeño de otras competencias de la Unión[26], esta pueda influir en la manera en la que se prestan los elementos integrantes de dicha categoría[27].

En definitiva, las instituciones europeas acaban, sin que esto obste a la intensificación de los esfuerzos liberalizadores en un amplio abanico de actividades, por reconocer la necesidad de asegurar, cuando se trata de servicios esenciales, económicos o no, para la generalidad, la permanencia de la prestación en unas condiciones tales que permitan la satisfacción de los intereses hacia los que aquella se endereza. Ello hasta el punto de generarse una línea jurisprudencial favorable al establecimiento de derechos exclusivos para el prestador que se encargue del servicio cuando esta devenga la mejor vía para la satisfacción de las necesidades de la ciudadanía. Al progresivo establecimiento de la política unitaria respecto de los SIG, ha seguido la constitución de diversos modos de actuación, adecuados al nivel de intervención convenido, sobre los mismos. Cuando se trata de servicios en red, desde la UE se han creado autoridades independientes con competencias reguladoras.

Tras años de reuniones, debates y fracasos, con la tentativa de Constitución europea como mejor exponente de estos últimos, nace un nuevo texto, el Tratado de Lisboa[28], que marca la pauta de la deriva europea en la materia que nos ocupa. Antes de proceder a su detalle, cabe afirmar que, respecto de los servicios públicos, este Tratado tiene “como aspecto más importante (…) la pregunta de si conviene poner en marcha una nueva iniciativa a la obligación de elaborar una guía legal clara" acerca de aquellos, y establece, como objetivos fundamentales “poner en práctica los derechos socioeconómicos fundamentales y materializar la cohesión económica, social y territorial” (todo ello en FSESP, 2009: 1). La voluntad europea queda sintetizada en las declaraciones que siguen:

El art. 14 del TFUE (anterior art. 16 TCE) expresa, en su redacción actual[29], que “sin perjuicio del artículo 4 del Tratado de la Unión Europea y de los artículos 93, 106 y 107  del presente Tratado y a la vista del lugar que los servicios de interés económico general ocupan entre los valores comunes de la Unión, así como de su papel en la promoción de la cohesión social y territorial, la Unión y los Estados miembros, con arreglo a sus competencias respectivas y en el ámbito de aplicación de los Tratados, velarán por que dichos servicios actúen con arreglo a principios y condiciones, en particular económicas y financieras que les permitan cumplir su cometido. El Parlamento Europeo y el Consejo establecerán dichos principios y condiciones mediante reglamentos, con arreglo al procedimiento legislativo ordinario, sin perjuicio de la competencia que incumbe a los Estados miembros, dentro del respeto a los Tratados, para prestar, encargar y financiar dichos servicios”. Cabe señalar que el art. 14 TFUE, in fine, implica una intensificación de la potestad normativa propia de las instituciones europeas, pues la competencia expresamente atribuida desde su redacción reposaba, antes, en una concreta interpretación de los arts. 94-95 TCE.

El Tratado de Lisboa recoge, además, un protocolo relativo a los servicios públicos[30] que reviste una entidad jurídica semejante a la del Tratado y cuya virtualidad, como se refiere expresamente en el texto, es la de servir de “disposiciones interpretativas” vinculantes respecto de aquel. En el protocolo en cuestión, se establecen como valores compartidos por los miembros de la Unión respecto de los SIG, considerados esenciales: a) la reunión de características como “un alto nivel de calidad, seguridad y accesibilidad económica, la igualdad de trato y la promoción del acceso universal y de los derechos de los usuarios” b) la amplitud de la noción que nos ocupa y la interdependencia entre esta y “las necesidades y preferencias de los usuarios que pueden resultar de las diferentes situaciones geográficas, sociales y culturales”, que, añado, acaban por configurar la noción específica de SIG en cada ámbito nacional; y, por último, estrechamente vinculado con estos asertos, c) “la amplia capacidad de discreción de las autoridades nacionales, regionales y locales para prestar, encargar y organizar los servicios de interés económico general lo más cercanos posible a las necesidades de los usuarios”[31].

En palabras de la Comisión Europea, “el Protocolo (...) proporciona un marco coherente que guiará la acción de la UE y sirve de referencia para todos los niveles de gobernanza” y, “mediante la aclaración de los principios y el establecimiento de los valores comunes en los que se sustentan las políticas de la UE, aporta visibilidad, transparencia y claridad al planteamiento de la UE aplicable a los servicios de interés general” (FSESP, 2009: 1).

Según el art. 6.1 del vigente TUE, redactado por el apartado 8) del artículo 1 del Tratado de Lisboa, “La Unión reconoce los derechos, libertades y principios enunciados en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea de 7 de diciembre de 2000, tal como fue adaptada el 12 de diciembre de 2007 en Estrasburgo, la cual tendrá el mismo valor jurídico que los Tratados. Las disposiciones de la Carta no ampliarán en modo alguno las competencias de la Unión tal como se definen en los Tratados (...)”. Esta disposición ha de conjugarse con el art. 36 de la Carta de Derechos Fundamentales, reproducido supra, que para mientes en los SIEG. La consideración conjunta de ambos preceptos delata la voluntad del Tratado de Lisboa de establecer el acceso a estos servicios como un Derecho Fundamental.

Una buena síntesis a la cuestión de los SIEG después del Tratado de Lisboa, es la proporcionada, como sigue, por la FSESP: “Son tres los nuevos instrumentos que obligan a la actuación de las instituciones comunitarias: el artículo 14, a través del procedimiento legislativo ordinario; el protocolo, cuya definición de principios implica la puesta en marcha de un mecanismo de aplicación; y la Carta, que establece como derecho fundamental el acceso a los SIG” (FSESP, 2009: 4).

2.4 Los modos de gestión de los servicios públicos. Especial consideración de la gestión indirecta

Una vez respondido al “qué” de la prestación, es decir, cuál es el servicio que debe ser objeto de aseguramiento, la Administración se enfrenta a una nueva incógnita: el “cómo” de aquella.

No existe en nuestro Ordenamiento, y quizás en ningún otro, un esquema normativo que predetermine el más adecuado modo de gestión de cada servicio y, al tiempo, son varios los que encuentran acomodo entre sus previsiones. Corresponderá a la Administración titular del servicio, salvo en escasos supuestos[32], la opción en el sentido descrito; opción que, como correlato de la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos del art. 9.3 CE, siempre ha de resultar fundada en razones objetivas y ser tomada en función de las circunstancias en que se desenvuelva cada supuesto[33].

La distinción fundamental entre los modos de gestión de los servicios públicos se refiere al sujeto obligado a su prestación. Con base en ello, pueden establecerse dos grupos bien diferenciados. Se trata de las fórmulas directas e indirectas. Por las primeras, la propia Administración titular u otros sujetos con los que aquella guarde vínculo permanente, como organismos autónomos o sociedades mercantiles de propiedad pública, se comprometen, en el uso de la potestades organizativas del órgano titular del servicio, a la gestión[34]; y mediante las segundas se procederá a la selección de un gestor ajeno a la Administración, con el que se constituirá, a partir de un instrumento de naturaleza contractual acorde a la regulación en materia de contratación pública[35],  una relación temporal de contenido económico.

Dentro del género de la gestión indirecta, la Ley reconoce una pluralidad de fórmulas para su atribución[36]. Así, según el art. 277 del TRLCSP, “la contratación de la gestión de servicios públicos podrá adoptar las siguientes modalidades:

a)  Concesión, por la que el empresario gestionará el servicio a su propio riesgo y ventura.

b) Gestión interesada, en cuya virtud la Administración y el empresario participarán en los resultados de la explotación del servicio en la proporción que se establezca en el contrato.

c) Concierto con persona natural o jurídica que venga realizando prestaciones análogas a las que constituyen el servicio público de que se trate.

d) Sociedad de economía mixta en la que la Administración participe, por sí o por medio de una entidad pública, en concurrencia con personas naturales o jurídicas”

No debe pensarse que la relación que se acaba de reproducir esté compuesta por figuras análogas entre sí, pues son notables las diferencias entre unas y otras. Tampoco cabe afirmar, de forma automática, que dicha relación abarque la totalidad de fórmulas adscribibles al género de la gestión indirecta.

Respecto de esta última aseveración se ha sostenido que “el artículo 277 del TRLCSP 3/2011 agota las “modalidades típicas” de gestión de un servicio público, pero no impide la existencia de otras “fórmulas atípicas” que respondan a un contrato administrativo especial, subsumible en lo establecido en los artículos 19.1 b) y 25 del TRLCSP 3/2011. Efectivamente, en su literalidad el artículo 277 TRLCSP 3/2011 no incluye ningún adverbio como “únicamente” (incluido en cambio en los artículos 11.2, 15.1 a), 25.2 o 54.1, entre otros preceptos del TRLCSP 3/2011) o la fórmula “exclusivamente” (utilizada por ejemplo en los artículos 200 y 245 c) del TRLCSP 3/2011), o cualquier otra expresión que justifique afirmar el carácter exhaustivo o limitativo del listado que contiene el artículo 277” (Blanquer Criado, 2012: 392-393)[37]. Por otro lado, el TS, en su sentencia de 5 de diciembre de 2003 (ponente Nicolás Maurandi Guillén), FJ. 9, ha sostenido que “(...) la doctrina ha subrayado que la continuidad del arrendamiento (se discutía sobre el arrendamiento de servicios públicos, no contemplado, como modo de gestión indirecta, por la normativa estatal vigente al tiempo de la sentencia, ni por la actual) no es incompatible con el hecho de que no aparezca entre las modalidades que enumera la Ley de Contratos de las Administraciones Públicas, pues el elenco de este texto legal no puede ser considerado como un numerus clausus[38].

3. La concesión de servicios públicos en el ordenamiento jurídico español

3.1 Naturaleza jurídica, normativa aplicable y relación internormativa

El primer paso en el camino de la determinación del régimen jurídico de la concesión de servicio público es el constituido por el desentrañamiento de su naturaleza. No todas las normas aplicables a este instituto contendrán un mandato explícito en favor de su eficacia respecto del mismo, por tanto, la correcta definición de un marco más amplio en el que encajar la figura que se estudia, devendrá crucial en orden a la especificación de la regulación que le afecta.

El de la concesión es un instituto de larga tradición histórica y, por consiguiente, ha estado vigente en los sistemas de articulación de la vida socio-política más diversos; sistemas que, indubitadamente, han dejado su impronta sobre la naturaleza de la concesión. Así, esta se ha configurado a) como una decisión administrativa con carácter imperativo constitutiva de una serie de derechos y obligaciones para los particulares seleccionados, siendo derecho dispositivo cuantas normas disciplinen la relación concesional[39]; b) como un contrato típico administrativo que, sin llegar a procurar la igualdad de las partes, da lugar a derechos y obligaciones para todas ellas; c) como un contrato típico administrativo que, además, conduce al concesionario a un status predeterminado legalmente que lo vincula también con los usuarios del servicio a prestar[40]; y, d) como un instituto propio y distinto, incapaz de ser contenido por ningún otro[41].

El hecho de que sea la opción de nuestro TS, permite albergar pocas dudas respecto de la ontología de contrato típico administrativo de carácter bilateral de la concesión en nuestro actual Ordenamiento. Se trata, este, de un aserto que servirá de base al edificio jurídico-doctrinal que acabará por levantarse mediante el trabajo que el lector tiene en sus manos. En el sentido que se acaba de referir, la STS de 16 de abril de 2002 (ponente Juan José González Rivas), FJ. 6º, que declara que “es evidente que frente a la tesis mantenida por la parte actora, podemos llegar a la conclusión que en todo régimen concesional existe una relación bilateral paccionada, operando consideraciones jurisprudenciales que han analizado la naturaleza jurídica de esta institución tendentes a la consideración en un primer momento que se trataba de un acto unilateral de la Administración, un acto de poder, soberanía o privilegio (...)”[42].

Partiendo de esa base, la concreción de la normativa aplicable a la concesión de servicios públicos[43] debe ser principiada, por su prioridad jerárquica, por la legislación nacional sobre contratación pública, haciéndose constar, ex ante, que la pertenencia del Estado español a la UE no merma, por causa de la inexistencia de una regulación propia del contrato en cuestión, la soberanía interna al tiempo de establecer disposiciones que articulen la relación jurídica a la que aquel da lugar. Se trata del TRLCSP, el cual, sin una sistemática interna clara, rige, ex art. 2.1 “los contratos onerosos, cualquiera que sea su naturaleza jurídica, que celebren los entes, organismos y entidades enumerados en el artículo 3[44]”. El TRLCSP, ex art. 276, tiene una entidad superior a la de las disposiciones especiales rectoras de un servicio específico, normas muchas veces autonómicas, en lo que incumbe a “los efectos, cumplimiento y extinción de los contratos de gestión de servicios públicos”, pues estas disposiciones especiales serán de aplicación “en cuanto no se opongan a ella (en alusión al propio TRLCSP)”.

Por lo general, las normas relativas a la gestión de servicios públicos y, más concretamente, a la concesión, contenidas en el TRLCSP tienen carácter de Derecho básico “dictado al amparo de artículo 149.1.18.ª de la Constitución en materia de legislación básica sobre contratos administrativos y, en consecuencia, son de aplicación general a todas las Administraciones Públicas y organismos y entidades dependientes de ellas” (Disposición Final segunda TRLCSP). Por ello, es posible afirmar la indisponibilidad por las CCAA de las previsiones del legislador estatal que importan a nuestros efectos y  serán analizadas en adelante.

La indisponibilidad recién referida se puede hacer extensiva, desde la perspectiva de la imperatividad del Derecho en la materia, a los particulares en general. Las normas relativas a la contratación pública, de forma contraria a las que versan sobre la contratación inter privatos, no siempre ofrecen una solución solo eficaz en defecto de acuerdo entre las partes, sino que, en orden a la satisfacción del interés general, y en cumplimiento de principios constitucionales como los del art. 31.2 CE, suelen petrificar una situación o un abanico de ellas, haciéndola/s inasequible/s a voluntades irreconciliables con los objetivos que deben presidir la actuación administrativa[45]. Por otra parte, tampoco acontece que la negociación administrativa se vea íntegramente predeterminada ex ante. En definitiva, hay grises; quedando, los distintos ámbitos por los que atraviesa la vida de una relación contractual de Derecho Público como la generada por la concesión, más o menos abiertos a la libertad de pactos de la que habla el art. 25 TRLCSP[46]. Por concretar, la Administración se encuentra especialmente constreñida por la norma en ámbitos como los siguientes: a) la selección del gestor del servicio de entre quienes concurren competitivamente a tal fin; b) la delimitación del objeto como materia del contrato de gestión de servicios públicos, las consecuencias jurídicas de su vigencia para las partes y el contenido mínimo de la prestación; y c) la supervisión y disciplina del adecuado cumplimiento del gestor[47].

Respecto de la regulación de la gestión de servicios públicos en el TRLCSP puede afirmarse su parquedad, es decir, el número y la extensión de los arts. dedicados a tal fin son escasos. Ello bien podría ser reflejo del carácter general de esta regulación, abocada a la supletoriedad y destinada a ser completada por la disposiciones específicas que rijan cada servicio concreto, pero, contempladas las regulaciones especiales, se averigua una tendencia a la remisión, a su vez, a la normativa general en materia de contratación pública. En un contexto como este, la atención a la jurisprudencia deviene, a fin de salvar los obstáculos legislativos al hallazgo de soluciones definitivas, fundamental[48].

Otro de los motivos capaces de fundamentar la escasa elocuencia del TRLCSP en materia de gestión de servicios públicos, es el de la eficacia del Decreto de 17 de junio de 1955, por el que se aprueba el Reglamento de Servicios de las Corporaciones Locales, RSCL, cuya vitalidad en nuestros días no debe ser obviada[49], en todo aquello que no haya resultado derogado por norma posterior de rango igual o superior[50]. Pese a que sus previsiones solo afectan directamente a los servicios cuya titularidad corresponda a entes locales, la práctica jurisdiccional de la aplicación analógica de aquellas a los servicios estatales y autonómicos, bien pudo suponer un desincentivo para la reconsideración, en la normativa más moderna, de los extremos allí regulados. Sin embargo, estos asertos, útiles como explicación de la desidia del legislador, no sirven a su justificación; pues son importantes los ámbitos sometidos a reserva de ley y, por tanto, inalcanzables por el Decreto franquista, que afectan a la gestión de servicios públicos, y cuantiosas, habida cuenta de las diferencias entre la organización jurídica y social preconstitucional y la actual, las facetas que merecen una nueva configuración normativa. Por último, se afirma que la seguridad jurídica, principio garantizado por el art. 9.3 CE, tampoco se aviene bien con la pasividad del legislador[51].

3.2 Características básicas y objeto del contrato de concesión de servicio público

Si bien la concesión de servicio público es un contrato de gestión del mismo, no todo contrato de gestión de servicio público es, como sabemos, una concesión[52]. El elemento que sirve para discriminar la concesión de otras figuras como las que se acaban de referir es la “publicatio”, esto es, la declaración legal por la cual se encomienda un servicio a la Administración, postergando, en consideración al interés protegido o la necesidad cubierta, la libertad de empresa en ese ámbito (Vid art. 128.2 CE).

Para perfilar el concepto patrio de concesión de servicios públicos se han de parar mientes en la regulación contenida en el TRLCSP, en la doctrina y en la jurisprudencia, de donde se pueden extraer la definición y las características que siguen:

A) Se trata de un contrato típico de naturaleza administrativa[53], bilateral y sinalagmático, integrado en la categoría de los contratos de gestión de servicios públicos, que se definen como aquellos “en cuya virtud una Administración Pública o una Mutua de Accidentes de Trabajo y Enfermedades Profesionales de la Seguridad Social[54], encomienda a una persona, natural o jurídica, la gestión de un servicio cuya prestación ha sido asumida como propia de su competencia por la Administración o Mutua encomendante” (art. 8.1 TRLCSP); sin que quepan: a) la concesión de servicios públicos en los que esté involucrado el ejercicio de la autoridad; ni b) la aplicación de las disposiciones que rigen este contrato “a los supuestos en que la gestión del servicio público se efectúe mediante la creación de entidades de derecho público destinadas a este fin, ni a aquellos en que la misma se atribuya a una sociedad de derecho privado cuyo capital sea, en su totalidad, de titularidad pública”[55] (arts. 275.1 y 8.2 TRLCSP, respectivamente).

B) Es, esencialmente, un contrato de duración determinada, con un período de vigencia cuyo límite superior se encuentra contemplado ex lege (plazos totales máximos en el TRLCSP: 50 años, y en ciertos casos 60, cuando el objeto del contrato sea, además de la explotación del servicio público, la ejecución de obras; 25 años, y 10 en algún caso, cuando el objeto sea solo el primero de los referidos. Todo ello ex. art. 278 TRLCSP).

C) “La concesión es un contrato intuitu personae (cuya) transferencia exige la autorización de la Administración otorgante” que, además, requiere del concesionario, por causa del interés subyacente a la actividad desempeñada, un grado de diligencia superior al de cualquier otro particular, esto es, “un cuidado y un esmero superior a la exactissima diligentia” (Sarasola Gorriti, 2003: 425 y 427 respectivamente).

D) Es un contrato de tracto sucesivo, lo que implica la continuidad de la fiscalización administrativa a lo largo de toda su vida[56].

E) Es un contrato de resultado, pues “no basta con el empeño del concesionario por gestionar el servicio, sino que se exige el resultado de la efectiva prestación a los usuarios (salvo en caso de ejercicio del derecho constitucional de huelga, o cuando concurra una causa de fuerza mayor[57])” (Blanquer Criado, 2012: 666-667).

F) Es un contrato de adhesión y, de este modo, la voluntad del sujeto que se coloque en la parte del gestor del servicio carecerá de peso específico en la articulación de la relación jurídica que se generará.

G) El concesionario asume de manera íntegra la gestión del servicio a su riesgo y ventura (Parada, 2015 y art. 277 a) TRLCSP)[58].

Desde una perspectiva negativa, siguiendo a BLANQUER CRIADO, cabe hacer ciertas precisiones al concepto jurídico de la concesión de servicio público:

“no todas las fórmulas contractuales de gestión indirecta de los servicios públicos se rigen siempre por Derecho Administrativo[59] (…)

(…) no todos los contratos de gestión indirecta de un servicio público son concesiones administrativas (…)

(…) no cabe confundir la gestión indirecta de un servicio público para los usuario, con la prestación de un servicio en favor de la propia Administración” (Blanquer Criado, 2012: 197).

Respecto del objeto del contrato a examen, se ha expresado que, siempre y cuando no sea demanial, “la concesión (…) tiene un objeto estrictamente prestacional (gestión material de servicios públicos)” (Sanz Rubiales, 2004: 49). Partiendo de esta afirmación, que no alude tanto al objeto del contrato como al propio del concesionario en favor de la sociedad, es posible lograr, con cierta concisión, el desentrañamiento del contenido material de la figura estudiada, a partir del cual puede ser adscrito a la categoría de “contrato de empresa”, y el establecimiento de algunas precisiones relevantes. Así las cosas, siguiendo un planteamiento en forma de cascada, por la conclusión del contrato de concesión:

1. Se constituye, según la STS de 25 de febrero de 1988 (ponente Aurelio Desdentado Bonete), FJ. 3, el compromiso de “prestar un resultado a cambio de un precio- la percepción de tarifas- asumiendo el riesgo de la explotación” por parte de un tercer[60] sujeto cuya organización y gestión se vincula a tal fin.

La recién referida STS expresa, en el mismo FJ., que la concesión es un “contrato de empresa” y, como correlato, más que la prestación de un servicio, el objeto del contrato de naturaleza administrativa que se estudia es el de la disposición de recursos y capacidades de la manera considerada más oportuna por el concesionario[61] para la consecución de un fin consistente, esta vez sí, en facilitar el acceso a un servicio.

2. Se acuerda la prestación de un servicio que puede tener contenido económico por parte de un tercer sujeto cuya organización y gestión se vincula a tal fin.

El derogado art. 115.1 del TRLCAP[62] establecía que “la Administración podrá gestionar indirectamente, mediante contrato, los servicios de su competencia, siempre que tengan un contenido económico que los haga susceptibles de explotación por empresarios particulares”. A pesar de que en la actualidad, dado que el art. 275 TRLCSP no hace mención alguna a ese contenido, se discute la posibilidad de predicarlo respecto del objeto de contrato de concesión, considero, del lado de buena parte de la doctrina, que la omisión referida trae causa de la pluralidad de figuras integradas en la categoría de los contratos de gestión de servicios públicos, puesto que, respecto de alguna de aquellas, no cabe ese carácter económico. Ni de la naturaleza del contrato de concesión, ni de la exégesis del TRLCSP, y demás normativa en la materia, en su integridad y, ni siquiera del espíritu de la última norma reseñada, deriva la extensión de los efectos de la omisión legislativa a este acuerdo de voluntades (en sentido similar, Blanquer Criado, 2012).

3. El servicio objeto de dicha prestación es competencia del sujeto concedente y resulta facilitado por un tercer sujeto cuya organización y gestión se vincula a tal fin.

La redacción del art. 8.1 TRLCSP, vid supra, podría fácilmente conducir a pensar que, cuando un servicio cae del lado de las competencias de un concreto sujeto perteneciente a la Administración pública, esta podría arrogarse, sin intervención de poder diferente alguno, la iniciativa económica sobre aquel. Entiendo que este posicionamiento no supera una interpretación que rebase la meramente literal, como puede ser una de carácter auténtico u otra sistemática. Según esta última, y tomando en especial consideración el art. 132 TRLCSP, se puede concluir que la asunción por parte de una Administración de tal iniciativa sobre un servicio público es algo que sucede a la normativa que establezca su régimen jurídico y, como parte del mismo, la atribución de la competencia al sujeto de Derecho Público en cuestión[63].

3.3 Concesión de servicios públicos y libertad de empresa

No faltan las voces críticas que consideran la reserva de determinadas actividades en favor de uno o varios sujetos como una realidad irreconciliable con la decidida configuración de un modelo económico integrable en la categoría de la economía de mercado. No obstante, existen argumentos útiles a la hora de sostener la posible avenencia entre la libertad de empresa, conditio sine qua non de un modelo económico como el referido, y la concesión de servicios públicos:

a. La interpretación conjunta de los arts. 38 y 128.2 CE permite, bajo ciertas condiciones, la intervención del Sector Publico en la economía. Además, el segundo art. opera una habilitación para la Administración que, como reverso, supone una restricción insalvable para la iniciativa privada: la relativa a la preservación de los recursos y servicios esenciales, en buena medida alejados de la esfera en la que aquella se desenvuelve.

b. El art. 38 CE no está orientado a la proclamación de un sistema económico de mercado. De hecho, no se puede predicar, de una vez por todas, la consagración de un modelo como este por parte de la norma jerárquicamente superior de nuestro sistema de fuentes[64]. Según GARCÍA PELAYO, de la libertad reconocida por este art., “se deriva la facultad de cada empresa (…) para decidir sobre sus objetivos y establecer la propia planificación en función de sus recursos, de las demandas actuales y potenciales del mercado y de otras variables a considerar. En este sentido, la libertad de empresa no opone el sector público al privado, sino la autonomía de decisión y planificación a la “economía de mando” o de planificación centralizada e imperativa, en la que las empresas son simples ejecutantes de las decisiones tomadas por el centro planificador, en vez de orientarse por las resoluciones de mercado; o dicho de otro modo, la libertad de empresa es factor constitutivo de un orden económico pluricéntrico frente a un orden económico monocéntrico” (Martín-Retortillo, 1988: 168).

c. La libertad de empresa, al igual que cualquier otro tipo de libertad y cualquier derecho que de ella derive, no tiene carácter absoluto. Es decir, puede sujetarse a limitaciones. En este sentido en, entre otras, la STC de 9 de julio, FJ. 4. Una de esas limitaciones es la que prevé el art. 128 CE. A este respecto, en la STS de 16 de octubre de 1996 (ponente Eladio Escusol Barra), FJ. 2, se expresa que: “Sobre el derecho de libertad de empresa en el marco de la economía de mercado, se ha pronunciado el Tribunal Constitucional, conectando dicho precepto con los artículos 128 y 131 de la Norma Suprema ( SS.T.C. 111/83 y 37/87), señalando que dichos preceptos constitucionales establecen límites dentro de los que pueden moverse los poderes públicos al adoptar medidas que puedan incidir sobre el sistema económico de la sociedad. Y es que el principio de libertad de empresa, como dicen las Sentencias del Tribunal Supremo de fecha 1 de julio de 1983 y de 28 de octubre de 1983, hay que cohonestarlo con las demandas del interés general o del bien público. En el caso que resolvemos, la Administración Autonómica de Cataluña, debe ponderar si, en función del interés público, procede la concesión que la entidad mercantil hoy apelante solicita. La ponderación de la existencia de interés público solo debe hacerse en el marco del correspondiente expediente administrativo, a tramitar, como hemos dicho, con todas las garantías, expediente que ha de resolverse de forma expresa y motivada”.

En definitiva, la concesión de servicios públicos es incardinable en un sistema jurídico-social que consagre un modelo económico sustentado en, entre otros, el pilar de la libertad de empresa, siempre y cuando se asegure la salvaguardia de una parte del contenido de esta, concretamente el contenido esencial, frente a cualquier eventualidad, y que la regulación del instituto que se alce como un límite a dicha libertad sea moderada por las exigencias que derivan de aquel contenido.

El secuestro de la concesión

1. Concepto y naturaleza jurídica

El art. 285 TRLCSP constituye una primera, y escueta[65], referencia normativa de la figura del secuestro. Hemos de situarnos en un supuesto de perturbación grave y temporal del servicio objeto de concesión, no reparable por medio distinto al de la intervención, que no dé lugar a la extinción de la relación contractual, sino tan sólo a la suplantación parcial y no permanente del gestor del servicio público, ahora encarnado por la propia Administración concedente[66]. No es cierto que se produzca una auténtica subrogación administrativa en el lugar del concesionario y sí lo es, por contra, que el concedente asuma la dirección de la actividad prestacional y el cobro de las tarifas, todo ello en los mismos términos pactados ab initio y sirviéndose este último sujeto de los medios materiales y los recursos humanos implicados por el contratista en su labor (art. 134 RSCL).

La regulación de régimen local repara más intensamente en la figura del secuestro. Así, v.gr., en los arts. 127 y 134 RSCL, que otorgan “mayor protagonismo al ente concedente, diluyendo el rol del concesionario: intervención equivalente a incautación de medios; sustitución en la prestación del servicio (...), o gestión directa temporal (..), de modo que, desde esta última perspectiva, puede entenderse que es el ente local quien gestiona (directamente) el servicio, y no, indirectamente, el concesionario, sin perjuicio de que, en última instancia, se imputen al contratista los resultados, prósperos o adversos, de la explotación” (Arimany, 2011: 166).

El reconocimiento por el RSCL del secuestro de la concesión como una reacción frente a determinados incumplimientos, o cumplimiento torpes, del concesionario, en consideración de su gravedad, su extensión temporal y otras características de los mismos supuso un hito en nuestro Derecho Administrativo, pues “nuestra Administración, en materia de sanciones, se ha visto siempre constreñida por un método rígido, en el que no podían marcarse los matices de la diversa importancia de las infracciones cometidas por el concesionario. Frente a la multa, no cabía otra disyuntiva que la caducidad (…). Mediante el secuestro se ha querido llevar a nuestro sistema de ejecución forzosa -insuflándole mayor agilidad y precisión- una modalidad intermedia que permita una escala penal de tres grados: faltas leves (multas); graves (secuestro); y gravísimas (caducidad)” (Albi, 1960: 589-590)[67].

La naturaleza jurídica del secuestro de la concesión no es una cuestión libre de debate. Si bien parece quedar contemplado como una medida sancionadora por el TRLCSP, que impone al concesionario la obligación de abonar a la Administración los daños y perjuicios irrogados por el incumplimiento, en el RSCL, que también concibe, en ocasiones, la intervención administrativa como una sanción, se admite, como veremos, el secuestro sin mediación de culpa del contratista[68].

Como se ha sostenido, el secuestro no es sino una “reacción represiva de un incumplimiento, una reacción que se produce por la comisión de una perturbación grave en el servicio y consiste en un mal: la privación temporal de la gestión del servicio. Esta privación supone la pérdida de un beneficio para el concesionario que explota el servicio y es impuesto por la Administración mediante un procedimiento administrativo. Sin embargo, su consideración como sanción administrativa en sentido estricto implica un concepto de sanción ciertamente amplio. Las sanciones administrativas son medidas que se adoptan por un lapso temporal determinado y fijo, y no varía en razón de la conducta del sancionado (…). El secuestro del servicio, por el contrario, aunque se declara por un período de tiempo concreto, puede ser levantado cuando el concesionario así lo solicita y justifica “estar en condiciones de proseguir la gestión normal de la empresa” (artículo 135.2 del RSCL)” (Sarasola Gorriti, 2003: 397-398)[69]. Suscrita esta postura, procede afirmar la preeminencia de la finalidad del mantenimiento del servicio en unas condiciones determinadas tras la medida del secuestro[70].

La jurisprudencia también ha tenido ocasión de informar acerca del carácter no siempre sancionador del secuestro. Así, en la STS de 22 de febrero de 1997 (ponente Jorge Rodríguez-Zapata Pérez), FJ. 3, se expresa que: “la medida de secuestro adoptada, única a la que se ciñe el presente recurso, tal y como puntualiza el fundamento primero de la sentencia recurrida, tiene por fin garantizar el principio esencial de continuidad del servicio (artículo 133.1 RSCL), careciendo del alcance sancionador que trata de atribuirle la parte apelante. Las denuncias y actuaciones, que abundan en el expediente administrativo, sirven para rechazar, como inconsistentes, los fundamentos de hecho que se pretenden fijar, así como para entender proporcionada y correcta la actuación municipal en el caso”.

En el FJ. 6 de la más moderna STS de 18 de mayo de 2005 (ponente Celsa Pico Lorenzo), respecto de determinadas penalidades, como el secuestro temporal de la concesión, imponibles al gestor de servicios de comportamiento desviado o negligente y obrantes en el pliego de condiciones, se reconoce que: “es evidente, por tanto, que pese a cobijarse bajo la denominación de "régimen sancionador" las penalidades establecidas en la Base decimoséptima del Pliego de Bases del contrato nada tienen que ver con el régimen de imposición de multas sancionadoras por la comisión de infracciones administrativas.

También lo es que el mencionado "Régimen sancionador" constituye ley del contrato al haberse sometido al mismo la contratista con la aceptación del contrato (...). Sentado, por tanto, el marco normativo invocado por la recurrente, examinaremos los motivos del recurso insistiendo en que, por encima del nominalismo del procedimiento utilizado por la administración, sancionador o no, y de la normativa de la LCAP utilizada, lo importante en el ámbito de una medida cautelar de suspensión contractual, única cuestión aquí concernida, es el respeto de una de las garantías básicas de cualquier procedimiento que limite los derechos del concernido como es el de audiencia del interesado ( art. 84 LRJ-PAC ). El hecho de que la administración denominase al procedimiento en que se adoptó la medida cautelar como sancionador puede resultar equivoco en razón a la polisemia del término pero ni altera el cuadro de garantías ni contraviene la tantas veces citada Base decimoséptima”[71].

El bien jurídico que cede ante el secuestro, para terminar, no es el protegido por el derecho a la propiedad privada que reconoce el art. 33 CE, pues los elementos patrimoniales que constituyen la organización que sufre el secuestro no son objeto de expropiación. Por contra, la libertad de empresa del art. 38 CE, que otorga al titular de tales elementos la potestad de organizarlos de la forma que, según este entienda, mejor convenga a sus intereses, sí decae frente a la medida considerada[72]. A fin de cuentas, el art. 128.2 CE incorpora el reconocimiento de la posibilidad de intervenir empresas “cuando así lo exigiere el interés general”, supuesto en el que descansa la legitimidad del secuestro. Cuestión distinta es el grado de afectación del derecho reconocido por el art. 38 CE[73].   

2. El carácter reglado del secuestro y sus causas

Según el RSCL, cuya mayor elocuencia y claridad se reitera, son causas del secuestro del servicio las que siguen:

- La no prestación por parte del concesionario, por imposibilidad o no, y “por circunstancias imputables o no al mismo” (Art. 127.1.3º RSCL)

- La “desobediencia sistemática del concesionario a las disposiciones de la Corporación sobre conservación de las obras e instalaciones o (…) (la) mala fe en la ejecución de las mismas” (Art. 131.2 2º RSCL)

- La incursión del concesionario “en infracción de carácter leve que pusiera en peligro la buena prestación del servicio público, incluida la desobediencia a órdenes de modificación “ (Art. 133 RSCL)

A la vista de las causas relacionadas, especialmente de la primera, cabe afirmar que la procedencia del secuestro no depende del elemento subjetivo subyacente al incumplimiento. Es decir, la inexistencia de culpa del concesionario no empece, como exigencia de la regla de oro de la concesión de servicio público, tendente al mantenimiento del mismo en unas condiciones de continuidad, regularidad y calidad razonables y/o determinadas, a la intervención administrativa del servicio. A esta conclusión llega el TS en, entre otras, la sentencia de 21 de enero de 1983. El sostenimiento de una postura contraria a esta, añado, no encuentra apoyo alguno en nuestro Ordenamiento, pues no existe más que un régimen jurídico del secuestro y este es de aplicación independiente a la causa concreta que haya determinado la intervención de la gestión del servicio público.

En consonancia con el art. 285 TRLCSP, la perturbación en la prestación a cargo del contratista ha de ser grave, pues de otra forma no quedaría justificada la decisión de intervenir la gestión; decisión que, por otra parte, solo debe ser tomada cuando no exista solución menos gravosa en favor de la reconducción de la actividad del concesionario hacia el interés objeto de salvaguardia. Por lo dicho, cabe sentar, hic et nunc, que el secuestro de la concesión no se configura como una potestad o una facultad discrecional de la Administración de turno y que, por tanto, su vigencia se halla condicionada a la avenencia, decretada, en su caso, en vía judicial, con el Ordenamiento Jurídico. Así, en el FJ. 3 de la STS de 22 de febrero de 1997 (ponente Jorge Rodríguez-Zapata Pérez) se expresa que: “(...) A la luz de tales circunstancias debe concluirse que la medida municipal, adoptada en un procedimiento regular, ha sido plenamente adecuada al fin perseguido en la norma y proporcionada a la situación de verdadero trastorno para el interés público y deficiencia en el servicio de la concesión. Las diversas afirmaciones que se formulan en el recurso de apelación no enervan este razonamiento esencial, por lo que deben ser consideradas carentes de relieve para alcanzar el efecto revocatorio de la sentencia apelada que se pretende, sin que sea necesario entrar en un examen individualizado de las mismas”[74]. Pese a todo, entiendo que es francamente aventurado atribuir carácter necesario al ejercicio de la declaración de secuestro cuando se dan cita todos los elementos del tipo. No obstante, la exégesis literal del consabido art. 285 TRLCSP exige un comportamiento activo del concedente, ya en el sentido de resolver el contrato, ya en el de hacerse cargo del servicio, que se concretará en cuanto cristalice el mejor modo de asegurar el interés público.

La determinación de la gravedad de la perturbación proporciona, sin resultar ello un óbice a lo anterior, un amplio margen de acción a la discrecionalidad de la Administración, al menos tan grande como es la vaguedad de la que adolece la propia noción de “gravedad”. No es de extrañar, por tanto, que la oportunidad de una determinación en tal sentido constituya, en muchos casos, el objeto de los litigios, la res de qua agitur, entre el gestor de un servicio secuestrado y la Administración concedente.

La gravedad de la perturbación, y esto es algo que puede considerarse como el trasunto de la vaguedad antedicha, puede afirmarse desde una pluralidad de perspectivas: el carácter esencial e impostergable del servicio, los defectos de calidad en la prestación, o el grado de culpa del concesionario en los supuestos ajenos a la aplicación del art. 127.1.3º RSCL, son solo algunas de ellas.

Respecto de la primera de la perspectivas relacionadas, interesan ciertos pronunciamientos contenidos en la STS de 25 de noviembre de 1992 (ponente Mariano Baena del Alcázar), concretamente algunos de los integrantes del FJ. 2º: “ (…) Pues bien, dictado el decreto o resolución del alcalde por el que cesaban los efectos del contrato en vigor, hay que distinguir en este acto administrativo el contenido del mismo y las consecuencias respecto a los bienes y derechos del particular afectado.

Habida cuenta de que se estaban produciendo graves irregularidades y privaciones del suministro de agua, que debe considerarse como un servicio esencial de competencia y responsabilidad municipal, debe convenirse en que el acto administrativo, de 8 de octubre de 1983, fue ajustado a Derecho en cuanto a su contenido, pues era competencia del alcalde tomar medidas oportunas para el restablecimiento de la prestación”[75].

Sobre la gravedad bajo el modo del déficit de calidad, interesa la STS de 22 de febrero de 1997 (ponente Jorge Rodríguez-Zapata Pérez), ya mencionada, en cuyo FJ. 3, se declara que: “(...) frente a las alegaciones que efectúa el concesionario, entiende la Sala que se han documentado en forma inequívoca deficiencias muy serias en las instalaciones e irregularidades graves en el servicio, que motivaron - entre otras actuaciones - diversos requerimientos de la Dirección Provincial de Salud al Ayuntamiento, denunciando la falta de cloración de aguas destinadas al consumo humano, su falta de potabilidad e, incluso, la presencia de hidrocarburos en la misma. La medida de secuestro hubo de adoptarse ya en ocasiones anteriores desde el año 1982, siendo constantes, desde dicha fecha, las irregularidades en el servicio (...)”.

Un buen ejemplo del recurso a la ponderación del grado de culpa del concesionario como medio para la determinación de la gravedad de la perturbación, se encuentra en la STS de 26 de marzo de 1987 (ponente Juan García Ramos-Iturralde), que resuelve un recurso de apelación presentado por un Ayto. En su FJ. 2 se expresa que: “(…) En el caso que se enjuicia, el resultado de los elementos probatorios aportados a las actuaciones no permite afirmar, tal como señala la sentencia apelada, que la empresa de que se trata incurriese en infracción grave pues no se ha justificado que la conducta arbitraria de aquélla fuese el origen de la conflictividad laboral que determinó la paralización del servicio de transportes en cuestión. Aunque no pueda afirmarse que la entidad interesada sufriera indefensión al adoptarse la medida de secuestro sin darle la posibilidad de defenderse ni de alegar los motivos justificantes, pues recurrió en reposición contra dicha medida y expuesto en el correspondiente escrito cuantas argumentaciones estimó convenientes en defensa de su derecho, la falta de justificación de que incurriese en infracción grave obliga a entender como ajustada a Derecho la sentencia apelada en el particular que ahora se examina”[76].

3. El procedimiento y los efectos del secuestro

En Derecho positivo español son pocas las disposiciones orientadas a la regulación de la intervención de las empresas gestoras de servicios públicos; es más, las carencias son más acusadas cuanto mayor es la jerarquía normativa[77]. Así las cosas, afirmada la necesidad de un procedimiento para decretar la medida que se estudia[78], habrá de acudirse, habida cuenta del servicio en cuestión, fundamentalmente, a una aplicación extensiva del articulado del TRLCSP, al RSCL, y a la jurisprudencia, para conocer sus entresijos[79]. Además, este es un buen momento para aclarar, de acuerdo con el informe jurídico del Departamento de Administración Pública y Justicia del Gobierno vasco de 7 de julio de 2014, que “debe tenerse en cuenta, que tal y como señala el Informe de la Dirección de Patrimonio respecto de la caducidad, tanto la intervención como la resolución se han de regular por la vigente legislación de contratos”; ello independientemente de que la concesión date de una fecha muy anterior y se hubiera formalizado bajo una normativa distinta[80].

El art. 251 TRLCSP, si bien dedicado a la regulación del contrato de concesión de obra pública, puede aplicarse subsidiariamente, por la habilitación en tal sentido del art. 276 TRLCSP, al contrato de concesión de servicios. Según sus previsiones, el sujeto competente para acordar el secuestro de la concesión es el órgano de contratación.

Sobre la determinación de a quién le corresponde la competencia para efectuar, en el régimen local, la declaración de secuestro de una concesión, además de a la Corporación concedente, el TS, en su sentencia de 24 de febrero de 1992, reseñada supra, declara que le corresponde, en ciertos supuestos, al Alcalde, pues también puede actuar como concedente. Ello con base en lo dispuesto por el art. 21.1 d) LBRL, que le atribuye la dirección, inspección e impulso de los servicios municipales. En otra sentencia posterior, de 23 de diciembre de 1994 (ponente Mariano de Oro-Pulido López), FJ. 3, se declara, para llegar a una conclusión similar, que “(...) interesa recordar, de una parte, que el art. 21, apartado 1.º de la Ley 7/1985, de 2 de abril, reguladora de las Bases del Régimen Local, atribuye al Alcalde competencia para contratar obras y servicios siempre que su cuantía no exceda del 5 por 100 de los recursos ordinarios de su presupuesto, ni del 50 por 100 del límite general aplicable a la contratación directa, con arreglo al procedimiento establecido, sin que, en el presente caso, conste que dichos límites han sido traspasados y, de otra parte, que el propio pliego de condiciones económico-administrativas por las que se rige el concurso litigioso atribuye a la Alcaldía -cláusula XV- la competencia para la adopción de medidas derivadas del incumplimiento de cualquiera de las obligaciones por parte del contratista. No existe, pues, inconveniente, desde un punto de vista estrictamente competencial, para que el acuerdo impugnado fuese adoptado por el Alcalde”[81]. A la luz de la redacción de la norma postconstitucional que regula las competencias para acordar la concesión del servicio, asícomo para la declaración del secuestro del servicio, no parece que estos pronunciamientos en favor de la competencia de quien presida el órgano, le sean extensibles.

Una vez acordado el secuestro, y antes de dársele ejecución, este debe, tanto por lo establecido por el art. 251.1 TRLCSP, como ex art. 133.2 RSCL, ser notificado al concesionario, quien también habrá de haber gozado de la oportunidad de ser oído en un momento previo al de la adopción del acuerdo, por la Administración de turno. Resulta evidente que no solo debe ponerse en conocimiento del contratista la decisión tomada, sino también todos los fundamentos de la misma, los cuales suelen suceder a una actuación administrativa de índole inspectora o a la delación por parte de un particular. De este modo, el gestor del servicio podrá, dentro del plazo a tal efecto otorgado en la notificación[82], proceder, en evitación de la eficacia de dicha decisión, a la subsanación de los defectos en la prestación o contradecir a la Administración, exponiendo cuantos hechos se opongan a la decisión del secuestro y probando el error en los fundamentos por esta presentados. Entiendo que a la no notificación, en consideración del carácter no resolutorio del secuestro y de la naturaleza de los intereses protegidos por esta medida, no le debe ser asociada la anulación del acto administrativo, sino tan solo una indemnización por los daños y perjuicios irrogados al concesionario no notificado. No procede una indemnización tal en favor del concesionario por el mero hecho del secuestro pero, como contrapunto, tampoco pierde, este último sujeto, la fianza que haya depositado en garantía de su buen hacer, pues, como sabemos, el secuestro es una medida intrínsecamente temporal.

Como consecuencia del secuestro, la Administración habrá de nombrar, ex arts. 251.2 TRLCSP y 134 RSCL, un interventor que sustituya total o parcialmente[83] a los “elementos directivos” de la empresa gestora cuando esta no hubiera corregido los defectos en el plazo recién referido, ni efectuado las alegaciones que impidieran el secuestro. La actuación del interventor, que “puede ser tanto un empleado público dependiente de la propia Administración titular del servicio, como un directivo de empresas, o gestor externo por ella designado (…) se realiza en nombre y por cuenta del concesionario, por lo que las resultas de la gestión intervenida no son imputables a la Administración titular del servicio. Aunque dirigida por el interventor, la prestación se sigue desarrollando a riesgo y ventura del concesionario, y de ahí que al finalizar el secuestro, (…) debe entregarse al concesionario “el saldo activo que resultare después de satisfechos todos los gustos, incluso los haberes del interventor” (artículo 134.3 del RSCL/1955)[84]” (Blanquer Criado, 2012: 926). Si la Administración tuviera derecho a ser indemnizada por el prestador indirecto del servicio objeto de secuestro, podría realizarse una compensación de deudas entre uno y otro importe.

Cuando el resultado de la explotación durante el secuestro de la empresa concesionaria sea deficitario, solo será imputable al contratista, conforme a las reglas generales de la responsabilidad ex contractu, si la diligencia del interventor resultara conforme a la propia de un gestor ordenado, de calidad media, que se hubiera encontrado en su situación. Como se puede advertir fácilmente, la valoración judicial devendrá fundamental en este ámbito. Si el saldo negativo no fuera de cuenta del concesionario, ello supondría una contradicción de la voluntad del legislador codificada en el art. 134.3 RSCL[85]. En este sentido, Albi (1960).

En la STS de 17 de febrero de 1988 (ponente Ángel Martín del Burgo y Marchán), FJ. 7, se declara, acerca de un secuestro de ámbito local saldado negativamente, que “conviene destacar, por lo sintomático, la reacción observada por la recurrente ante esta reclamación de cantidad (...); reacción que no se ha centrado en este sentido sino, por el contrario, en actitudes dispares en cada momento, cuya versatilidad es reveladora de la falta de base para emprender un ataque frontal, serio y con fundamento, a lo reclamado por el Ayuntamiento en el acuerdo que nos ocupa. En efecto, en el recurso de reposición la empresa se extiende en cuestiones formales y sobre supuestas nulidades dimanantes de ellas, pero rehuyendo el problema de fondo de la liquidación y reclamación de que se trata. En la demanda, con una fundamentación jurídica escueta y elemental, se hace referencia, en un plano genérico y abstracto, al equilibrio financiero en las concesiones, olvidando que en este caso es el Ayuntamiento el que tiene que reclamar el equilibrio por las deudas de la concesionaria[86]

4. El elemento temporal en el secuestro

Uno de los elementos esenciales de la definición del secuestro de la concesión de servicio público es el de la transitoriedad o duración limitada del mismo. Así, en el art. 251.3 TRLCSP se declara que: “el secuestro tendrá carácter temporal y su duración será la que determine el órgano de contratación sin que pueda exceder, incluidas las posibles prórrogas, de tres años. El órgano de contratación acordará de oficio o a petición del concesionario el cese del secuestro cuando resultara acreditada la desaparición de las causas que lo hubieran motivado y el concesionario justificase estar en condiciones de proseguir la normal explotación de la obra pública”. En la regulación de régimen local se establece, por su parte, que el tiempo máximo durante el que puede mantenerse el secuestro es: a) el “que se hubiere establecido en el pliego de condiciones, o b) en su defecto, (el) que determinare la Corporación interesada, sin que pueda exceder de dos años ni de la tercera parte del plazo que restare para el término de la concesión” (art. 135.1 RSCL)

Tanto en el final del fragmento del art. 251.3 que se ha reproducido, como en el punto segundo del art. 135 RSCL, queda patente la vocación de continuidad de la gestión indirecta de la prestación que subyace al secuestro, pues, como se dispone, la gestión del servicio debe volver al concesionario tan pronto como, reuniéndose las condiciones necesarias para su adecuado desenvolvimiento[87], sea solicitado por el contratista o acordado por la Administración. Cuando esta última no se allane, debiendo hacerlo, a la solicitud de extinción del secuestro del contratista, procederá la indemnización por los daños y perjuicios irrogados al concesionario y, adicionalmente, por el lucro cesante. Se trata, en definitiva, de lograr el restablecimiento del equilibrio en la posición de las partes del contrato administrativo según los términos en los que este se haya sustanciado.

A este último respecto, en el FJ. 4 de la STS de 25 de noviembre de 1992 (ponente Mariano Baena del Alcázar), se declara que “(…) los arts. 133 y siguientes del Reglamento de Servicios son determinantes en el sentido de que el secuestro tiene carácter temporal, por lo que no puede mantenerse indefinidamente. Es eso precisamente lo que ha sucedido en el caso de autos y lo que no puede entenderse conforme al ordenamiento sin que se ofrezca compensación ninguna a quien se vio privado de la propiedad de las instalaciones o de los derechos que tenía a utilizarlas con el consiguiente beneficio en cuanto empresa suministradora de agua.

Pero además de ello, que ofrece la base necesaria para no tener que recurrir a la figura de la expropiación indirecta, es de tener en cuenta que el mantenimiento indefinido de la privación supone que se continúa infringiendo el ordenamiento jurídico, es decir, que no estamos ante una privación de propiedad que sucede de una vez por todas, sino ante una conducta continuada que no es conforme a Derecho con el correspondiente quebrantamiento de lo dispuesto en el Reglamento de Servicios”[88].

Finalmente cabe hacer referencia a la concreta previsión del art. 251.3 in fine, según la cual: “transcurrido el plazo fijado para el secuestro sin que el concesionario haya garantizado la asunción completa de sus obligaciones, el órgano de contratación resolverá el contrato de concesión”. Estamos ante uno de tantos casos en los que el legislador exterioriza su voluntad de manera imprecisa, pues, en el supuesto que nos ocupa, más que el aseguramiento de la asunción de sus obligaciones, que se efectúa mediante la constitución de una fianza al inicio de la relación con la Administración, lo que es exigible al que quiera recuperar la dirección de la actividad prestacional, es el efectivo cumplimiento de sus obligaciones concesionales. La consecuencia principal cuando esto no acaece, sí queda adecuadamente recogida por el precepto que se acaba de reseñar.

La caducidad de la concesión

1.Concepto y naturaleza jurídica

En uno de los considerandos de su famosa e inveterada sentencia de 11 de marzo de 1978, ponente Ángel Martín del Burgo y Marchán, el TS declaró, en relación con las facultades de la Administración respecto de los contratos de Derecho Público en que esta sea parte, que “el Ente Público goza de la prerrogativa de declararla (la resolución) por sí mismo, sin perjuicio de reservar la última palabra a los Tribunales, en revisión a posteriori de la declaración unilateral hecha por la Administración”. En la misma línea, el art. 223 f) TRLCSP concibe el incumplimiento de las obligaciones esenciales del contratista como una de las causas de resolución del contrato y el art. 269 j) TRLCSP, aplicable a la gestión de servicios públicos por la habilitación del art. 276 TRLCSP, establece, como causas de resolución del contrato de concesión, “el abandono, la renuncia unilateral, (y) (…) el incumplimiento por el concesionario de sus obligaciones contractuales esenciales”. Estamos, en definitiva, ante la medida más gravosa de cuantas se pueden adoptar contra la parte activa del contrato de concesión administrativa, reverso de las más acusadas perturbaciones de cuantas pueden afectar a la gestión de un servicio público[89]: la caducidad de la concesión[90].

Antes de seguir, conviene hacer constar la ausencia de univocidad del concepto de caducidad, el cual, cuando se refiere a las concesiones administrativas, puede adoptar cualquiera de las acepciones que siguen:

a. Caducidad como extinción del contrato por consumirse el tiempo de su vigencia: la concesión se otorga, como vimos, por un tiempo determinado y, una vez concluye este, termina la relación establecida contractualmente (de este modo, Villar Palasí, 1952).

b. Caducidad como extinción del contrato por resultar deficitaria la explotación del servicio público para el concesionario, por causas ajenas a su actuación (así, Domínguez-Berrueta, 1981).

c. Caducidad, y esta es la acepción que nos importa, como “rescisión del contrato de concesión por cuenta y riesgo del concesionario, en razón de la falta cometida por este último”  (Lafuente Benaches, 1988: 93)[91]. Dicha falta, añado, no deriva de un incumplimiento cualquiera de las obligaciones concesionales[92], sino de uno que afecte a las de carácter básico o fundamental y pueda suponer el cese de la actividad prestacional o un empeoramiento de las condiciones de continuidad, regularidad o calidad en que, ex lege y ex contractu, deba desarrollarse[93].

Las causas de la caducidad de los servicios públicos, esto es, el incumplimiento de las obligaciones esenciales del concesionario, son, en términos generales, “la inejecución de las obras previas al servicio, el abandono[94] o la mala prestación del mismo y la falta de pago del cánon concesional” (Rodríguez Arana, 1994: 350). Cabe referir asímismo, que solo puede derivarse caducidad de un incumplimiento imputable al concesionario, ya por culpa, ya por negligencia[95]. De este modo, siguiendo al autor recién referido, no deben ser causa de caducidad los “incumplimientos, aunque graves, motivados por causas ajenas a la voluntad del concesionario (ni los) (…) incumplimientos accidentales, que son las que no afectan radicalmente al objeto mismo de la concesión” (Rodríguez Arana, 1994: 350)

La naturaleza jurídica de la caducidad de las concesiones es objeto de debate entre la doctrina. De un lado, algunos autores defienden que la caducidad es una revocación del contrato sin naturaleza sancionadora, pues su objeto no es otro que el de restablecer un servicio en la forma adecuada al interés público subyacente (en este sentido, Lafuente Benaches, 1988 o Rebollo Puig, 2001). De otro, no falta quien afirma la existencia de un elemento represivo tras esta figura. En esta línea, se ha aducido que “la caducidad, ante todo, supone una potestad pública, que se dirige a velar por el cumplimiento de la concesión y, si se producen incumplimientos graves de obligaciones esenciales imputables al concesionario, a iniciar el correspondiente procedimiento administrativo de caducidad. Por tanto, es innegable que supone una reacción del Ordenamiento frente a la conducta culpable del concesionario” (Rodríguez Arana, 1994: 351).

El TS también ha tenido ocasión de pronunciarse sobre el extremo que se analiza. Así, en su sentencia de 13 de junio de 1989, FJ. 2, declara que “el Tribunal, dado que no considera que la caducidad constituya una sanción administrativa, sostiene que los principios del Derecho Administrativo sancionador no resultan aplicables”. Siguiendo un razonamiento semejante, en la STS de 15 de enero de 1999, el órgano judicial entiende que no se vulnera el principio del non bis in idem cuando, además de la caducidad del contrato de concesión de servicio público, se impone al concesionario una multa por causa de la falta cometida. En conclusión, no se incumple esa concreta garantía de las sanciones administrativas porque no coexisten dos de ellas.

En consonancia con la interpretación jurisprudencial, realizada, al fin y al cabo, por quien ostenta el encargo constitucional de la exégesis normativa, entiendo inadecuado predicar la naturaleza sancionadora de la caducidad de la concesión de un servicio público; pues, si bien conlleva dejar sin efecto una relación ciertamente provechosa, en la mayoría de las ocasiones, para el concesionario, por causa de un comportamiento desviado de este último, considerar esto una sanción supondría una ampliación más que discutible del contenido conceptual propio de esta realidad jurídica.

2. ¿Carácter reglado o discrecional?

Precisados el concepto y la naturaleza jurídica de la caducidad de la concesión de servicio público, se procede a analizar si la Administración se reserva la decisión de declarar extinguido el contrato, esto es, si se encuentra ante un acto debido o uno facultativo.

En orden a alcanzar una respuesta, parece inexcusable empezar por atender a las normas que se ocupan de la caducidad. Por un lado, el tenor literal del art. 223 TRLCSP, dedicado a establecer las causas que conducen a la extinción del contrato administrativo, no arroja luz sobre el extremo que se examina; y, por otro, de la redacción del art. 136.1 RSCL (“Procederá la declaración de caducidad de la concesión en los supuestos previstos en el pliego de condiciones y, en todo caso, en los siguientes (...)”), se desprende un argumento de peso en favor de quienes defienden la inexistencia de facultad de optar alguna de la Administración en este ámbito.

A la interpretación opuesta a esta última, se le pueden enfrentar algunos problemas. Primero, en los casos en que la concesión siga surtiendo efectos y en que, además, los incumplimientos que puedan fundamentar la declaración de caducidad no afecten a la regularidad y/o calidad de la prestación, ni vicien, jurídicamente, la relación, la Administración puede llegar a la conclusión de que la continuidad del contrato es la mejor respuesta en orden a la preservación del interés general: “¿Cómo se articula jurídicamente esta opción? (…) la mayoría de las veces la Administración simplemente no actuará, dando por prorrogada la concesión. Sin embargo, otros van aún más lejos y declaran que en estos supuestos procede “la rehabilitación de la concesión caducada”[96]. No se trata de una nueva concesión sino una convalidación o continuación de la concesión inicialmente otorgada” (Sarasola Gorriti, 2003: 413).

Segundo, puede dar lugar a prácticas fraudulentas. Piénsese en una concesión de abastecimiento de agua en que “el concesionario no inicie la explotación del servicio en el tiempo previsto en el contrato y que la Corporación que tiene la obligación de iniciar un procedimiento de declaración de caducidad por incumplimiento de las condiciones concesionales, no inicie tal expediente” (Sarasola Gorriti, 2003: 413). Se trata del supuesto típico de lo que se ha dado en denominar “concesiones en cartera”, es decir, el mantenimiento por un tercero de la concesión de un servicio que no se está prestando en el presente por causas especulativas, por ejemplo, por entenderse que resultará más rentable hacerlo en el futuro[97].

Llegados a este punto parecería inexcusable la caracterización como acto debido de la Administración de la declaración de caducidad. No obstante, deviene necesario establecer alguna precisión, dando cabida a la consideración del interés público antes de emitir, dicho sujeto, un pronunciamiento.

Una vez detectado el incumplimiento culpable o negligente de alguna obligación concesional esencial, el concedente podrá principiar el procedimiento de declaración de caducidad o buscar otra solución[98]. Entre las soluciones distintas a la extinción del contrato, se encuentra la interrupción forzada de sus efectos, subrogándose la propia Administración en el papel del concesionario, que opera cuando así lo exija el interés general. No obstante, y esto es evidente, en los supuestos más graves, como el abandono más que fugaz e injustificado del servicio, la declaración de caducidad resulta insalvable. Es desde este aspecto, la consideración del interés general, “desde donde debe entenderse esta facultad de la Administración para modular su conducta respecto del cumplimiento o incumplimiento del concesionario: si declarando la caducidad, la extinción por incumplimiento con todos sus efectos, o, teniendo en cuenta todos los datos al respecto, limitarse momentáneamente a intervenir la concesión hasta tanto se subsanen las causas que originen grave perturbación del servicio. Actuación que obliga a la Administración, como poder detentador de dichas posibilidades, a un riguroso y ponderado juicio” (Domínguez-Berrueta, 1981: 434).

En definitiva, habida cuenta de que la mejor satisfacción del interés general es la referencia que toma la Administración a la hora de asociar consecuencias jurídicas al incumplimiento del concesionario, la Ley, sin ser cierto que otorgue potestad alguna a la hora de optar sobre la extinción o el mantenimiento de la relación nacida del contrato de concesión a dicho sujeto, “deja abierto un cierto margen de libre apreciación subjetiva”; margen que “no es infinito, pues no serían válidas las decisiones administrativas caprichosas o arbitrarias, y carentes de un fundamento objetivo, racional y razonable que las justifique. Por otro lado, la decisión burocrática debe estar informada por el principio de proporcionalidad; hay que dosificar la respuesta administrativa a los incumplimientos del concesionario, y desde esta perspectiva, la extinción del contrato debe ir precedida por la imposición de multas coercitivas, y solo dar paso a la caducidad, cuando las multas sean infructuosas para enderezar de forma real y efectiva la mala gestión del concesionario” (Blanquer Criado, 2012: 1369 y 1370).

3. El elemento subjetivo tras la declaración de caducidad

Dentro de ese “cierto margen de libre apreciación subjetiva” al que se acaba de hacer referencia, cae, como materia fundamental, la valoración del elemento subjetivo implícito al comportamiento del concesionario. Si mediara causa justificativa del comportamiento del concesionario, o liberadora de su responsabilidad, y asumiendo, como hace el TS en su sentencia de 23 de enero de 1998 (ponente Rafael Fernández Montalvo), FJ. 3, que “(...) puede hablarse de una decidida línea jurisprudencial que rechaza en el ámbito sancionador de la Administración la responsabilidad objetiva, exigiéndose la concurrencia de dolo o culpa, en línea con la interpretación de la STC 76/1990, de 26 de abril, al señalar que el principio de culpabilidad puede inferirse de los principios de legalidad y prohibición del exceso (artículo 25 CE) o de las exigencias inherentes al Estado de Derecho” y que “por consiguiente, tampoco en el ilícito administrativo puede prescindirse del elemento subjetivo de la culpabilidad para sustituirlo por un sistema de responsabilidad objetiva o sin culpa”[99], no habrá lugar a la declaración de caducidad.

Una de las principales causas de inimputabilidad del comportamiento capaz de conducir a la caducidad del contrato administrativo al concesionario, es la presencia de fuerza mayor. Esto es así porque, en tales supuestos, se ve superado el elevado grado de diligencia que le es exigible. Es decir, cabe la coexistencia de la observancia del mismo con el incumplimiento de alguna de las obligaciones esenciales derivadas del contrato de concesión.

Entre las características que definen a un hecho que pueda ser acogido por esta causa de exoneración de la responsabilidad del contratista destacan: a) su imprevisibilidad, lo cual debe ponerse en relación no ya con las posibilidades de un sujeto medio, sino con las de uno a la que le sea exigible una diligencia de la calidad de la del concesionario; b) su gravedad: debe ser tan extrema como requiera la imposibilidad de prestar el servicio; c) su permanencia: el hecho, y sus efectos, no deben ser de posible anulación por la acción del gestor del servicio público y, por último; d) su total independencia en relación a la actuación de este último sujeto y/o ajenidad respecto del mismo[100]. En este sentido, Villar Palasí (1952).

Según el art. 231.2 TRLCSP: “los incendios causados por la electricidad atmosférica, (...) los fenómenos naturales de efectos catastróficos, como maremotos, terremotos, erupciones volcánicas, movimientos del terreno, temporales marítimos, inundaciones u otros semejantes y (...) los destrozos ocasionados violentamente en tiempo de guerra, robos tumultuosos o alteraciones graves del orden público” tienen la consideración de casos de fuerza mayor. Este precepto, si bien no contiene más que algunos de los hechos de los que se puede predicar su carácter de fuerza mayor, recoger la totalidad de los mismos parece un albur de difícil materialización, sirve para corroborar, por comparación, cuantos elementos integran la última relación referida. 

Por otra parte, conviene establecer, con García de Enterría, las siguientes precisiones[101], algunas de las cuales afectan directamente a la concepción de la fuerza mayor como una excepción al principio de ejecución de la concesión bajo el riesgo y ventura del contratista. Helas aquí:

“1.° La doctrina de la fuerza mayor como imposibilidad de la prestación comprende no sólo los acontecimientos que ocasionen destrucciones, sino también los que no las causan, pero siempre -en uno y en otro caso- que determinen precisamente una situación de incumplimiento (...)

2º (...) Cabe que un suceso de fuerza mayor, calificado así para aplicar la teoría de los riesgos, no lo sea tal dentro de la doctrina del incumplimiento, lo que de hecho suele ocurrir, ya que la actualización de un siniestro que ocasione pérdidas en las obras no impide sino excepcionalmente la conclusión de estas, limitándose a hacerlas simplemente más onerosas: así, (...), se integra la teoría de los riesgos en este contrato en la de la onerosidad de la prestación (...).

3º (...) (cabe) que una causa de fuerza mayor estimada tal por lo que hace a una situación de incumplimiento (y lo será en cuanto imposibilite la prestación) no tenga en absoluto tal carácter en la doctrina de los riesgos por no ocasionar destrucción ninguna (...)

(…) 4º Aun en el supuesto de que un mismo hecho sea calificado de fuerza mayor a efectos de las dos sistemáticas (...) las calificaciones respectivas referirán contenidos en esencia diversos: en la teoría de los riesgos, el concepto determina cuál de las partes ha de soportar los daños materiales causados; en la doctrina del incumplimiento es un término contrapuesto al del incumplimiento culpable del contratista, y en tal sentido, determina la responsabilidad o exoneración de este respecto de la situación material creada por la no consumación de la prestación ofrecida” (García de Enterría, 1950: 101 y 102).

4. Análisis de las causas de declaración de caducidad

El art. 285 TRLCSP, que versa sobre las causas que justifican la intervención del servicio pero también, si se conjuga con el art. 136 RSCL (Vid. Infra), con las propias de la caducidad, incardina la “perturbación grave y no reparable por otros medios en el servicio público” derivada del incumplimiento por parte del contratista, entre aquellas. Esta poco elocuente previsión, que no dice nada acerca de las características del incumplimiento, sino únicamente del resultado del mismo, ha venido siendo criticada, en una u otra versión normativa, por la doctrina y, junto con esta, ha sido objeto de mayor precisión por la jurisprudencia[102]. Poco mejor puede ser la valoración del, ya reproducido, art. 269 j) TRLCSP, que proporciona un somero esbozo de las causas que se estudian.

El art. 136 RSCL, por su parte, establece, como supuestos que justifican la declaración de caducidad, los siguientes:

a) “Los previstos en el pliego de condiciones”

b) La reiteración en las infracciones que hubieran determinado el secuestro de la concesión en su momento “o en otras similares”

c) La incursión del concesionario en una “infracción gravísima de sus obligaciones esenciales”

Entiéndase que las dos últimas causas relacionadas son elementos de Derecho imperativo, con lo cual, no pueden ser contradichas por las explícitas previsiones del pliego de condiciones. Asimismo, de no obrar causa adicional alguna en este, el juego conjunto de los arts. recién reproducidos y de otros que, en textos distintos, sirvan a la precisión de las obligaciones esenciales, regirá en exclusiva la materia que nos ocupa. El hecho de que los Tribunales hayan declarado la caducidad por causas atípicas, esto es, que no hayan sido objeto de recepción formal en norma alguna, obedece a que, como se dijo, aquella no tiene la consideración de sanción administrativa; de este modo, “al tratarse de una medida de naturaleza contractual no se halla sujeta a las exigencias derivadas del principio de reserva de ley” (Sarasola Gorriti, 2003: 422)[103].

Las críticas respecto del nulo esfuerzo descriptivo del legislador sobre el incumplimiento perturbador pueden mantenerse bajo el último art. reseñado. No extraña, por tanto, que no hayan faltado propuestas en orden a cubrir estas carencias. De entre todas, se expone la de Domínguez-Berrueta, para quien constituyen incumplimiento grave los siguientes comportamientos:

1. La ruptura de la regularidad y la continuidad en la prestación del servicio, salvo mediación de una causa de fuerza mayor[104]. En caso de resultar deficitaria la explotación, si bien bajo figura distinta de la concesión, la intervención administradora devendría crucial, pero el servicio no debería sufrir menoscabo. La lógica de la coordinación de intereses, el general y el del contratista, reposa sobre este razonamiento.

2. La cesión, sin el consentimiento de la Administración, del contrato de concesión a otro sujeto o la transacción, en los mismos términos, sobre los bienes afectados al servicio público, es decir, el tráfico de ciertos derechos reales sobre estos.

3. La desatención o ignorancia de las directrices emanadas de la Administración contratante respecto de las obligaciones básicas de la concesión que resulten en una perturbación grave e irreparable por medio que no sea el de la declaración de caducidad. En este mismo punto, entiendo integrable el quebrantamiento del deber de diligencia y cuidado en la prestación exigible al concesionario, que no necesita de orden vertical alguna para cobrar vigencia.

4. La desatención de las obligaciones del concesionario para con los usuarios del servicio, v. gr., coartando el acceso de alguno al mismo por meras razones discriminatorias (Domínguez-Berrueta, 1981).

A pesar de que la relación precedente es bastante completa, cabe afirmar que la diversidad de servicios públicos, cada uno con sus propias causas de caducidad, y la complejidad inherente a cualquier relación jurídica, determina la práctica inabarcabilidad del conjunto de causas de caducidad por un catálogo. La jurisprudencia ha ido reconociendo, una a una, otras causas no incluidas entre las recién constatadas:

- “La falta de pago del cánon estipulado (STS de 20 de julio de 1988)

- El incremento unilateral de las tarifas por parte del concesionario (STS de 6 de febrero de 1988)

- El traspaso de la concesión sin autorización del municipio concedente (STS de 30 de enero de 1992)

- El incumplimiento de las condiciones de prestación del servicio, así condiciones laborales, sanitarias, etc. (sentencia de 17 de junio de 1992)” (Sarasola Gorriti, 2003: 426)

5. El procedimiento de declaración de caducidad

No cabe, con base en las garantías más básicas de nuestro Ordenamiento, la declaración automática de la caducidad en cuanto concurran los elementos típicos que dan lugar a la misma, sino que, para la producción de un acto administrativo que concluya de forma similar, es necesario desarrollar un procedimiento útil a la hora de determinar la existencia de causa suficiente en tal sentido[105]. De hecho, la inobservancia de alguno de los trámites que integran el procedimiento, podría suponer, ex art. 62.1 e) de la Ley 30/1992, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, LRJ-PAC, la nulidad del acto administrativo.

El procedimiento de declaración de caducidad tiene naturaleza constitutiva[106]. Es decir, la caducidad de la concesión sucede, necesariamente, al acto de declaración. Afirmada la presencia de alguna de las causas de caducidad, esta devendrá eficaz, lo que no quiere decir que el fin perseguido por la declaración de caducidad sea la pérdida de vigencia del contrato de concesión, la cual acontece justo al constatarse la adecuación a Derecho de la extinción de la relación entre la Administración y el concesionario[107].

Buen aval de la postura recién adoptada, se encuentra en la STS de 30 de enero de 2001 (ponente Segundo Menéndez Pérez), FJ. 4: “Es también criterio reiterado, dominante y constitutivo por ello de la jurisprudencia sobre tal particular, el que afirma que la situación jurídica de la caducidad de las concesiones no surge de la sola circunstancia del incumplimiento de cualquiera de sus condiciones esenciales o de los plazos en ellas previstos, sino que exige, además, la declaración de tal incumplimiento y, por ende, de aquella caducidad, en expediente tramitado con observancia de las formalidades exigidas a tal fin; además de las dos sentencias que acaban de citarse (2 de mayo y 19 de diciembre de 1997), ha de destacarse en este sentido la de 14 de julio de 1981, en la que este Tribunal Supremo afirmó que la caducidad constituye un efecto ex lege, aunque sometido, en principio, para su plena efectividad, al presupuesto (conditio iuris) de la declaración expresa de la Administración”[108]. Por todo ello, en la práctica, no cabe predicar de la declaración de caducidad, cuyos trámites, ordenados cronológicamente, son objeto de consideración a continuación, más que la eficacia a futuro[109].

5.1 Los trámites para la imposición de la caducidad

5.1.1 El trámite de apercibimiento previo

Antes de principiar el procedimiento de declaración de caducidad propiamente dicho, la Administración debe advertir al concesionario de la detección de un comportamiento adscribible a alguna de las causas que motivan una declaración en tal sentido e, igualmente, de los efectos que podrán ser asociados a dicho comportamiento[110]. Asímismo deberá instársele, so pena de apertura del procedimiento, a cumplir convenientemente con las obligaciones concesionales, llevando a cabo, a tal fin, cuantas medidas, razonables en todo caso, proponga la Administración, o, en su defecto, a probar que no se halla incurso en causa de declaración de caducidad, al, v. gr., no acontecer perturbación grave y a él imputable en la prestación[111].

Cabe aclarar, en este punto, que, si bien se reputó conveniente, por cuestiones sistemáticas, la ubicación de este trámite en el epígrafe que ahora se desarrolla, el apercibimiento previo se halla en un estadio anterior al del inicio del procedimiento de declaración de caducidad, configurándose como un elemento del tipo de esta figura. Corroborando todo lo que hasta aquí se expresó respecto de la advertencia administrativa, el TS ha declarado, en el antecedente de hecho cuarto de su sentencia de 6 de febrero de 1988 (ponente Antonio Bruguera Manté), que son exigidos, como requisitos de la caducidad de la concesión, “(…) el incumplimiento del contrato concesional, la advertencia al concesionario por parte de la Administración y la persistencia de aquel en la conducta infractora, configurando estos dos últimos no como actos de trámite del procedimiento de declaración de caducidad, carácter que les asigna el art. 136.2 del Reglamento de Servicios, sino como auténticos elementos del tipo de la causa de resolución del contrato concesional”.

Obviado el trámite de apercibimiento, si ello condujera a indefensión material, la posterior declaración de caducidad, en caso de existir, podría ser objeto de anulación, y, en consecuencia, las actuaciones habrían de retrotraerse al momento inmediatamente anterior al de la producción del defecto referido[112]. No obstante, no faltan los supuestos en que, abierto el procedimiento sin advertencia previa, el defecto imputable a la Administración se subsana ex post[113]. Así, en su sentencia de 11 de julio de 2003 (ponente Eduardo Espín Templado), FJ. 2, en unificación de doctrina, el TS expresó que “(...) la Sala afirma, apoyándose en la jurisprudencia de este Tribunal, que la omisión del esencial trámite de audiencia al interesado antes de la orden de derribo ha de considerarse subsanada "cuando a través de un recurso jerárquico y, en último término, contencioso administrativo, ha quedado a salvo la debida defensa de la parte interesada, que es lo ocurrido cuando en el recurso de alzada se ha combatido ampliamente el acto y sus fundamentos, por lo cual y por economía procesal, la omisión del trámite de audiencia no merece otra calificación que la de mera irregularidad(...)"; que “(...) la falta de audiencia en un procedimiento no sancionador no es, por sí propia, causa de nulidad de pleno derecho, sino que sólo puede conducir a la anulación del acto en aquellos casos en los que tal omisión haya producido la indefensión material y efectiva del afectado por la actuación administrativa”; y que “para que exista indefensión determinante de la anulabilidad del acto es preciso que el afectado se haya visto imposibilitado de aducir en apoyo de sus intereses cuantas razones de hecho y de derecho pueda considerar pertinentes para ello”. En definitiva, si como consecuencia de la desatención del trámite que se estudia, no se pone al concesionario en una situación más desfavorable que aquella en la que estaría en el caso de haber podido alegar, y probar, en cualquier momento, cuanto estimara adecuado en favor del mantenimiento del vínculo contractual, no procederá la anulación del acto administrativo que antecede a la caducidad de la concesión.

5.1.2 El trámite de declaración

El órgano competente para declarar la caducidad es, por lo general, el mismo que en su día contratara la concesión. Algo que se desprende del art. 270.1 TRLCSP y, respecto de los servicios municipales, de su regulación específica y de, entre otras, la STS de 24 de junio de 2004 (ponente Rodolfo Soto Vázquez), FJ. 3, al expresar que “no puede ser más obvio que no puede irrogarse el Alcalde la facultad de declarar caducada una concesión que ha sido otorgada por el Pleno municipal en el uso de su exclusiva potestad, a no ser que claramente le viniese atribuida esa facultad por ministerio de la Ley. Y eso quiere decir que su incompetencia para hacerlo así es manifiesta, clara e indubitada”. Se trata este de un planteamiento coherente con el art. 116.2 RSCL, que además de atribuir, de manera necesaria, las competencias de fiscalización, y modificación, del servicio al órgano concedente, declara nulas las cláusulas por las cuales este renuncie a la declaración de caducidad cuando proceda[114]. Para concluir, o no, la caducidad, la Administración comenzará abriendo un expediente en el que se constatarán y valorarán las circunstancias en que se desenvuelva el caso, y donde acabarán por reunirse cuantos elementos de motivación de la decisión resulten de los hechos acaecidos, para, luego, enfrentar esa base fáctica al Ordenamiento jurídico.

Mientras se mantenga abierto el procedimiento de declaración, esto es, mientras no se cierre el expediente en tal sentido[115], no quedan excusadas, tal y como el interés general exige, las obligaciones del concesionario. Es decir, el servicio objeto de concesión debe seguir siendo prestado en las condiciones acordadas. “Más aún, el cumplimiento del concesionario de tales obligaciones con anterioridad a la declaración de caducidad (y, por tanto, de la extinción), puede paralizar el procedimiento y provocar su archivo. Con ello, el procedimiento de caducidad quedaría sin objeto” (Sarasola Gorriti, 2003: 432-433)[116].

Finalmente, mediante un acto administrativo, se decretará, o no, la caducidad de la concesión y se explicitarán los efectos derivados de tal decisión, o la no derivación de efectos.

5.1.3 El procedimiento posterior a la declaración de caducidad

El art. 288 TRLCSP remite, a la hora de regular las consecuencias de la declaración de caducidad, a “las disposiciones específicas del servicio (que) puedan afectar a estos contratos”. Ahora bien, analizados los textos que contienen dichas ordenaciones específicas, resulta que estas tienden a remitir, a su vez, a la normativa general en materia de contratación administrativa. Así las cosas, no resulta posible zanjar la cuestión que nos ocupa tomando como fundamento una conjunción de ambos elementos.

En un contexto como el descrito, la base normativa en la que apoyar el discurso la proporcionan los arts. 271 y ss. TRLCSP y otras normas de naturaleza infralegal[117]. Se trata del RSCL, en cuyo art. 137 se reconocen, como efectos de la caducidad: el cese en la gestión del concesionario; la incautación de los elementos de la empresa; y la convocatoria de una licitación para adjudicar la concesión extinguida.

El cese en la gestión del concesionario equivale a la pérdida de vigencia del contrato, que dejará de surtir efectos, y al desligue entre los sujetos involucrados y las obligaciones y derechos que se generaron. En caso de haberse otorgado, el concesionario perderá la garantía constituida en favor del cumplimiento de las obligaciones que, como tal, le correspondieran (vid. infra).

La incautación de los elementos de la empresa no es sino la encarnación de las herramientas de que dispone la Administración en orden a la consecución de su cometido fundamental: la satisfacción de una necesidad colectiva perentoria y/o la protección del interés público. La característica determinante de los objetos incautables es su afectación (y aportación) al servicio y no la titularidad de los mismos, que pueden ser tanto de propiedad pública como privada. Cosa distinta es que el concesionario haya de verse desposeído de estos objetos sin que medie compensación. Según los emanados de justicia más básicos, no habrá de resarcirse al contratista por el lucro cesante, pues este es consecuencia de un comportamiento desviado de aquel e imputable al mismo, sino que la compensación debe ir referida, exclusivamente, a aquella parte de las inversiones incautadas que aún no hayan sido amortizadas[118]. Según el art. 271.1 TRLCSP, “en los casos en que la resolución se produzca por causas no imputables a la Administración, el importe a abonar a éste (el concesionario) por razón de la expropiación de terrenos, ejecución de obras y adquisición de bienes que deban revertir a la Administración será el que resulte de la valoración de la concesión, determinado conforme a lo dispuesto en el artículo 271 bis[119]”.

Tras la incautación de los bienes afectados al servicio, se procederá, en coherencia con las aspiraciones de continuidad en la prestación del servicio público, a la convocatoria de una nueva licitación del servicio, lo que no equivale, ex arts. 271 bis. 2 y 137.2 RSCL, a la búsqueda de un sujeto con quien contratar nuevamente. En puridad, se produce una subrogación, un cambio en una de las partes del contrato[120], y ninguna modificación de fondo[121]. Esta licitación está estrechamente vinculada con la determinación del valor económico residual de la concesión.

5.1.3.1 Sobre la nueva adjudicación de la concesión de servicio público en el TRLCSP

El TRLCSP, en su reciente art. 271 bis. 2, que se impone, al igual que el resto del art. y el art. 271 ter, en todo lo que los contradigan, a cualquier otra norma anterior de igual o menor rango, y que serán sin duda los que rijan prioritariamente, de aquí en adelante, la realidad a la que se refieren, declara que “el valor de la concesión, en el supuesto de que la resolución obedezca a causas no imputables a la Administración, será el que resulte de la adjudicación de las licitaciones a las que se refiere el apartado anterior (el art. 271 bis. 1)” (vid. infra).

Cuando la resolución de la concesión traiga causa de un comportamiento no achacable a la Administración, la primera de estas licitaciones deberá ser llevada a cabo por el órgano concedente[122]. “Se realizará mediante subasta al alza siendo el único criterio de adjudicación el precio”, su tipo será el que resulte de la aplicación del art. 271 ter TRLCSP[123] y “podrá participar en la licitación todo empresario que haya obtenido la oportuna autorización administrativa en los términos previstos en el apartado 2 del artículo 263[124]”. Si esta licitación quedara desierta, habrá de convocarse, en el plazo máximo de un mes, una nueva cuyo tipo sea el 50% de la primera (todo ello, ex art. 271 bis. 1 TRLCSP).

El sujeto que resulte adjudicatario de la licitación deberá hacer efectivo el importe de la misma en un plazo máximo de dos meses, siendo el de la adjudicación el dies a quo. Si esto no acontece, quedará sin efecto la adjudicación y se asignará al licitador que corresponda según el orden de prelación. En caso de no existir licitador subsidiario se declarará desierta la licitación (art. 271 bis. 1 TRLCSP).

Puede ocurrir que la segunda licitación también quede desierta. Entonces, como establece el art. 271 bis. 2 TRLCSP, el valor de la concesión quedará fijado en el tipo de esta licitación. Ello “sin perjuicio de la posibilidad de presentar por el concesionario originario o acreedores titulares al menos de un 5 % del pasivo exigible de la concesionaria, en el plazo máximo de tres meses a contar desde que quedó desierta, un nuevo comprador que abone al menos el citado tipo de licitación, en cuyo caso el valor de la concesión será el importe abonado por el nuevo comprador” (art. 271 bis. 2 TRLCSP).

5.1.3.2 Sobre la nueva adjudicación de la concesión de servicio público en el RSCL

Siguiendo lo preceptuado por el RSCL, el expediente de justiprecio[125] de la concesión, que debe ser incoado en el plazo máximo de un mes desde la ejecución de la caducidad, ha de respetar el clausulado original del contrato de concesión y contar con la participación del titular caducado. Este expediente “se decidirá en defecto de acuerdo por el Jurado Provincial de expropiación y conforme al procedimiento de la Ley de expropiación forzosa[126]” (art. 137.2 RSCL).

Tras el acuerdo o la aprobación del Jurado Provincial será convocada, en el plazo de un mes, por el órgano concedente, una nueva licitación basada en el mismo pliego de condiciones que existía. El importe acordado, que es, a la sazón, la base de la licitación, habrá de ser satisfecho al gestor caducado (art. 137.3 RSCL).

Para el caso de que esta licitación quede desierta, el RSCL dispone, en su art. 137.4 que “se convocará la segunda con baja del 25 por 100 del precio de tasación” y, si para entonces vuelve a ocurrir lo mismo, “que  los bienes e instalaciones de la concesión pasarán definitivamente a la Corporación sin pago de indemnización alguna”[127]. En conclusión, el gestor privado de la concesión por incumplimiento grave, obtendrá algún importe por la incautación de los bienes concesionales que haya tenido lugar siempre que alguna de las dos licitaciones no quede desierta[128].

Por otra parte, cuando la Administración concedente considere inoportuna, tras la declaración de caducidad, la continuidad de la gestión indirecta del servicio público, deberá abonar al antiguo concesionario “la indemnización que le correspondería en caso de rescate[129]” (art. 137.5 RSCL).

6. Otras consecuencias de la declaración de caducidad

Siguiendo en este punto el articulado del TRLCSP, son consecuencias jurídicas secundarias de la extinción de la concesión por caducidad las que siguen:

1. La pérdida de la fianza definitiva:

Los arts. 100 c) y 102.1 TRLCSP avalan esta consecuencia al asociar, de una forma u otra, la incautación definitiva de la garantía constituida en aseguramiento del cumplimiento de las obligaciones del concesionario a la resolución contractual derivada de la desatención a estas últimas. En el art. 271.4 del mismo texto, se reconoce, por su parte, esta incautación.

2. La prohibición de contratar nuevamente del gestor:

Ello es coherente con lo dispuesto por el art. 60.2 d) TRLCSP, que incluye, entre las circunstancias que pueden impedir la contratación entre los empresarios y los entes, organismos y entidades integrantes del sector público del art. 3 del mismo texto, la de “haber dado lugar, por causa de la que hubieran resultado culpables, a la resolución firme de cualquier contrato celebrado”, con anterioridad, entre ellos.

3. La extinción de otros derechos relacionados con la concesión:

En ocasiones, a lo largo de la vida de la relación surgida del contrato de concesión, se constituyen nuevas concesiones subordinadas a la que sirvió de inicio a la gestión indirecta del servicio público. Se trata de las denominadas “hijuelas”[130], las cuales, por causa de su carácter accesorio, habrán de correr la misma suerte que el negocio principal.

4. Indemnización de los daños y perjuicios sufridos por la Administración:

Cuando la valoración de los daños y perjuicios irrogados a la Administración por el concesionario exceda de la propia de la garantía incautada, este vendrá obligado a la satisfacción de un pago por el importe que reste. Ello en aplicación, ya directa, ya por analogía, de los art. 225. 3, 271.4 in fine y 288 TRLCSP[131].

7.  A modo de síntesis: la diferencia entre el secuentro y la cadudicad de la concesión

La caducidad, a diferencia del secuestro, que no supone ni siquiera una mera suspensión transitoria del contrato de concesión, trae causa de una importante perturbación en la prestación, producto de un incumplimiento del concesionario, que conduce a la extinción de la relación administrativa.

Mientras que entre los elementos del tipo de la caducidad queda incluido uno de orden subjetivo, en cuyo defecto no devendría aplicable la regulación de esta figura, es decir, mientras que se exige la imputabilidad de las causas de la caducidad al concesionario, en el caso del secuestro, este puede ser aplicado aún en una situación en la que sea imposible achacar al contratista las causas que dan lugar al mismo. En este contexto, puede negarse validez a la postura que defienda el secuestro como un acto que, en todo caso, se alza contra una actuación desviada del gestor. En muchas ocasiones será la salvaguardia del interés público, bajo la forma de la continuidad en la prestación del servicio en unas condiciones cuantitativas y cualitativas adecuadas, la que espolee la adopción de dicha medida[132].

El TS ha tenido ocasión de manifestarse en el sentido que se acaba de referir. Así, en las SSTS de 9 de abril de 1990 (ponente José María Reyes Monterreal), FJ. 6, donde se declara que: “la finalidad, por otra parte, de la citada medida (el secuestro) es proveer, siquiera transitoriamente, a situaciones de emergencia no procuradas superar por aquel que está obligado a precaverlas, dadas las exigencias más elementales impuestas a la específica y trascendente actividad empresarial de que en este caso se trata (...)” y de 22 de febrero de 1997 (ponente Jorge Rodríguez-Zapata Pérez), FJ. 3, vid supra[133].

Por último, y siempre que se quiera mantener esta característica diferenciadora del secuestro, cabe apuntar que es menester encontrar un encaje jurídico adecuado entre las causas consignadas reglamentariamente como fundamentadoras del secuestro y las previsiones en esta materia introducidas por la redacción del art. 285 TRLCSP, que alude entre las mismas, exclusivamente, al “incumplimiento por parte del contratista”. Si el legislador no lo remedia, el turno para lograr la mejor avenencia entre las normas de uno y otro orden jerárquico corresponderá a los Tribunales. En cualquier caso, entiendo perfectamente predicable del “incumplimiento por parte del contratista” la ausencia de culpa (o negligencia) de este sujeto.

Conclusiones

En el capítulo primero se han estudiado los principales rasgos de los servicios públicos y del contrato de concesión, articulación jurídica de uno de los modos de gestión indirecta de aquellos. La primera conclusión que deriva de la lectura de dicho capítulo es que la desecación de los ríos de tinta que, en su día, generara la consideración conjunta de ambas realidades, esto es, la concesión de servicios públicos, no trae causa de la pérdida de vitalidad de esta figura. Desde una perspectiva netamente económica, se puede afirmar que los oferentes de artículos doctrinales tratan de lograr la avenencia entre su producción y la demanda, y que, dado que la “novedad” es un atributo atractivo para el demandante de tales bienes, el incentivo al estudio del tradicional instituto de la concesión de servicios públicos decae. Con el trabajo que ahora concluye, el autor, guiado por consideraciones bien distintas, no ha pretendido más que cubrir, a la luz de la normativa vigente y de los pronunciamientos jurisprudenciales adecuados, la laguna doctrinal en este ámbito.

Se ha estudiado la posibilidad de delimitar el concepto de servicio público, idea de contenido vago y utilizada en diversos ámbitos (política, Derecho...), desde una perspectiva jurídica; declarándose, al tiempo, la inexistencia de uno permanente y uniforme y la insuficiencia normativa en orden a tal fin. Se han relacionado, con base en cierta normativa autonómica, una serie de principios predicables de los servicios públicos, útiles a la hora de su discriminación y se ha dado cuenta de la pugna entre, principalmente, dos concepciones jurisprudenciales de esta realidad: un concepto excluyente, por el que solo tienen la consideración de servicio público las actividades prestacionales que atañan en exclusiva, previa reserva legal y en consideración de la naturaleza del interés subyacente, a un concreto organismo o ente de la Administración, y otro más comprensivo, que no exige tanto de la materia capaz de ser conceptuada de la forma antedicha.

En un momento posterior, se ha procedido al examen de las características de la “publicatio”, la declaración formal por la que la Administración afirma que algo es un servicio público. La presencia de un “interés general” subyacente, el objetivo de su satisfacción y los condicionamientos materiales en que deba llevarse a cabo la actividad prestacional, se alzan como extremos relevantes en este ámbito. De otro lado, la carencia de notas de índole económica en la esencia de la materia que transita hacia el servicio público, como se vio, no obsta a la declaración administrativa en tal sentido.

Después de que pese, sobre una actividad concreta, la calificación de servicio público, es hora de decidir la forma en que esta se va a desarrollar; llegándose así a una cuestión central: la de la gestión directa o indirecta del servicio. Por la primera, cuyas formas de materialización fueron, en parte, objeto de relación, la propia Administración titular, u otros sujetos con los que aquella guarde vínculo permanente, como organismos autónomos o sociedades mercantiles de propiedad pública, se comprometen, en el uso de las potestades organizativas del órgano titular del servicio, a la gestión. Mediante la segunda, respecto de la que también se ofreció ilustración y de la que la concesión es un ejemplo, se procederá a la selección de un gestor ajeno a la Administración, con el que se constituirá, a partir de un instrumento de naturaleza contractual acorde a la regulación en materia de contratación pública, una relación temporal de contenido económico. Se ha afirmado, finalmente, que las distintas fórmulas de gestión, directa o indirecta, contempladas ex lege, no agotan las modalidades posibles de la prestación del servicio.

La última parte del capítulo primero se dedicó por entero al examen del contrato de concesión en nuestro Ordenamiento Jurídico, considerado como un contrato típico administrativo de carácter bilateral. Se repasó la normativa que le es aplicable: a) el TRLCSP, con entidad superior a la de la normativa específica de cada servicio, que no es objeto de nuestra atención, y carácter de Derecho básico, general, e imperativo; y b) el RSCL, de 1955, aún aplicable, siquiera subsidiariamente, a los servicios locales y supralocales. Se predicaron una serie de características que reúne: tipicidad, esencia sinalagmática, duración determinada, tracto sucesivo, carácter personalísimo, orientación a resultado, tipología adhesiva y traslación del riesgo al adherido; y se procedió al estudio de su objeto, tras lo que fue caracterizado como un “contrato de empresa”. El epígrafe final se dedicó a ofrecer argumentos en favor de la avenencia entre la reserva de determinadas actividades con trasfondo crematístico a un sujeto concreto y un sistema jurídico-social que consagre un modelo económico sustentado en, entre otros, el pilar de la libertad de empresa.

En el capítulo segundo se ha analizado el secuestro de la concesión o, lo que es lo mismo, de la empresa concesionaria; reacción prevista frente a una perturbación grave pero reversible del servicio, en su configuración normativa, jurisprudencial y doctrinal. La Administración, en estos casos, asume el papel del concesionario en lo que a la dirección de la actividad de prestación se refiere, valiéndose de los recursos de que este disponga en orden a tal fin.

Se han parado mientes en la naturaleza jurídica del secuestro, alcanzándose, de acuerdo con el TS y con reputados autores pero, quizás, en contra de la voluntad del legislador, la convicción de que no se trata, en consonancia con lo que justo después se concluirá sobre el elemento subjetivo del tipo de esta figura, de una medida exclusivamente sancionadora. Asímismo, se ha afirmado que esta medida constituye un límite a la libertad de empresa del art. 38 CE y no colisiona con el derecho a la propiedad privada.

La adopción del secuestro, sobre la que se ha establecido que no es un acto discrecional del órgano concedente, sujeto competente a la hora de llegar a semejante acuerdo, no exige la imputabilidad del hecho causante de la perturbación al concesionario, pues es una medida orientada, sobre todo, al aseguramiento de la adecuada satisfacción de necesidades perentorias de la comunidad. El “secuestrador” sí encuentra margen para la actuación discrecional en la ponderación de la gravedad predicable de la perturbación, conditio sine qua non de la intervención considerada; margen que, habida cuenta de la pluralidad de perspectivas desde las que valorar dicha gravedad, es de notable magnitud.

El iter que la Administración debe superar en aras a dotar de eficacia a su decisión es el determinado por el procedimiento a seguir a tal efecto, tal y como queda recogido por la normativa vigente al tiempo de iniciarlo. A lo largo del mismo, el contratista cuenta con el derecho a ser oído antes de concluir, el concedente, su acuerdo, y antes de la ejecución de este; lo que no quiere decir, y ello por causa de la principal finalidad del secuestro, que, si este es conculcado, deban anularse las actuaciones subsiguientes. La ejecución de esta medida, que pasa por la designación de un interventor, será, como se estableció, por cuenta y riesgo del contratista.

Finalmente, dado que uno de los elementos esenciales del tipo del secuestro es su carácter temporal,  este deberá extinguirse en cuanto finalice la perturbación que motivó su imposición. En caso de que ello no llegue a acontecer, devendrá aplicable una reacción más enérgica: la caducidad de la concesión.

En el capítulo tercero se ha examinado la reacción más gravosa para el concesionario de cuantas contempla nuestro Ordenamiento Jurídico: la caducidad de la concesión. Se ha procedido a discriminar, de entre todos los posibles, el concepto de “caducidad” que interesaba a nuestros efectos: rescisión del contrato administrativo por el hecho de haber incurrido el contratista en incumplimiento de alguna de sus obligaciones esenciales que, además, le sea imputable. Se ha profundizado en el análisis de las causas concretas que justifican la adopción de esta medida, para lo que hubo de acudirse, al no quedar, estas, bien recogidas a nivel normativo, a la jurisprudencia y a la doctrina. Esto último resulta acorde con la inobservancia del principio de reserva de ley, que, como se dijo, por causa de la naturaleza jurídica del instituto a estudio, no opera en este ámbito. Respecto de esta naturaleza, hubo ocasión de afirmar que, dado que el objeto que descansa tras la caducidad es el del restablecimiento del servicio en las condiciones referidas en el Pliego de condiciones y exigidas por la Ley, no es sancionadora.

Acerca del carácter ya reglado, ya discrecional, de la caducidad, se reflejó el enfrentamiento entre los postulados del legislador y la realidad. Mientras que los primeros parecen situarse del lado del carácter de acto reglado de la declaración de caducidad, la segunda, manifestada por los observables modos de hacer de la Administración, deja patente que, en muchos casos, la mejor gestión del interés colectivo exige, aun en supuestos en los que se dan todos los elementos del tipo de la caducidad, tomar una decisión distinta a la de su declaración.

Como materia integrante de la propia definición ofrecida supra, se halla el elemento subjetivo que subyace a la caducidad, por el cual esta solo puede ser declarada (y ejecutada) cuando el incumplimiento de las obligaciones concesionales sea imputable al concesionario. Además, se introdujo la que quizás sea la más importante de las causas que justifican el incumplimiento e impiden la resolución del vínculo derivado del contrato administrativo: la fuerza mayor. Respecto de la misma hubo ocasión de relacionar sus características principales; a saber: imprevisibilidad, gravedad, permanencia y ajenidad. Ello con la finalidad de poder ampliar el incompleto catálogo de hechos con la consideración de fuerza mayor que ofrece la legislación de referencia.

La mera incursión en causa de caducidad del concesionario no supone, per se,  la resolución del vínculo contractual. Es necesario el desarrollo del procedimiento de carácter constitutivo establecido en tal sentido. En caso de ruptura del mismo por medio de la inobservancia de alguno de los trámites integrados, se transitaría hacia uno de los supuestos típicos de nulidad del acto administrativo de declaración de caducidad y, por tanto, hacia la imposibilidad jurídica de su ejecución.

Aunque considerado, en este trabajo, al mismo tiempo que los trámites del procedimiento de declaración de caducidad, se comenzó analizando el  apercibimiento previo al contratista sobre el que pese el riesgo de caducidad, acerca del cual se afirmó su prioridad temporal respecto de la apertura del procedimiento y su configuración como un elemento del tipo de la medida que se estudia. En el supuesto de que este trámite no se desatara y no se hubiera evitado en momento posterior la puesta en indefensión del gestor del servicio, la posible declaración de caducidad podría ser objeto de anulación.

Después del trámite de advertencia, y solo cuando el particular no hubiera salido al paso de las alegaciones de la Administración arguyendo cuanto a su interés conviniera, el órgano concedente abrirá un expediente destinado a contener los hechos, luego enfrentados al Ordenamiento, capaces de motivar la declaración de caducidad. Mientras dicho expediente no se cierre, como se afirmó, el concesionario no queda exonerado de cumplir con sus obligaciones. Más adelante, se llevó a cabo el estudio de los efectos de la declaración de caducidad; a saber: el cese en la gestión del concesionario; la incautación de los elementos de la empresa; y la convocatoria de una licitación para adjudicar la concesión extinguida; para, después, parar mientes en los procedimientos para la nueva adjudicación de la concesión bajo las recientes disposiciones del TRLCSP y bajo el RSCL, que no contienen previsiones netamente coincidentes. Finalmente, se relacionaron como efectos secundarios de la declaración de caducidad los que siguen: la pérdida de la fianza definitiva, la prohibición para la Administración de contratar nuevamente con el gestor, la extinción de otros derechos relacionados con la concesión y la indemnización de los daños y perjuicios sufridos por la Administración.

Bibliografía

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[1]      Así en Castán (1996)

[2]      Comunicación interpretativa de la Comisión Europea sobre las concesiones en el Derecho comunitario, DO n. C 121 de 29 de febrero de 2000.

[3]      Según WEIL estamos ante “una apreciación subjetiva que varía según la época y el estado de las costumbres. Así la explotación de un teatro, de un estadio o de una piscina no estaba considerada antes por el Consejo de Estado como un servicio público, pero lo es hoy día en razón a la importancia reconocida en nuestro tiempo a las artes y a los deportes” (Weil, 1986: 106).

[4]      Véase, en la línea de estas aseveraciones, la STS de 24 de octubre de 1989 (ponente Carmelo Madrigal García), FJ. 3, en la que se predica, del servicio público en sentido estricto, su entidad como “actividad cuya titularidad ha sido reservada en virtud de una Ley a la Administración para que ésta la reglamente, dirija y gestione, en forma directa o indirecta, y a través de la cual se presta un servicio al público de manera regular y continua”.

[5]      En este sentido Villar Ezcurra (1980), quien, si bien reconoce que la forja del concepto jurídico analizado solo tuvo lugar en países en los que también fue objeto de generalización la idea política de servicio público (Estados desarrollados del Viejo Mundo principalmente), expresa que no en todos estos acaeció tal fenómeno. España o Francia son Estados paradigmáticos por cuanto a la coexistencia entre una y otra noción.

[6]      En refuerzo de lo recién referido, cabe apuntar que, a nivel jurisprudencial, tampoco existe un concepto jurídico bastante maduro y uniforme de servicio público. En este sentido, Blanquer Criado (2012).

[7]      El art. 1 de la vigente Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa, LJCA, ley 29/1998, de 13 de julio, expresa que “Los Juzgados y Tribunales del orden contencioso-administrativo conocerán de las pretensiones que se deduzcan en relación con la actuación de las Administraciones públicas sujeta al Derecho Administrativo, con las disposiciones generales de rango inferior a la Ley y con los Decretos legislativos cuando excedan los límites de la delegación”. Esta redacción no dista mucha de la del artículo primero de la LJCA de 1956, según el cual “La Jurisdicción Contencioso-administrativa conocerá de las pretensiones que se deduzcan en relación con los actos de la Administración Pública sujetos al Derecho Administrativo y con las disposiciones de categoría inferior a la Ley.”

[8]      El artículo segundo de la vigente LJCA se expresa en sus puntos b) y d) como sigue: “El orden jurisdiccional contencioso-administrativo conocerá de las cuestiones que se susciten en relación con: (...) b) Los contratos administrativos y los actos de preparación y adjudicación de los demás contratos sujetos a la legislación de contratación de las Administraciones públicas (...)  d) Los actos administrativos de control o fiscalización dictados por la Administración concedente, respecto de los dictados por los concesionarios de los servicios públicos que impliquen el ejercicio de potestades administrativas conferidas a los mismos, así como los actos de los propios concesionarios cuando puedan ser recurridos directamente ante este orden jurisdiccional de conformidad con la legislación sectorial correspondiente”. Así las cosas, un contrato que tenga por objeto la concesión de un servicio público a favor de un particular que lo gestione queda sometido en muchos ámbitos a la Jurisdicción Contencioso-Administrativa.

[9]      Aquí “el concepto de servicio público se emplea en un sentido amplio: comprende desde la falta de vigilancia en un hospital psiquiátrico o en una cárcel del Estado, hasta el daño casualmente producido, con motivo de una manifestación, a persona ajena a la misma por el uso de armas de fuego por la fuerza pública” (Garrido Falla, 1994: 11).

[10]     Las cuestiones relativas a dicha responsabilidad caen también entre las competencias de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa. Ello ex art. 2 e) de la vigente LJCA.

[11]     Así el art. 25.1 de la Ley Reguladora de las Bases del Régimen Local, LRBL (Ley 7/1985), según el cual “el Municipio, para la gestión de sus intereses y en el ámbito de sus competencias, puede promover actividades y prestar los servicios públicos que contribuyan a satisfacer las necesidades y aspiraciones de la comunidad vecinal en los términos previstos en este artículo”.

[12]     Véase en este sentido la Exposición de Motivos de la Ley 54/1997, de 27 de noviembre, del Sector Eléctrico, donde se puede leer lo que sigue: “(...) a diferencia de regulaciones anteriores, la presente Ley se asienta en el convencimiento de que garantizar el suministro eléctrico, su calidad y su coste no requiere de más intervención estatal que la que la propia regulación específica supone. No se considera necesario que el Estado se reserve para sí el ejercicio de ninguna de las actividades que integran el suministro eléctrico. Así, se abandona la noción de servicio público, tradicional en nuestro ordenamiento pese a su progresiva pérdida de trascendencia en la práctica, sustituyéndola por la expresa garantía del suministro a todos los consumidores demandantes del servicio dentro del territorio nacional”.

[13]     En el FJ. 16 de esta sentencia, cuyo ponente fue Carlos de la Vega Benayas, se afirma que: “la declaración del transporte de agua como un servicio público supone, en efecto, una publificación de una actividad hasta ese momento en el ámbito de la plena disponibilidad de la iniciativa privada (…)”

[14]     En el FJ. 3 de esta sentencia (ponente Carmelo Madrigal García), se expresa que puede entenderse el servicio público, “como una forma de actividad cuya titularidad ha sido reservada en virtud de una Ley a la Administración para que esta la reglamente, dirija y gestione en forma directa o indirecta, y a través de la cual se presta un servicio al público de forma regular y continua”.

[15]     A esas tres sentencias se refiere la STS de 6 de mayo de 1999 (ponente Gustavo Lescure Martín), que, en su FJ. 3, las incluye entre la “abundante jurisprudencia que califica específicamente como servicio público municipal la actividad de aparcamiento público prestada por particulares en régimen de concesión sobre terrenos de dominio público (…)”.

[16]     RDL 3/2011, de 14 de noviembre, por la que se aprueba el Texto Refundido de la Ley de Contratos del Sector Público.

[17]  “La declaración de servicio público significa un monopolio de derecho y no de gestión. Ello implica que las personas privadas no pueden prestar este servicio sino como concesionarios” (Malaret i García, 1997: 139). El monopolio, como característica fundamental de la “publicatio”, en  Martín Mateo (1999).

[18] Véase, en este sentido, la STC 8/1992, de 16 de enero, que cita la STC 51/1986.

[19]             La STC 127/1994, de 5 de mayo, emplea este razonamiento en un asunto relativo a la prestación de servicios de información, ligado al art. 20 CE y, al tiempo, objeto de declaración de servicio público, que concluyó con el reconocimiento de la constitucionalidad de esta. En su argumentación, el TC repara en la jurisprudencia del TEDH, el cual, en su STEDH de 24 de noviembre de 1994 y otras, admite el establecimiento de restricciones, siempre razonables y proporcionales a su finalidad, al ejercicio de los derechos fundamentales y las libertades públicas reconocidas, en este caso, por el CEDH.

[20]    En sentido similar el TC en su sentencia 206/1990, de 17 de diciembre.

[21]    Véanse, respectivamente, las SSTC 206/1990, de 17 de diciembre y 127/1994, de 5 de mayo.

[22]     Tratado por el que se modifican el Tratado de la Unión Europea, los Tratados constitutivos de las Comunidades Europeas y determinados actos conexos, firmado en Ámsterdam el día 2 de octubre de 1997; ratificado por el Estado español mediante la LO 9/1998, de 16 de diciembre.

[23]     En la Declaración decimotercera, aneja al Acta Final del Tratado a examen, se expresa, respecto de lo dispuesto por el art. 16 TCE sobre servicios públicos, que “se aplicarán con pleno respeto a la jurisprudencia del Tribunal de Justicia, entre otras cosas en lo que se refiere a los principios de igualdad de trato, calidad y continuidad de dichos servicios”. Dicho art. 16 TCE estuvo vigente hasta el 1 de diciembre de 2009 y rezaba que “sin perjuicio de los artículos 73, 86 y 87, y a la vista del lugar que los servicios de interés económico general ocupan entre los valores comunes de la Unión, así como de su papel en la promoción de la cohesión social y territorial, la Comunidad y los Estados miembros, con arreglo a sus competencias respectivas y en el ámbito de aplicación del presente Tratado, velarán por que dichos servicios actúen con arreglo a principios y condiciones que les permitan cumplir su cometido”. Todo ello es coherente con la redacción del art. 36 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, también vigente hasta 2009, pero superviviente en instrumento posterior, según el cual “la Unión reconoce y respeta el acceso a los servicios de interés económico general, tal como disponen las legislaciones y prácticas nacionales, de conformidad con el Tratado constitutivo de la Comunidad Europea, con el fin de promover la cohesión social y territorial de la Unión”.

[24]     El de los SIEG no es sino un subconjunto dentro de los servicios de interés general, SIG (vid. infra). Se trata de un concepto con encaje legal, arts. 16 y 86.2 del TCE, pero sin definición en tal estadio. “Sin embargo, en la práctica comunitaria, se suele designar con este término aquellos servicios de naturaleza económica a la que los Estados miembros o de la Comunidad imponen obligaciones específicas de servicio público en virtud de un criterio de interés general. Por consiguiente, entran en este concepto ciertos servicios prestados por las grandes industrias de redes, como el transporte, los servicios postales, la energía y las comunicaciones. Este concepto abarca igualmente otras actividades económicas sometidas también a obligaciones de servicio público, que son las obligaciones específicas impuestas por los poderes públicos al proveedor del servicio, con el fin de garantizar la consecución de ciertos objetivos de interés público, por ejemplo, en materia de transporte aéreo, ferroviario o por carretera. Estas obligaciones pueden aplicarse a escala regional, nacional o comunitaria” (López Escudero, 2008: 609).

[25]     Salvo una referencia de corte sectorial en el ámbito de los transportes, que no interesa desarrollar aquí. Consúltese en López Escudero (2008).

[26]     Competencias como las de salud, mercado interior, competencia y ayudas estatales, política social, transporte, libre circulación, industria...

[27]     Con el objetivo de paliar, siquiera someramente, la indefinición que subyace a esta amplia categoría, cabe especificar la posibilidad de su clasificación en tres subgrupos: “I) servicios de interés económico general prestados por grandes industrias de redes (...), II) Otros servicios de interés económico general (…) y III) Servicios de naturaleza no económica y servicios sin efecto en el comercio” (López Escudero, 2008: 611)

[28]       Tratado de Lisboa por el que se modifican el Tratado de la Unión Europea y el Tratado constitutivo de la Comunidad Europea, firmado en Lisboa el 13 de diciembre de 2007 y ratificado en España por la L.O. 1/2008, de 30 de julio.

[29]     Vigente desde 1 de enero de 2013.

[30]     Protocolo nº 26, sobre los servicios de interés general (SIG).

[31]     Este artículo puede descomponerse en una terna de principios relativos a los SIEG; a saber: a) la asunción de las competencias de organización y prestación por los sujetos “más próximos”, tanto a la actividad en cuestión como a los destinatarios de aquella, que supone la subsidiariedad de la actuación de los sujetos “menos próximos”; b) la diversidad de los servicios integrados en la categoría estudiada; y c) las características, que ahora, por conveniencia, se repiten, a predicar de cualquiera de ellos: “alto nivel de calidad, seguridad y accesibilidad económica, la igualdad de trato y la promoción del acceso universal y de los derechos de los usuarios”. El Protocolo, en su art. 2, declara que sus disposiciones “no afectarán en modo alguno a la competencia de los Estados miembros para prestar, encargar y organizar servicios de interés general que no tengan carácter económico”. Esto confirma la discriminación tradicional del Derecho comunitario y de la Unión entre los SIG, categoría general, y los SIEG, subcategoría que recibe las mayores atenciones por lo que respecta a la intervención de la UE.

[32]     Las previsiones contenidas en el art. 71 de la Ley de Ordenación de los Transportes Terrestres (LOTT), Ley 16/1987 de 30 de julio, al que remito, son un buen, y casi único, exponente de la predeterminación del modo de gestión de este concreto servicio.

[33]     El margen del que dispone la Administración para la opción de la que se habla no es escaso y se extiende incluso al iter procedimental por el que atraviesa la decisión a tomar, que también puede ser la del cambio en el modo de gestión. En este sentido, en la STS de 25 de marzo de 2002 (ponente Manuel Goded Miranda), se expresa que: “No lo estimamos así, ya que el artículo 31.4 de la citada Ley 9/1987 (modificado también por la Ley 7/1990) excluye la obligatoriedad de la negociación de las decisiones de las Administraciones Públicas que afecten a sus potestades de organización y, en ese sentido, las resoluciones sobre el sistema de gestión de un servicio público, acordando que la gestión se verifique de manera indirecta, por medio de una empresa concesionaria, es una resolución que afecta a las potestades de la Administración Municipal de organizar la prestación de sus servicios del modo que estime mejor atiende a los fines de interés general que le están encomendados. Ahora bien, el artículo 34.2 añade que, cuando las consecuencias de las decisiones de las Administraciones Públicas que afecten a sus potestades de organización puedan tener repercusión sobre las condiciones de trabajo de los funcionarios públicos, procederá la consulta a las Organizaciones Sindicales y Sindicatos competentes. En el presente caso, el cambio de un sistema de gestión directa por uno de gestión indirecta del servicio público de cementerios municipales no afecta de un modo inmediato a las condiciones de trabajo de los funcionarios del Ayuntamiento”; el subrayado es propio. Repárese en la procedencia de la intervención sindical en aquellos supuestos en que la decisión administrativa suponga el cambio en el modo de gestión de un servicio público y ello afecte a las condiciones en que se desenvuelve la labor del funcionariado.

[34]     En la Ley 57/2003, de 16 de diciembre, de medidas para la Modernización del Gobierno Local, LMGL, se prevén como modos de gestión directa los que siguen: “a) Gestión por la propia entidad local; b) Organismo autónomo local; c) Entidad pública empresarial local; d) Sociedad mercantil local, cuyo capital social pertenezca íntegramente a la entidad local o a un ente público de la misma”. A pesar de venir referida, por causa del ámbito de aplicación de la Ley 57/2003, a los servicios locales, esta relación, que no es exhaustiva, puede hacerse extensiva a los prestados por las CCAA y por el Estado. Véase, por su interés en este ámbito, Font (2009).

[35]     Ello supone el respeto de una serie de principios, como los de publicidad, igualdad o no discriminación, especialmente vinculantes en la esfera pública.

[36]     En otros términos, la gestión de servicios públicos, no es tanto la forma jurídica que reviste un acuerdo de voluntades como una categoría que acoge una pluralidad de modalidades contractuales cuyo nexo es el objeto al que se refieren. Es más, el propio TS, en su sentencia de 27 de enero de 1992 (ponente Eladio Escusol Barra), FJ. 6, ha reconocido que “(...) en el ámbito del Derecho Administrativo no existe (…) un contrato específico de gestión de servicios públicos, sino que es necesario hablar de una pluralidad contractual diferenciada a través de lo que es posible dar cabida a todo tipo de gestión indirecta de un determinado servicio público”.

           

[37]     En los razonamientos siguientes el autor concluye que de la exégesis del art. 25 TRLCSP no se puede concluir la existencia de limitación de la libertad de pactos respecto de la creación de nuevos modos de gestión indirecta de servicios públicos.

[38]     El subrayado es propio. No hay razón, por mucho que la normativa se haya visto modificada, tal y como se expuso, para no traer estos pronunciamientos a la actualidad.

[39]     La concesión como acto unilateral de determinados entes y organismos del sector público se halla en, entre otros, Mayer (1982) y en Villar Palasí, (1952).

[40]     En defensa de esta naturaleza, Vedel (1980).

[41]     En este sentido el Consejo de Estado en alguno de sus Dictámenes de época preconstitucional. Así, en su Dictamen de 11 de noviembre de 1950 se expresa que: “cuando se debate la naturaleza jurídica de la concesión suele plantearse una alternativa entre extremos absolutos: simple contrato, situación reglamentaria. Al concluir, como ordinariamente ocurre, que la naturaleza de la concesión participa de ambas situaciones, se define, en realidad, el <<tertiumgens>> que es el contrato administrativo, cuya especialidad no solo es formal o jurisdiccional, sino referida claramente a una propia sustantividad de régimen que le aporta por igual de aquellas dos figuras”.

       En orden a corroborar la pluralidad de concepciones de la concesión administrativa cabe reproducir, en la forma que sigue, algunos de los pronunciamientos contenidos en la STS de 11 de junio de 1979 (ponente Ángel Martín del Burgo y Marchán), considerando cuarto, donde se establece que: “(...) lo mejor será superar las elucubraciones hechas sobre la naturaleza jurídica de la concesión, en cuyo tema todo se cuestiona, desde si es posible una construcción unitaria de la misma, o, por el contrario, sólo pueden darse notas comunes de sus distintas especies (demanial, de servicios, industrial) hasta de si se trata de un acto unilateral de la Administración; acto de poder, o de soberanía, o privilegio policial, o de Autoridad; o bien, de un acto bilateral (…) de un pacto contractual (…) de un vínculo contractual del que derivan derechos y obligaciones recíprocas (…), de un concierto de obligatoria observancia (…), de un contrato bilateral (…),  o, simplemente, de un contrato sin más calificativos”.

[42]     En el ámbito de la UE, la concepción de la concesión de servicios como un negocio bilateral también es la que goza de mayor predicamento. Así se expresa el art. 1.4 de la Directiva 2004/18/CE: “La <> es un contrato que presenta las mismas características que el contrato público de servicios, con la salvedad de que la contrapartida de la prestación de servicios consista, o bien únicamente en el derecho a explotar el servicio, o bien en dicho derecho acompañado de un precio”.

[43]     Respecto de la normativa rectora de los contratos administrativos, véase el art. 19.2 TRLCSP.

[44]     Dicho art. 3 contiene un amplio listado que incluye a buena parte de los entes, organismos y entidades del Sector Público.

[45]     En este sentido, en la STS de 25 de julio de 1989 (ponente Francisco González Navarro), FJ. 6º, se expresa que “como regla general las normas sobre el contenido de los contratos administrativos son de derecho necesario y no contractual, a diferencia de lo que ocurre en la contratación civil en que en regla es exactamente la contraria” y que “esta subordinación de la autonomía de la voluntad a lo normativo que tiene lugar en la contratación administrativa tiene su razón de ser en la necesidad de proteger tanto los intereses de la Administración (normas sobre mora, fianzas, interpretación y modificación de los contratos, etc.), como los del contratista (normas sobre riesgo y ventura, revisión de precios, etc.)”. Para DOMÍNGUEZ-BERRUETA, el hecho de que una de las partes se vea dotado de ciertos poderes o prerrogativas sin parangón en el sector jurídico-privado trae causa de “la consecución de unos determinados intereses que aparecen siempre supuestos al mero interés inter-partes” pues la especificidad y entidad propia del contrato administrativo de concesión de servicios deriva de que, mediante el mismo, “no se busca el mero interés particular, sino la satisfacción de las necesidades generales, de las que la Administración es depositaria en cuanto a la gestión y consecución, es decir, el interés público” (Domínguez-Berrueta, 1981: 188).

[46]     Remito a su lectura, donde se desentrañarán las limitaciones a dicha libertad, v. gr. interés público, y se atisbarán diferencias de calado respecto de la autonomía de la voluntad propia del Derecho Civil.

[47]     Son relevantes a este respecto las prohibiciones de renunciar a las potestades con las que cuenta la Administración para forzar al cumplimiento del gestor, advertir posibles incumplimientos y proceder en tales casos. El segundo y el tercero de los capítulos de este trabajo están especialmente conectados con este apartado c).

[48]     El examen de la regulación específica de los servicios públicos dista mucho del cometido del presente trabajo. Baste retener, junto con algún apunte posterior, lo que se acaba de sentar.

[49]     Repárese, sin ir más lejos, en que la última revisión legislativa de esta norma data de 30 de diciembre de 2009.

[50]     En este momento cabe apuntar que varios de los preceptos del RSCL fueron objeto de derogación por la normativa administrativa sobre contratación pública de la democracia, tanto por la que sigue vigente, como por la que no.

[51]     Sentadas estas críticas, y en atención a la realidad jurídica, habrá ocasión de remitir, a lo largo del presente trabajo, a las soluciones ofrecidas por el RSCL al tiempo de abordar aspectos determinados de los institutos que se estudiarán. 

[52]             A modo de ejemplo, en el ámbito educativo, la articulación jurídica de la realidad descrita tiende a efectuarse mediante el concierto. Otras instrumentalizaciones de un contrato de gestión de servicio público son la gestión interesada o la empresa mixta.

[53]     Por ser típico, sus principales elementos se encuentran positivados y, en consecuencia, sus más notables características y efectos quedan predeterminados. Todo esto implica la existencia de una sustancia inaprehensible por el contratante, quien no puede disfrazar un verdadero contrato de concesión de servicio público tras una figura distinta, ni calificar como tal un acuerdo de voluntades que no se avenga bien con la regulación que nos ocupa. Siguiendo la jurisprudencia del TS, cabe destacar, del FJ. 2 de la sentencia de 25 de abril de 1996 (ponente Rafael Fernández Montalvo), estas aseveraciones: “(...) no es, en ningún caso, el <<nomen>> utilizado lo que otorga la auténtica naturaleza jurídica a los títulos y derechos que se pretende caracterizar, sino que ha de atenderse a su verdadera esencia y contenido según el propio Ordenamiento Jurídico”. En otros términos, habrá que estarse, además de a las partes que intervengan, al objeto del contrato, al haz de derechos y obligaciones y a otros efectos jurídicos del mismo, a la hora de determinar la existencia de un contrato de concesión de servicios públicos.

[54]     Cuando intervengan estas mutuas, el contrato estudiado solo puede tener por objeto la gestión de la prestación de asistencia sanitaria (art. 8.1 TRLCSP).

[55]     En algunos casos, el contrato de concesión de servicio público incluye la obligación de llevar a cabo obras que concluyan con el establecimiento de las infraestructuras necesarias para la actividad prestacional. En estos casos el plazo máximo del que no puede exceder el contrato, lógicamente, aumenta (Vid. Infra). Cabe referir ahora que, como consecuencia de la naturaleza administrativa del contrato de concesión de servicio púbico, solo cabe su otorgamiento por parte de los sujetos pertenecientes al sector público declarados “Administración Pública” ex lege. En el art. 3.2 del TRLCSP se encuentra la relación de entes, organismos y entidades habilitados a tal fin, quedando, en consecuencia, excluidos de la categoría de “sujetos capaces de celebrar contratos administrativos” cualesquiera otros, pues, como reza el art. 20.1 TRLCSP, “tendrán la consideración de contratos privados los celebrados por los entes, organismos y entidades del sector público que no reúnan la condición de Administraciones Pública”. Así las cosas, ni una sociedad mercantil unipersonal sin más accionista que la Administración, ni una empresa mixta que tenga por objeto la gestión de un servicio, pueden otorgar una concesión. Si bien otros muchos sujetos tampoco pueden, la precisa referencia de estos dos no es cuestión arbitraria. Esto es así porque entes de tal naturaleza han protagonizado en más de una ocasión intentos de perversión de la norma, intentando hacer que las cosas sean lo que parecen, tratando como administrativo un contrato esencialmente privado, en  vez de lo que son.

[56]     En este sentido en la STS de 24 de febrero de 1992 (ponente Eladio Escusol Barra), FJ. 3º, se expresa que: “(...) en el caso que refleja el expediente administrativo y las pruebas practicadas en el proceso ante el Tribunal de instancia, la Administración local encomendó a la entidad <> la gestión de su servicio de contenido económico. La Administración conservó la potestad originaria de controlar el servicio contenido. No era necesario que tal potestad apareciera en las cláusulas concesionales porque la misma se justifica desde el momento en que el servicio sigue siendo público y está permanentemente presente la necesidad de vigilar y controlar las condiciones de todo tipo (y entre ellas las sanitarias) en que se presta el servicio: Por ello el art. 127.1.2.ª del Reglamento de Servicios de las Corporaciones Locales de 1955, dispone que la Corporación concedente ostenta la potestad de fiscalizar la gestión del concesionario, a cuyo efecto podrá inspeccionarse el servicio, sus obras, instalaciones y locales, y la documentación relacionada con el objeto de la concesión y dictar las órdenes para mantener y restablecer la debida prestación; pero hay que consignar que, en el caso que nos ocupa, ya en el Pliego de Condiciones Jurídicas y Económico-Administrativas para la adjudicación en régimen de concesión del mencionado Camping quedó expresada dicha potestad controladora de la Administración”.

[57]     Sobre la caracterización de la fuerza mayor se volverá en un momento posterior.

[58]     Este principio encuentra una excepción en el derecho al equilibrio económico del contratista. Así, Parada (2015). Otra excepción de peso la constituye la fuerza mayor.

[59]     El autor ilustra estos asertos con el derogado art. 67.1 de la Ley 27/1992, de 24 de noviembre, de Puertos del Estado y la Marina Mercante, que, entre otras cosas, afirmaba que “los contratos que se celebren por la Autoridad Portuaria para la prestación por gestión indirecta de los servicios portuarios estarán sujetos al ordenamiento privado”.

[60]     Repárese en que resulta fundamental retener que el concesionario es un “tercero” o, lo que es lo mismo, un ente desvinculado por completo de la Administración, quien, como sabemos, actúa como concedente. No debe interpretarse, a partir del art. 275.1 TRLCSP, que dicho “tercero” haya de ser siempre un particular en su habitual acepción de persona física, pues, de hecho, este no es, ni mucho menos, el supuesto habitual.

[61]     Dentro de los límites impuestos por el Ordenamiento Jurídico y los actos jurídicos de la autoridad, entiéndase.

[62]     Texto refundido de la Ley de Contratos de las Administraciones Públicas (RDL 2/2000, de 16 de junio)

[63]     Este razonamiento se aviene bien con lo dispuesto por el art. 86.2 de la Ley 7/1985 de 2 de abril, o LBRL, el cual, sin establecer una obligación de naturaleza prestacional a cargo de las Entidades Locales, les reserva la posibilidad de proveer ciertos servicios en exclusividad. Tras la declaración normativa, cobrará vigor la facultad de optar de los sujetos en cuyo favor se ha articulado aquella.

[64]     En este sentido Martín-Retortillo (1988)

[65]     “Debido a la parquedad del TRLCSP sobre esta figura, no se clarifica legalmente cuál es el exacto alcance de la intervención, ni, consiguientemente, qué impacto y consecuencias jurídicas cabe derivar de tal intervención, bien para el empresario (concesionario), bien para su empresa (la concesión)”; (Arimany, 2011: 166).

[66]     Hay quien ha definido el secuestro como “una medida sancionadora consistente en la intervención y ocupación temporal de la concesión por la Administración concedente que, para garantizar la continuidad de la prestación del servicio, se hace cargo del funcionamiento del mismo, mientras que el concesionario no justifique su posibilidad de gestionar de nuevo el servicio en condiciones de normalidad” (López y Sánchez, 1976: 184-185). A nivel jurisprudencial, un buen punto de partida de la figura estudiada lo proporciona la STS de 22 de febrero de 1997 (ponente Jorge Rodríguez-Zapata Pérez), FJ. 1, donde se afirma que “en los casos en que el concesionario de un servicio de competencia de un Ente local incurre en infracción de carácter grave que pone en peligro la buena prestación del servicio, la Administración concedente está habilitada para declarar en secuestro la concesión, en virtud de lo establecido en el artículo 133 del Reglamento de Servicios de las Corporaciones Locales de 17 de junio de 1955 (RSCL). En virtud del secuestro la Administración se encarga directamente del funcionamiento del servicio y de la percepción de los derechos establecidos (artículo 134 RSCL)”

[67]     Respecto de lo reproducido, ha de obviarse, con base en lo que se viene exponiendo y se expondrá, la postura adoptada en favor de la naturaleza sancionadora de los institutos del secuestro y de la caducidad. Cada autor es hijo de su tiempo y el de ALBI ha sido superado.

[68]     Véanse, respectivamente, los arts. 133 y 127.1.3º, RSCL.

[69]     En similar sentido, Albi (1960).

[70]     En similar sentido, MESTRE DELGADO, para quien la naturaleza del secuestro  se aproxima a la propia de las “medidas cautelares que tienden a asegurar provisionalmente el cumplimiento de determinadas finalidades impuestas legalmente, como en este caso el correcto funcionamiento del servicio público” (Mestre Delgado, 1992: 208).

[71]     El subrayado es propio. El hecho de que la normativa a la que se alude ya no esté en vigor no obsta a considerar la plena vitalidad de los asertos reproducidos.

[72]     El hecho de  que el art. 38 se halle en el Titulo I de la CE le dota de un lugar preeminente al no poder, el legislador, obviar su contenido esencial (art. 53.1 CE). Otra cosa es que este pueda delimitarlo y regularlo. Los arts. 33.2, 38, 128 y 131 configuran la conocida como “Constitución económica”.

[73]     Baste afirmar que, además del respeto permanente de su contenido esencial, las medidas adoptadas en limitación de la libertad de empresa deberán superar un triple juicio: el de necesidad, el de proporcionalidad y el de adecuación. Véase a este respecto, entre muchas otras, la STEDH de 24 de noviembre de 1994.

                Por el primero de ellos, no debe existir medida menos gravosa para el concesionario capaz de arrojar los mismos resultados; por el segundo, el perjuicio sufrido por el derecho en cuestión no debe ser superior al estrictamente necesario a los fines perseguidos; y, por el último, la medida adoptada debe avenirse bien con tales fines. En orden a una mejor comprensión, recomiendo la lectura de Calvo González (2015).

[74]     En este extracto, el Tribunal no hace sino pronunciarse acerca de la legitimidad del secuestro acordado por una Administración, lo cual corrobora el carácter no discrecional del mismo. Véase, respecto de las condiciones de esta legitimidad, Mestre Delgado (1992).

[75]     El subrayado es propio.

[76]     El subrayado es propio.

[77]     “El problema jurídico es que nuestro Derecho positivo no ha establecido una regulación general y pormenorizada, igualmente aplicable a la Administración estatal, autonómica y local, donde se detallen con el debido pormenor las específicas medidas de intervención de la empresa que puede adoptar la Administración en caso de secuestro de cualquier tipo de servicio público. Parece que la palabra o expresión <> del servicio público, tiene la cualidad mágica de comportar una patente de corso, para que mientras que la gestión de la compañía concesionaria esté intervenida, la Administración titular del servicio pueda adoptar cualquier tipo de decisión empresarial y hacer lo que se le antoje” (Blanquer Criado, 2012: 926).

[78]     Habida cuenta de la finalidad protectora del interés general que descansa tras el secuestro de la empresa concesionaria y del carácter no resolutorio de esta figura, no parece defendible una postura favorable a la declaración de invalidez de los actos administrativos o a la retroacción de las actuaciones llevadas a cabo sin haberse observado las pertinentes normas procedimentales. Cosa distinta es que el particular que, en estas condiciones, se vea privado, siquiera temporalmente, de sus facultades directivas (y del cobro de las tarifas), haya sufrido lesión merecedora de indemnización. En la STS de 25 de noviembre de 1992 (ponente Mariano Baena del Alcázar), FJ. 4, se declara, respecto de un secuestro ejecutado sin haberse seguido el oportuno procedimiento, que “ante la privación contraria al Reglamento y mantenida indefinidamente el actor tiene derecho a recibir una indemnización, de conformidad con los principios inspiradores de nuestro ordenamiento jurídico y en especial a tenor de lo dispuesto en el art. 33.3 de la vigente Constitución Española” y que, esto en el FJ. 5, “la indemnización debe consistir en el valor o precio de las instalaciones o de los derechos de utilización de las mismas, refiriendo la estimación o fijación correspondiente a la fecha en que se produjo la privación de propiedad, sin que en ningún caso se extienda al beneficio dejado de percibir, no sólo porque no es ésta la petición del apelante, sino porque el resarcimiento debe limitarse al valor de los bienes objeto de privación”.  

[79]     Interesa también, como es obvio, atender a la regulación específica de cada servicio.

[80]     Reténgase que lo mismo puede predicarse, tal y como quedó expresado, de la caducidad. En el siguiente capítulo se dará por sabido esto.

[81]     Sobre la competencia en este sentido de la Corporación en pleno, véase la STS de 23 de septiembre de 1991.

[82]     No existe predeterminación legal de este plazo que, por tanto, puede extenderse tanto como la Administración acordante considere necesario en orden a la realización de las reparaciones convenientes por parte del concesionario. Obviamente, el plazo no debe ser inferior al razonable para llevar a cabo tales acciones. En sentido similar, López y Sánchez (1976).

[83]     Ello conduce a afirmar que el grado de intervención depende de las circunstancias concretas de cada caso. Sea como fuere, este extremo deberá ser uno de los integrantes de la información de la que se nutra al concesionario, quedando vetadas cuantas injerencias excesivas, a la vista de las características de la perturbación del servicio y de otros factores, se produzcan. Se trata de un debate que se habrá de sustanciar en vía contencioso-administrativa y podrá dar lugar a una nueva indemnización.

[84]     Según el art. 251.2 TRLCSP, in fine, “la explotación de la obra pública objeto de secuestro se efectuará por cuenta y riesgo del concesionario, a quien se devolverá, al finalizar aquél, con el saldo que resulte después de satisfacer todos los gastos, incluidos los honorarios de los interventores, y deducir, en su caso la cuantía de las penalidades impuestas”.

[85]  Y también, añado, de la voluntad del legislador concretada en el art. 251.2 TRLCSP.

[86]  El subrayado es propio.

[87]  Entiéndase que este extremo debe ser probado por el contratista, sujeto de la relación que puede anticipar su capacidad para responder a las exigencias del servicio y, en caso afirmativo, solicitar a la Administración la extinción del secuestro. Así en la STS de 20 de diciembre de 1989 (ponente Julián García Estartús).

[88]     El subrayado es propio.

[89]     En la STS de 25 de noviembre de 1976 (ponente Fernando Roldán Martínez) se expresa que “la caducidad, dentro de la esfera jurídico-administrativa de las concesiones, es una forma de modalidad de resolución anticipada, específicamente utilizada por la Administración en las concesiones de servicios públicos, en ejercicio de sus facultades de imperio que las leyes le reconocen, por las que ante determinadas causas graves de incumplimiento de las obligaciones impuestas a las concesionarias, o por carecer estas de medios para superar las circunstancias adversas y restablecer el servicio, la Administración declara la extinción anticipada de la concesión”.

[90]     Si bien la denominación “caducidad” es la que se ha impuesto, no faltan notables detractores en la doctrina. En este sentido, se ha dicho que cuando acontece la ineficacia del contrato por causa “del incumplimiento de condiciones en la concesión válida y eficaz” no es adecuado emplear tal término (Villar Palasí, 1952: 747).

[91]     El Consejo de Estado, ya en un dictamen de 12 de mayo de 1949, se refería a esta acepción de caducidad oponiéndola a la primera de las relacionadas. Así, expresaba que “no es la primera vez que la doctrina administrativa se pronuncia sobre la diferencia de caducidad aledaña a la prescripción, con lo que implica el significado particular de la expresión caducidad en las concesiones administrativas. Esta última no obra sobre la resolución jurídica con la eficacia de la caducidad común, esto es, de una manera directa y automática, de tal forma que en todo caso haya de ser tomada en cuenta o apreciada y declarada”.

[92]     Que, en ocasiones, pueden resolverse mediante la imposición de una sanción pecuniaria o decretando un secuestro; con lo que se mantendría la eficacia del contrato administrativo para regir la relación a la que dio lugar.

[93]     Se trata, en definitiva, del “incumplimiento de las obligaciones que normalmente impiden la consecución del interés público a que está sujeta toda concesión” (Rodríguez-Arana, 1994: 348)

[94]     Acerca de la necesaria continuidad en la prestación, el TS, en su sentencia de 25 de noviembre de 1976 (ponente Fernando Roldán Martínez), expresa que “el concesionario no puede cesar en la explotación del servicio, pues la actividad de la empresa concesionaria sigue sometida a la Administración pública y a las leyes que presiden toda concesión de esta índole entre las que se encuentran la de la continuidad por virtud de la cual la empresa que tiene de su cargo un servicio no puede interrumpir ni reducir la prestación del mismo sin el consentimiento de la Administración”. Por su parte, el Consejo de Estado, en su dictamen de 19 de febrero de 1959, incluye, dentro del incumplimiento de las obligaciones esenciales del concesionario, “la interrupción del servicio (…) así como la falta de continuidad inherente a la propia interrupción del mismo en cumplimiento de la obligación”.

[95]     Para que el incumplimiento reúna el elemento subjetivo requerido no es necesario que el concesionario muestre una decidida voluntad de no seguir los designios contractuales, sino que basta, según la STS de 1 de octubre de 1999 (ponente Nicolás Antonio Maurandi Guillén), FJ. 4, con que “se haya producido un hecho obstaculizador al fin normal del contrato, frustrante de las legítimas expectativas de alcanzar el fin perseguido con el vínculo contractual (…). No es preciso una tenaz y persistente resistencia al cumplimiento, bastando que al incumplidor pueda atribuírsele una conducta voluntaria obstativa al cumplimiento del contrato en los términos que se pactó”. La culpabilidad, por otro lado, es lo que permite aplicar la caducidad sobre otras formas de extinción del contrato ante un incumplimiento de las obligaciones concesionales básicas y, asimismo, asociar consecuencias adicionales más gravosas, como la indemnización de daños y perjuicios y la inhabilitación frente a futuros contratos con el Sector Público, a tal incumplimiento.

[96]     Se trata de una forma de acompasar la realidad al interés general. A pesar de haberse producido algún incumplimiento justificativo de la declaración de caducidad de la concesión de servicio público, las circunstancias en las que se enmarcan los hechos (continuidad de la prestación, calidad acorde a la exigible...) motivan priorizar el mantenimiento de la parte activa del contrato en su cometido siempre y cuando ello no redunde en perjuicio de terceros que hayan actuado rectamente. En semejante sentido Rodríguez-Arana, 1994.

[97]     Expuestos estos dos problemas de la actuación discrecional de la Administración, cabe apuntar que están siendo orillados en nuestros días. Los márgenes de opción de la Administración tienden a recortarse y la seguridad jurídica, consagrada constitucionalmente, es objeto de progresiva potenciación.

[98]  El Consejo de Estado, en su dictamen de 10 de octubre de 1968, expresa que “la incursión en caducidad no desemboca, pues, de manera obligada, en la resolución del vínculo, sino que ofrece a la entidad concedente varias opciones, entre las que le corresponde elegir en ejercicio de su genuina función gestora del interés colectivo”.

[99]     Si bien antes nos situamos del lado de quienes niegan la naturaleza sancionadora de la caducidad, ello no obsta para traer al estudio que nos ocupa, por interpretación extensiva, el razonamiento recién reproducido. En la STS de 12 de mayo de 1998 (ponente Pedro Antonio Mateos García), FJ. 2, se expresa que “en el ámbito de la responsabilidad administrativa no basta con que la conducta sea antijurídica y típica, sino que también es necesario que sea culpable, esto es, consecuencia de una acción u omisión imputable a su autor por malicia o imprudencia, negligencia o ignorancia inexcusable (STC, Sala del artículo 61 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, de 6 de noviembre de 1990); es decir, como exigencia derivada del artículo 25.1 de la Constitución, nadie puede ser condenado o sancionado sino por hechos que le puedan ser imputados a título de dolo o culpa (principio de culpabilidad)”. En los mismos términos, la STS de 19 de mayo de 1998.

[100]    En la STS de 2 de junio de 1999 (ponente Juan José González Rivas), FJ.5, y esto es algo que se aviene bien con nuestro catálogo de requisitos, se expresa que “la fuerza mayor es un concepto jurídico que debe quedar ceñido, como reiteradamente ha repetido la jurisprudencia del Tribunal Supremo, al suceso que esté fuera del circulo de actuación obligado, que no hubiera podido preverse o que previsto fuese inevitable, como guerras, terremotos, etc... pero aquéllos eventos internos intrínsecos ínsitos en el funcionamiento de los servicios públicos, como es una rotura o una obstrucción de una conducción de aguas, son sucesos previsibles y evitables con una adecuada inspección y en cualquier caso nunca constituyen la fuerza mayor". Recogiendo parte de estos razonamientos, véase la STS de 12 de marzo de 2008.

[101]    Las cuales, a pesar de ir referidas al contrato de concesión de obra pública, son aplicables, mutatis mutandis, al contrato de concesión de servicios públicos.

[102]    Así, las SSTS de 25 de septiembre de 1987, de 28 de septiembre de 1984 o de 11 de junio de 1979, se posicionan a favor de la exigencia de gravedad en el incumplimiento. En otros términos, a una perturbación grave precedida de un incumplimiento de escasa entidad no debería asociársele caducidad. Asimismo, la primera de las sentencias reseñadas impide la interpretación extensiva o analógica de los arts. que versan sobre la intervención o caducidad del servicio a otros supuestos de “menor gravedad”.

[103]    Buen ejemplo de lo que se acaba de referir es el que constituyen algunos de los pronunciamientos contenidos en la STS de 22 de febrero de 1982 (ponente Ángel Martín del Burgo y Marchán), FJ. 3, y ss.: “la continuidad en la prestación del servicio es la nota esencial de todo servicio público, y, por lo tanto, un principio inmanente en la naturaleza de la institución (…) es lógico pensar que si la cesación unilateral en la prestación del servicio, por parte del adjudicatario, no se recogió específicamente entre los supuestos recogidos en el Pliego de Condiciones del Concurso, como una de las causas habilitantes de la caducidad de la concesión es, posiblemente, por ser demasiado obvia (...)”. Por otra parte, las dos primeras causas del art. 269 j) TRLCSP pueden adscribirse a esta categoría.

[104]    En la STSJ de Asturias, de 31 de enero de 2014 (ponente Antonio Robledo Peña), FJ. 3, se expresa que “(...) frente a lo anterior no cabe aducir, como se hace, que la paralización de la central, y con ello el no aprovechamiento de la concesión por el plazo que determina su caducidad, obedeció a fuerza mayor, y que en todo caso dicho plazo se habría paralizado o interrumpido con las solicitudes de obras para subsanar los defectos que impedían su explotación. A ello hay que decir que la caducidad solo se interrumpe con la puesta en actividad del aprovechamiento de la concesión de aguas, sin que pueda considerase bastante la simple solicitud de ejecutar obras para la limpieza de acarreos que el Servicio correspondiente de la Comisaría de Aguas estima insuficientes para el desarrollo de la actividad a la que se destinaba el aprovechamiento de las aguas, dado el deficiente estado de conservación en el que se hallaba la central eléctrica, como es el caso de la cámara de carga, que necesitaría una limpieza y sustitución de las compuertas de entrada (...)”.

        En la STSJ de Cataluña, de 16 de enero de 2015 (ponente Ana Rubira Moreno), el Tribunal, en apelación de una sentencia que entendía adecuada la caducidad de una concesión por la inactividad del gestor, expresa, en el FJ. 4 que “(...) el contrato de fecha 1 de febrero de 1992 suscrito por el aquí apelado y Explotaciones Energéticas Bages, por el que el primero arrendaba al segundo la explotación del aprovechamiento de aguas del río Llobregat del salto Carreras, no ha de obstar la declaración de caducidad por interrupción de la explotación durante tres años consecutivos, por ser imputable a su titular.

        La cesión del uso y disfrute del uso privativo de las aguas del salto Carrera mediante el contrato de arrendamiento suscrito por el aquí apelado con un tercero, comportaba que la interrupción de su explotación por el arrendatario sea también oponible al arrendador. Como se expresa en la sentencia del Tribunal Supremo de 7 de noviembre de 2001 , "claro es que la no continuación (en la explotación), esto es, la inactividad, debe ponerse a cargo de quien por ser titular del aprovechamiento ostentaba las facultades jurídicas necesarias para procurar esa continuación".

 

[105]    Como ha reconocido el TS en su sentencia de 24 de enero de 1991 (ponente Pablo García Manzano), FJ. 9, “a diferencia de la reversión, la caducidad de las concesiones no es un supuesto de extinción automática, pues requiere una declaración formal producida tras el adecuado expediente en el que, como trámite garantizador, haya sido oído el concesionario afectado”.

[106]    En contra Rodríguez-Arana, para quien la declaración de caducidad tiene carácter declarativo por cuanto “no crea el título de la caducidad, sino que se limita a comprobar la existencia de los presupuestos de la caducidad; que la concesión se halla incursa en caducidad, en la terminología usual”  (Rodríguez-Arana, 1994 bis, pp. 5 y ss.)

[107]    En sentido similar Lafuente Benaches, 1988, pp. 132 y ss.

[108]    El subrayado es propio.

[109]    En otro términos, la declaración de caducidad no produce efectos ex tunc.

[110]    Véase, a este respecto, el art. 136.2 RSCL.

[111]    “Este apercibimiento previo no es exigible cuando la Administración ya hubiera secuestrado el servicio por anteriores incumplimientos graves del concesionario, y después procediera a la caducidad por persistir el gestor en una situación de grave irregularidad” (Blanquer Criado, 2012, 1371).

        El trámite que se describe no está sujeto a plazo determinado ex lege. La duración del mismo debe ser tal que permita al concesionario defenderse, evitando las consecuencias negativas de una presunción de incumplimiento errónea o justificable, pues sostener lo contrario sería tanto como privar de audiencia al concesionario, conduciéndolo, en ocasiones, a una situación de indefensión material cuya interdicción por parte del Ordenamiento no es cuestión dudosa.

[112]    Avalando esta postura, el TS, en su sentencia de 21 de mayo de 2002 (ponente Nicolás Antonio Maurandi Guillén), FJ. 6, declara que “(...) la consecuencia de esa nulidad (la de la resolución de la concesión) debe ser la retroacción del expediente para que, con carácter previo a la decisión de la Administración sobre esta cuestión, se ofrezca al contratista el trámite de audiencia, comunicándole cuales son los hechos y razones que constituyen el incumplimiento apreciado para la resolución contractual, y ofreciéndole en vía administrativa la posibilidad de hacer las alegaciones y aportar las pruebas que estime convenientes para la defensa de sus intereses”.

[113]    Repárese en que si el concesionario recurre judicialmente la declaración de caducidad, adicionando a la reclamación relativa a la supresión del trámite de advertencia otras cuestiones de índole material, no puede sostenerse su indefensión por obra exclusiva del primer defecto. Por contra, en ausencia de tales cuestiones, dado que ya no acaecería una mera indefensión formal, el acto constitutivo de la Administración deberá ser anulado.

[114]    Acerca de la competencia del concedente sobre el procedimiento de declaración de caducidad véase, también, el art. 137.1 RSCL.

[115]    Repárese en que la apertura de este expediente y muchas de las actuaciones relativas al mismo, son meros actos de trámite. La relevancia de este aserto queda fuera de toda duda si se está a algunos de los pronunciamientos de la STS de 24 de septiembre de 2013 (ponente Nieves Buisán García), FJ. 2: “No cabe ninguna duda, por tanto, de que tal pronunciamiento de la resolución aquí combatida (resolución de incoación de un expediente de caducidad administrativa) es un "acto de trámite" en el sentido de no ser impugnable en esta vía contencioso-administrativa. Sin que se trate tampoco de un acto de trámite cualificado al no decidir ni directa ni indirectamente el fondo del asunto, ni tampoco determinar la imposibilidad de continuar el procedimiento ni producir indefensión o perjuicio irreparable alguno a derechos o intereses legítimos, por lo que la pretensión de la demanda (que atacaba en vía procesal la resolución de incoación del expediente de caducidad) ha de ser inadmitida”.

[116]    Como sostiene el TS en su sentencia de 30 de diciembre de 1986, FJ. 5, no puede declararse la caducidad de la concesión y, al tiempo, instarse del hasta entonces concesionario el cumplimiento de las obligaciones que están detrás de dicha declaración.

[117]    Hasta hace bien poco, octubre de 2015, en la regulación del TRLCSP no se encontraba alusión alguna al procedimiento posterior de la declaración de caducidad. Había entonces quien consideraba que estábamos ante una situación típica en la que “la desidia o la pereza del legislador, que confiando que al final siempre se puede aplicar un simple reglamento preconstitucional como el RSCL/1955, conduce a la excesiva parquedad y laconismo del TRLCSP 3/2011 al regular la concesión del servicio público” (Blanquer Criado, 2012: 1375). No obstante, en mi opinión, la inacción del legislador encontraba explicación, y encuentra, mejor que en la pereza, en la pérdida de predicamento de la figura de la concesión de servicios públicos que se viene experimentando en los últimos tiempos como modo de encajar, jurídicamente, la actividad prestacional básica en orden a la satisfacción de las necesidades impostergables de la ciudadanía. Hoy en día está “de moda” hablar de obligaciones de servicio público o de acuerdos institucionales entre sujetos de Derecho Público y sujetos de Derecho Privado y, en consecuencia, la producción legislativa se centra en tales extremos. Sea como fuere, la aprobación de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público, LRJSP, introduce, mediante los arts. 271 bis y ter TRLCSP, las previsiones que tanto echaba en falta el último autor reseñado y, en adelante, se tratan.

[118]    Véase una postura coherente con lo descrito en Garrido Falla (1964).

[119]    Sobre este art. se volverá más tarde. Remito, en este momento, a todo lo que después se exprese sobre el mismo. Según el art. 271 bis. 2 TRLCSP, “La Administración abonará al primitivo concesionario el valor de la concesión en un plazo de tres meses desde que se haya realizado la adjudicación de la licitación a la que se refiere el apartado anterior o desde que la segunda licitación haya quedado desierta”. Sobre estas licitaciones, vid. infra.

[120]    El nuevo concesionario, y con esto se vuelve al punto previamente tratado, será quien peche, en definitiva, con las compensaciones que le correspondan al gestor anterior.

[121]   “El contrato resultante de la licitación referida en el apartado 1 tendrá en todo caso la naturaleza de contrato de concesión de obra pública, siendo las condiciones del mismo las establecidas en el contrato primitivo que se ha resuelto, incluyendo el plazo de duración” (art. 271 bis. 3 TRLCSP).

[122]    “La convocatoria de la licitación podrá realizarse siempre que se haya incoado el expediente de resolución, si bien no podrá adjudicarse hasta que éste no haya concluido. En todo caso, desde la resolución de la concesión a la apertura de las ofertas de la primera licitación no podrá transcurrir un plazo superior a tres meses” (Art. 271 bis. 1 TRLCSP).

[123]    Remito a su lectura. Para una mejor comprensión del mismo y de cuantas novedades ha introducido la Ley 40/2015, léase, asímismo, la circular informativa al respecto del despacho Uría Menéndez (2015).

[124]    Remito a su lectura.

[125]    Entiéndase que se trata, por cuanto se arguyó respecto del resarcimiento económico en favor del titular caducado, de un justiprecio sui generis, distinto del propiamente expropiatorio.

[126]    El RSCL remite, en estos términos, al Capítulo III (“de la determinación del justo precio”) del Título II (“procedimiento general”) de la Ley de 16 de diciembre de 1954.

[127]    Con todo, estamos en condiciones de afirmar que, mientras no se reanude la gestión indirecta del servicio público con un nuevo contratista que se coloque en idéntica posesión que el que ha incurrido en caducidad, la incautación supra referida tendrá carácter provisional. Ahora bien, esta devendrá definitiva, en las circunstancias prescritas, cuando las distintas licitaciones contempladas por el RSCL queden desiertas.

[128]    Una posible explicación de ello es la que sigue: “si las subastas quedan desiertas es porque la concesión, en cuanto tal, carece de valor económico, es decir, las obras realizadas y el material de concesión, en cuanto necesariamente afectadas a la finalidad de la explotación del servicio, no se valoran positivamente en el mercado; luego no hay lugar a que se reconozca una indemnización al concesionario por la pérdida de la concesión que la caducidad entraña. Ahora bien, y como es obvio, esta misma idea postula que si la concesión (es decir, la titularidad de la misma, más los bienes de explotación) fuese económicamente valorable en términos positivos, procedería indemnizar al concesionario, incluso en los casos de caducidad” (Garrido Falla, 1964: 233).

[129]    Véase el art. 52 RSCL.

[130]    Se definen, más exactamente, en el Dictamen de la Dirección General de lo Contencioso del Estado de 27 de octubre de 1977 como: las “concesiones nuevas y distintas de la principal, aunque subordinadas a ella por vínculos de accesoriedad”.

[131]    Acerca de los efectos de la caducidad de la concesión sobre los contratos laborales de la empresa gestora, extremo alejado de los cometidos de la presente exposición, véase Sarasola Gorriti (2003).

[132]    No falta quien defiende el carácter tuitivo del secuestro en favor del concesionario, en el sentido de que implica posicionar a un sujeto con mayor capacidad de acción que el contratista, allí donde hayan de cumplirse determinadas condiciones, ciertamente gravosas muchas veces, para asegurar la continuidad, la regularidad y la calidad de la prestación. En este sentido Albi (1960).

[133]    Tan clara es la finalidad imperante del secuestro que se ha llegado a afirmar la procedencia de esta medida incluso en casos en los que, propiamente, no se había decretado la concesión de un servicio.  Así se expresa la STS de 25 de noviembre de 1992 (ponente Mariano Baena del Alcázar), en su FJ. 3: “mayor envergadura presenta el obstáculo que supone la inexistencia de una concesión, presupuesto de la aplicación de la normativa que se refiere al secuestro a tenor del Reglamento de Servicios de las Corporaciones Locales. Sin embargo, respecto a este punto debe partirse de la fundamentación de la resolución del alcalde al dictar el acto de incautación de las instalaciones y asumir para la Administración municipal el suministro de aguas. Pues el alcalde basa su resolución o decreto en que material u objetivamente la actividad que estaba llevando a cabo el contratista era una actividad de servicio público. Por tanto, el Ayuntamiento no puede ahora negar, yendo contra sus propios actos, las consecuencias jurídicas de tal calificación, y si estábamos ante una actividad realizada por un particular que era material u objetivamente un servicio público no carece en absoluto de fundamento aplicar a la cesación del servicio la figura del secuestro, que es la que conviene a la privación o incautación en nuestro Derecho de las instalaciones afectas al servicio en casos como el presente”.

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