La teoría no puede ignorar lo que sucede en la práctica. Como profesor y científico, muchas veces he afirmado que cuando algo de lo que escribimos no funciona en la práctica, solemos estar equivocados los científicos. La razón es esencial. Cualquier ciencia que respete el método científico –y todas deben hacerlo- no puede dejar de comprobar empíricamente los resultados de las prognosis que hacemos los profesores. La confirmación y la refutación son esenciales en la ciencia, también en el Derecho.
Sin embargo, esa conducta no suele seguirla casi nadie. Los legisladores prácticamente nunca hacen ensayos previos de las reformas que puedan arrojar una muestra estadística suficiente de éxito futuro de la modificación legal. Se fía todo a la intuición, sin más. Sin embargo, en cuanto una reforma se pone en marcha, hacen falta pocas semanas o meses de abogados y jueces trabajando con ella para tener una fotografía bastante clara de su éxito o fracaso. Los problemas se detectan bastante rápidamente, y hasta con cierta facilidad. Y por ello cabe preguntarse por qué el legislador, cuando reforma, no confía solamente en sus cuatro amigos juristas de confianza, sino que una vez que esos cuatro amigos le han redactado el proyecto, lo somete a una pluralidad de ensayos previos para ahorrarnos a todos la enésima reforma ineficaz.
Los científicos solemos intentar huir de la intuición. Cuando escribimos sobre un tema y trabajamos correctamente, previamente nos hemos documentado a través de cuatro vías: 1. el estudio de la historia de las institución analizada, puesto que casi cualquier problema jurídico actual ha tenido sus precedentes. Repasándolos aprendemos lo que no funcionó y por qué, para evitar recaer en los mismos errores; 2. El estudio del derecho extranjero, no para plagiarlo, como muchas veces hacen los legisladores, sino para ver qué soluciones han adoptado en otros países, investigando si estas han funcionado; 3. El estudio de la jurisprudencia, nacional y extranjera, que resulta esencial para conocer los entresijos de la práctica. En la misma se cuentan las pequeñas historias de decenas de asuntos, que le proporcionan al investigador una visión panorámica y bastante completa de lo que está estudiando. 4. El contacto con los operadores jurídicos resulta esencial para que el abogado, el juez o el fiscal nos explique cuál es la dificultad concreta, lo que no siempre se refleja en la jurisprudencia. Hay que decir que existen factores sociológicos y de psicología cognitiva que condicionan la conducta de las personas y que, por cierto, determinan muchas de esas dificultades. Suelen ser siempre los mismos, pero conocerlos de primera mano en el caso concreto ayuda a completar la investigación, aunque sin dejarse llevar en exceso por esa voz de la práctica, a riesgo de dejarse condicionar por esos factores o sesgos de los que, tantas veces, proviene la dificultad encontrada.
Y es que la práctica no siempre ayuda. Por desgracia, hace ya algún tiempo que la enorme mayoría de abogados y muchos jueces nos han dado la espalda a los científicos. Antes se veían bastantes despachos de abogados con una nutrida biblioteca, y hoy ello resulta excepcional. Nos acusan de ser demasiado teóricos y de no conocer la práctica, es decir, de no atender a sus problemas y de darles, a su vez, la espalda. No les falta razón con frecuencia, pero el problema es que ello les lleva a refugiarse en los tradicionales comentarios que les suministran la jurisprudencia citada masivamente y el deseado formulario, aunque muchas veces el recurso a los mismos se hace por simple comodidad. En el mejor de los casos realizan un estudio jurisprudencial personal tratando de saber cuál será la probable solución del caso concreto en la práctica. Y así se ganan asuntos, ciertamente, pero también se pierden muchos por la falta de esa necesaria creatividad que siempre otorga el conocimiento teórico, por cierto, que si se atiende a los cuatro puntos antes citados, no es tan teórico como muchos piensan, sino que debidamente estudiado aporta muchísimas ideas que pueden ser útiles en una multitud de casos concretos, justo en esos que la jurisprudencia no ofrece respuestas, o las que da son erróneas.
Conviene, además, no sobredimensionar el valor de la “práctica” y de la “experiencia”. Como afirman varios abogados y jueces en la práctica con una extraordinaria franqueza, no es tan difícil conocer ni adquirir esa práctica, que se traduce fundamentalmente en un conocimiento del medio, desinhibición y aprendizaje de la jurisprudencia más frecuente en el ámbito en el que se trabaja y de los usos forenses, que además no son demasiados. Con esa práctica se puede ir navegando, ciertamente, incluso durante varios años. Pero el buen jurista sólo es aquel que no ignora voluntariamente a la ciencia, porque así como la ciencia sin práctica, como ya se ha dicho, puede llevar con facilidad a resultados absurdos, la práctica sin ciencia es pura apariencia. Puede funcionar varias veces, pero acaba siendo una pantomima sin sustancia con pésimos resultados finales.
Científicos y prácticos debemos hacer un esfuerzo por eliminar esa distancia. Nos necesitamos, y conviene que ni los científicos sobrevaloremos la importancia de nuestras conclusiones, ni los prácticos el saber intuitivo proveniente de su experiencia. Sólo de ese modo entre todos, con respeto mutuo, conseguiremos una profesión jurídica que verdaderamente merezca ese nombre.