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01/01/2012 08:00:00 ACTIVIDAD LEGISLATIVA 8 minutos

Volatilidad legal

La palabra volatilidad ha adquirido amplia difusión en los últimos tiempos. Vinculada a la crisis económica, se predica del estado de incertidumbre e imprevisión generado por rápidos y desorientados cambios en el que los mercados se encuentran desde que aquella llegó para quedare por años. Pero en realidad la volatilidad puede aplicarse a muchas facetas tanto de la vida social cuanto de la situación individual de cada uno. Entre aquellas es predicable de la legislación de nuestro país.

Rafael Illescas

La palabra volatilidad ha adquirido amplia difusión en los últimos tiempos. Vinculada a la crisis económica, se predica del estado de incertidumbre e imprevisión generado por rápidos y desorientados cambios en el que los mercados se encuentran desde que aquella llegó para quedare por años. Pero en realidad la volatilidad puede aplicarse a muchas facetas tanto de la vida social cuanto de la situación individual de cada uno. Entre aquellas es predicable de la legislación de nuestro país. Hace tiempo que en más de una ocasión y en estos editoriales se criticó la inactividad manifiesta del legislador ante eventualidades y conductas que requerían una atención del poder legislativo el cual hubo algún año en el que apenas se decidió a promulgar siquiera una docena de normas de superior rango. Ahora, y de manera un tanto inopinada, toca lo contrario.

En efecto, la actividad legislativa a lo largo del año que acaba de terminar -y coincidentemente a lo largo de los últimos meses de la legislatura ya finalizada- ha sido, podría decirse sin riesgo de equivocación, frenética. Por limitarse a la mención, de entre las nuevas normas dictadas, de aquellas dotadas de rango superior más allá del mero Real Decreto -que han llegado a ser casi un par de miles- cabe con todo fundamento afirmar que desde el 1 de enero del presente año y hasta mediados de noviembre han visto las páginas del BOE nada menos que 68 de tales disposiciones de rango superior. Esta cifra se desglosa de la siguiente manera:

  • 3 Reales Decretos Legislativos;

  • 20 Reales Decretos-Ley;

  • 38 Leyes ordinarias;

  • 6 Leyes Orgánicas y

  • 1 reforma de la Constitución.

El lector ha podido comprobar que se han contado únicamente normas de producción estatal; quedan fuera del cómputo efectuado las disposiciones igualmente de rango superior -leyes- promulgadas por las Comunidades Autónomas. No son fáciles de contar ni de obtener con certeza su cifra exacta. No exactamente lo mismo ocurre con otras normas generales que tampoco se han computado: los abundantes Reglamentos de la Unión Europea que poseen efecto directo y que se aplican en sus Estados miembro como si de normas nacionales se tratasen y sin necesidad de acto alguno de transposición.

Por restringirnos, pues, a la actividad legisladora estatal, hay que señalar que el contenido de las nuevas normas de superior rango es heterogéneo existiendo sin embargo una alta predominancia de los temas económicos en el sentido más lato del término: desde la regulación de actividades empresariales que hasta el momento actual carecían de disciplina hasta múltiples modificaciones de la legislación fiscal pasando por una refundición de la norma reguladora de los contratos públicos –por referirnos al último de los tres RD legislativos promulgado.

Pero la intensidad de la innovación legislativa no queda en lo dicho. Se multiplica por dos prácticamente tomando en consideración la en su día renombrada y hoy olvidada -no desde luego en sus consecuencias jurídicas que siguen en vigor- Ley 2/2011, de 4 de marzo de 2011, de Economía Sostenible. Entre ella y la Ley Orgánica que la acompañó determinaron la modificación nada menos que de otras 59 normas de rango legal algunas de las cuales, paradójicamente, habían incluso sido promulgadas casi en los días previos a la sanción de la dicha Ley de Economía Sostenible.

Este es el origen de lo que ahora se denomina volatilidad legislativa y que el ordenamiento jurídico español padece intensamente. La evidencia de la volatilidad se obtiene mediante una simple operación aritmética a la que juristas y políticos son tan poco dados salvo cuando se trata de dinero. Dicha operación consiste primero en contar y después meramente sumar las disposiciones de rango superior modificadas por la Ley de Economía Sostenible (59) y las de nuevo cuño dictadas a lo largo de los primeros 10 meses de 2011 (68): ello equivale a un total de 127 leyes nuevas en su totalidad o modificadas con notable profundidad en la generalidad de los casos y casi todas sin excepción dotadas de contenido económico-empresarial. La cifra mencionada significa que una ley nueva o la modificación de otra preexistente accede cada 2 días, incluidos domingos y festivos, al Boletín Oficial del Estado. Lo que no es tanto la profusión -la ya histórica hemorragia legislativa- cuanto la mencionada volatilidad legal -probablemente aún peor que aquella-.

No es momento de criticar el abuso legislativo ni la suprarregulación en la que España viene tradicionalmente incurriendo y cuyos excesos se han hecho patentes más que nunca en este final de legislatura sumido en plena crisis económica. Baste recordar que la ley, para verse dotada de autoridad, no solo ha de ser equitativa sino también comedida en extensión y estable en duración. Es momento, sin embargo de reflexión sobre las diversas consecuencias que tal volatilidad acarrea. Son muy diversas pero algunos extremos preténdese ahora resaltar sobre todo con el ánimo de evitar, tras la constitución de la nueva legislatura, que se produzca un segundo aluvión o torrente de nuevas normas redestinadas a la modificación de amplio alcance del ordenamiento actual. Sin duda que correcciones habrán de producirse y que la diferente ideología va a obligar a determinadas modificaciones. Deberían de ser las necesarias y menos abundantes posible y habrían de verificarse en su calidad y necesidad antes de someter a la ciudadanía -y a sus capas empresariales y laborales principalmente- a un nuevo entorno legal.

Como se ha dicho las leyes, para verse dotadas de autoridad, no solo han de ser equitativas sino también comedidas de tamaño y de vigencia prolongada. Ello ayuda al mejor entendimiento de los mandatos legislativos y a la más fácil comprensión del sistema jurídico al que estamos sometidos. Además de tal modo se da respuesta a algunas preguntas elementales que es licito que cualquier ciudadano se haga antes los cambios incesantes de leyes y que están en la base de las especulaciones de los filósofos: ¿el Derecho positivo es la mayoría parlamentaria y cambia con ella o está -en todo o al menos en parte- más allá de los poderes de la mayoría?, ¿acaso reside en unos principios inmanentes a respetar incluso por las mayorías o en los hábitos sociales que van creando pautas de conducta comúnmente aceptadas?, ¿porqué habría de estar en la mayoría parlamentaria y no está en las sentencias de los jueces que reiteradamente juzgan casos muy parecidos los unos de los otros?, ¿hay límites y equilibrios ciertos entre mayoría parlamentaria, principios, usos y costumbres, precedentes judiciales que todos ellos hayan de respetar y en donde el Derecho hace justicia?, ¿a su arbitrio puede el legislador alterar tal equilibrio entre las fuentes del Derecho o habrían de ser restringidas sus atribuciones normativas a condiciones o límites razonables?.

Las respuestas a estas preguntas elementales son más fáciles sin volatilidad legal ni hemorragias legislativas. Al igual que es más fácil sin ellas combatir la ignorancia de las normas y entender el mandato conforme al cual estas obligan incluso a sus ignorantes. Lo cual acontece igualmente con el respeto a la ley, directamente vinculado a su conocimiento: no es nada sencillo observar aquello que se ignora, no se entiende, es voluble y está sometido a un cambio o rotación acelerados.

Todos los expuestos son grandes cuestiones -filosóficas incluso-. Pero en el torrente legal de 2011 las hay también menores y no por ello menos dificultantes de la observancia y aplicación de la ley. No se trata de la calidad normativa -es decir la corrección expresiva y literaria del mandato legal así como su coherencia-, cuestión que requiere un estudio separado y profundo; se trata de dos peculiaridades legislativas que se van acentuando cada vez más. En primer lugar, las cada vez más frecuentes sucesivas ediciones en corto periodo de tiempo de leyes especiales dictadas sobre una misma materia; en temas tan recientes como el dinero electrónico, por ejemplo, ya llevamos dos leyes -la de 2002 y ahora la de 2011, esto es, su segunda edición-.

En segundo término, directa manifestación de dudosa calidad legislativa, en los nuevos textos deambulan desde normas reglamentistas a normas impracticables dada la remisión a un reglamente subsiguiente que tarda en llegar o, simplemente, no llega nunca. O incluso el legislador remite a una hipotética decisión futura de Bruselas en punto a determinar la obligatoriedad del precepto. Estos son los casos de muy abundantes contratos de seguros de nueva implantación y de imposible, prácticamente, contratación por el momento. Habría ciertamente de dictarse solo normas de ejecutabilidad inmediata una vez transcurrido su casi cada vez más evanescente periodo de vacatio legis. De lo contrario nos encontraríamos cada vez con mayor frecuencia ante casos de lo que podría denominarse legislación hipotética que, junto con la legislación de segunda edición, vendrían a generar un ordenamiento no solo voluble sino asimétrico con definitivas dificultades para conocer, comprender y observar incluso en muchos casos de la mayor buena fe y la diligencia exigible a quien no es profesional del Derecho.

Al finalizar un año de tantas normas como el ahora transcurrido -preñado de mayor cantidad aún dificultades económicas- solo cabe esperar del que ahora se inicia que a lo largo del mismo se dicten menos leyes que en el anterior y que las dificultades, ya que no es previsible que desaparezcan, al menos disminuyan.

Rafael Illescas
Director de la revista Derecho de los Negocios de Editorial La Ley.
Catedr?tico de Derecho Mercantil Universidad Carlos III de Madrid
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