Breves consideraciones críticas sobre la decisión del Tribunal Supremo de establecer un límite a la extensión de los escritos de interposición de los recursos de casación contencioso-administrativo.
Algunos magistrados del Tribunal Supremo, del nuestro y de otras cortes supremas, nos tienen acostumbrados desde hace tiempo a pedir rebajas en el volumen de asuntos. No se puede negar que la sobrecarga existe, pero tampoco se puede olvidar que es un derecho del justiciable el poder interponer los recursos que están establecidos en la ley, y que resulta ilegítimo poner barreras a los ciudadanos, como recordaba hasta no hace tanto el Tribunal Constitucional.
Sin embargo, desde hace años venimos observando que dichos tribunales se quitan “papel” de encima con las más absurdas e imaginativas excusas formalistas –por no decir formulistas–, o bien instando a los legisladores para que aumenten exageradamente las cuantías para recurrir, de manera que la mayoría de pleitos no acaben en su grado de jurisdicción. No de otra forma fue reaccionando el Tribunal Supremo de los EEUU, cuando desde 1891 a 1988 fue restringiendo el acceso con la misma finalidad del control del volumen de asuntos, hasta que obtuvo el sueño de algunos magistrados: poder escoger los asuntos de que conoce, a la carta. Es el llamado certiorari. De ese modo, ese Tribunal Supremo, con nueve miembros –ocho desde el fallecimiento de Scalia– resuelve unos 100 asuntos cada año. En todas las materias del ordenamiento jurídico.
La reciente reforma de la Ley de la Jurisdicción ha cumplido también esa finalidad restrictiva. Desde la Ley Orgánica 7/2015, el nuevo artículo 88 ha establecido una especie de certiorari también, sometiendo el recurso a un previo análisis de “interés casacional objetivo” que, a diferencia del –realmente– objetivado en la Ley de Enjuiciamiento Civil, se establece de forma discrecional para el tribunal (art. 88.2 LJCA), al que además se le obliga a motivar expresamente dicho interés. Por otra parte, los incisos que enseñan cuándo existe interés casacional son en su mayoría de ambigua formulación, por lo que pueden ser todavía de más ambigua interpretación.
Pero parece que todo ello no debía de ser suficiente, porque el legislador decidió introducir en el art. 87 bis la posibilidad de que la Sala de Gobierno, mediante acuerdo, pudiera establecer “la extensión máxima y otras condiciones extrínsecas, incluidas las relativas a su presentación por medios telemáticos, de los escritos de interposición y de oposición de los recursos de casación.”
Y eso ha hecho (in-)justamente. En un acuerdo de 20 de abril de 2016 ha impuesto que los escritos de interposición y contestación no debían tener una extensión superior a 50.000 caracteres con espacios, es decir, unos 25 folios. Y además se preocupa de decirle a los letrados el tipo de letra (¿?) que tienen que utilizar (Times New Roman), el tamaño de la letra (12 puntos en el texto principal y 10 en las notas), señalando incluso márgenes (2,5 en los cuatro), el interlineado (1,5), y hasta dónde quieren que pongan el número de página (esquina superior derecha).
Sorprende sobremanera este denodado empeño, pero no sólo sorprende, sino que indigna. Algunos autores llevamos años denunciando la deriva de los tribunales supremos hacia un falso elitismo jurídico en cuanto a la admisión de asuntos, desvelando que el problema está en la estructura prácticamente medieval de dichos tribunales, que conservan en buena medida el funcionamiento de los antiguos consejos reales de los que provienen. Personalmente he propuesto situar a los tribunales supremos en el siglo XXI, haciendo que puedan absorber muchos más asuntos con mayor eficiencia, seleccionando de los mismos algunos en los que se creen y mantengan líneas coherentes y evolutivas –no se olvide esto último– de jurisprudencia.
Pero lo que creo que nadie esperaba es que el ánimo de reducir el volumen de trabajo pasara por limitar las posibilidades de redacción de los abogados. Aunque, como dice el acuerdo, algunos tribunales del mundo han implementado normas parecidas recientemente –destacando, precisamente y de nuevo, el Tribunal Supremo de los EEUU desde 2013–, con anterioridad sólo se había visto algo parecido en la Ley Orgánica Procesal del Trabajo de Venezuela, cuyos artículos 175 y 176 limitan los escritos de interposición y oposición a tres folios vueltos, lo que ha obligado a los sacrificados abogados venezolanos a forzar márgenes y tamaños de letra. A la Sala de gobierno del Tribunal Supremo español no se la ha sorprendido en ese renuncio…[1]
Lo sucedido se quedará en una simple anécdota si la sala de gobierno rectifica, pero si no lo hace, lo acaecido será un capítulo más en la deriva antes aludida hacia la desaparición fáctica del Tribunal Supremo de la escena jurídica. Cuando ningún tribunal a quo espera que sus sentencias sean recurribles ante el Tribunal Supremo, la jurisprudencia de este último simplemente se orilla, o en el peor de los casos se ignora. En EEUU se intenta evitar este efecto con la vinculación al precedente, pero no estoy convencido de que eso sea posible en un sistema como el nuestro que parte, al menos en teoría, de la total independencia judicial, en todos sus grados de jurisdicción.
Confiemos en una rápida corrección del insólito acuerdo. Y con más fe que confianza, aboguemos también por un replanteamiento global de la función del Tribunal Supremo en el ordenamiento jurídico, y sobre todo de su precaria estructura que, sin duda, debe cambiar. De hecho, si la infraestructura fuera la adecuada, estoy completamente convencido de que este desgraciado incidente no hubiera acaecido.
[1] Quede claro que con este párrafo no deseo denigrar, como se está haciendo últimamente en demasiadas ocasiones, a un país como Venezuela, cuyas gentes merecen siempre respeto con independencia de sus gobernantes o políticas.