Llevo muchos años preguntándome por qué los congresos ya no le interesan realmente a casi ninguno de sus asistentes. También intento descubrir por qué están vacías las salas de conferencias. Cualquier institución trae al mejor experto en una materia a hablar de cualquier tema en público, y salvo que sea alguien mediático, o bien el asistente al evento aproveche para hacer relaciones sociales, lo cierto es que conferencias y congresos sólo acostumbran a servir a organizadores y ponentes, a fin de profundizar sus relaciones humanas y mutua simpatía. En realidad, si no eres ponente, asistir a un congreso suele ser una pérdida de tiempo en el plano formativo.
Seamos sinceros, una conferencia acostumbra a ser un fiasco. Poquísimas veces se escucha a un conferenciante interesante, alguien que a través de su palabra nos haga una síntesis de su ciencia invitando a leer lo que ha escrito, o reflexionando sobre lo que ya publicó pero yendo más allá en aquella intervención oral. Nada de eso suele suceder. Lo más frecuente son las conferencias prefabricadas, power-point mediante, sin apenas preguntas, en las que el conferenciante o bien divaga, o bien no dice absolutamente nada nuevo por lo que haya merecido la pena ir a escucharle. Siendo esto así, no es extraño que para conseguir asistentes a una jornada o congreso prácticamente haya que llevar a los oyentes a punta de pistola a la sala a través de diversos mecanismos de dudosa legitimidad: reconocimiento de méritos, de créditos, aspiración a subir la nota en un examen, etc.
En la mayoría de ocasiones falla el formato, aunque éste tampoco sea el problema principal. Se han ensayado todo tipo de experiencias. Cuando la lección magistral que suele ser cualquier conferencia se ha sustituido por un auténtico debate, acostumbra a haber más animación, pero los ponentes suelen ofrecer respuestas basadas en los mismos lugares comunes con los que elaboraron su conferencia prefabricada, y los asistentes muchas veces sueltan lo primero que se les pasa por la cabeza, o consultan un caso tan particular que no interesa al resto de oyentes. Además, cuando los congresos son multitudinarios, el debate con el público es imposible. En esos casos sólo se puede esperar ese debate entre los miembros de una mesa redonda, que únicamente divierten al público cuando acaban peleándose, aunque el espectáculo sea poco edificante. Lo mejor es que un moderador, como si fuera un periodista, vaya haciendo preguntas –interesantes– a los concurrentes, y estos entren en auténtico debate de ideas sin faltarse al respeto. Pero para ello hace falta un moderador muy preparado, y dicho moderador muchas veces no tiene ni la más remota idea de las ponencias que modera.
Pero como decía, aún siendo una cuestión relevante el formato, no es el tema principal. Lo básico es que fallan las conferencias y los congresos por una única razón: muchos ponentes no se preparan sus conferencias, o lo hacen de forma defectuosa esperando que su público quede impresionado por su sola "majestuosa" presencia, como ocurría antaño.
Sin embargo, actualmente la población está mucho más informada que hace unos años, y ya no se deja impresionar por alguien que, al fin y al cabo, sólo es un ser humano más. Además, cualquier profesional suele tener ahora más ocupaciones que hace décadas, cuando su dedicación era más elitista, por lo que bastante hace con invertir su tiempo en sus quehaceres cotidianos.
Y ante esta realidad, y ante el benéfico descenso del pedestal social que forzosamente han sufrido sobre todo los profesores universitarios, o le parece interesante al público lo que dices, o no vuelve a las conferencias. Ya no se puede esperar que los asistentes acudan solamente por conocer, o ver, o tocar, a tal o cual persona. O lo que dicen es interesante, o no hay nada que hacer. De este riguroso –aunque inteligente– juicio se salvan, como dije, los ponentes mediáticos, aunque probablemente ya no por mucho tiempo. Los famosos tienen tanta exposición pública que aunque a la gente le sigue haciendo gracia verlos en persona, a no mucho tardar preferirán verlos tranquilamente en internet.
Por consiguiente, si lo que se quiere es recuperar el formato de los congresos, deben convertirse en algo realmente útil para el público, razón por la que lo primero que debe hacer su organizador es ser muy realista. Si la temática sólo interesa a una minoría, sólo acudirá esa minoría al congreso, y nadie más. El resto preferirá hacer cualquier otra cosa. Por tanto, los temas tratados deben afectar directamente a los asistentes, que serán más o menos en función del tema. Uno no puede convocar una conferencia sobre la teoría trimembre del objeto del proceso y esperar que acudan 300 personas.
Además, el ponente debe hacer un esfuerzo absolutamente lógico para decir cosas que no le resulten conocidas al público, porque de lo contrario los asistentes tendrán la sensación de no haber aprendido nada. Para ello es imprescindible ser muy claro, diáfano incluso, y tener siempre muy en cuenta que una conferencia no es el espacio para compendiar, sino para arriesgarse innovando exponiéndose ante el público.
Por último, las ponencias deben ser muy breves, no durando más de 15 o 20 minutos, salvo que la temática sea muy compleja y requiera excepcionalmente de más tiempo. En todo caso, hay que dejar mucho espacio para el debate, de manera que los asistentes, con su curiosidad despertada por el ponente, quieran saber más, de modo que pregunten aquello que no se les dijo pero que desean saber. El ponente debe estar preparado, muy preparado, para tratar cualquier cuestión acerca de la temática desarrollada.
Todo ello exige traer solamente a ponentes que tengan algo interesante que decir. En realidad, ser un buen retórico no es tan importante como se suele creer. Stephen Hawking, obviamente, no lo puede ser, y nadie sale decepcionado de sus conferencias porque todo lo que dice intenta que sea inteligible a sus asistentes, dependiendo de cada público. Lo importante es lo que se diga, más que cómo se diga, aunque lo segundo represente, obviamente, una posible ventaja para un orador brillante. Y es que siempre hay que guardarse de los palabreros. Tras una conferencia uno tiene que tener muy claro qué es lo que ha aprendido. Si no ha aprendido nada pero, pese a ello, se lo ha pasado bien, no ha ido a una conferencia, sino a una stand-up comedy.
En consecuencia, si se desea que las conferencias vuelvan a ser espacios interesantes, no debe haber ni ponentes invitados por compromiso ni asistentes que acudan de manera obligada o porque no tienen nada mejor que hacer. El ponente debe decir cosas interesantes, y el asistente debe estar interesado. Y dispuestos deben estar ambos a dialogar. De lo contrario, las conferencias seguirán siendo, como tantas veces sucede, un soberano aburrimiento.