Desde el punto de vista del profesional que vive diariamente casos de alienación parental en sus distintos niveles es incomprensible el debate que provoca este abuso incontestable hacia los menores, por ejemplo, cuestionándose su denominación o, incluso, su misma existencia. Siendo tal debate perturbador, sus efectos se limitaban a entorpecer un avance en su prevención y tratamiento, que sin él habría sido mucho mayor. Al límite de lo absurdo -y por demás irresponsable- se ha llegado en nuestro país con un Proyecto de Ley Orgánica que en lugar de intentar cerrar esta puerta, y así proteger a menores y sus familias, lo que consagra es lo contrario: exonera a los abusadores y discrimina e invisibiliza a las víctimas.
Es nuestra tarea común la de mejorar la protección de los más vulnerables de entre nosotros, nuestros hijos e hijas, pues están bajo nuestro cargo y responsabilidad. Por ello me parece importante compartir algunas reflexiones:
1) Consideraba hasta no hace mucho que no era necesario poner nombre al fenómeno de la llamada “alienación parental”, pues lo importante sería evitar que se produzca, así como desbrozar el concepto de elementos ajenos a él. Sin embargo, creo que esta postura debe ser matizada.
a. Si “X” -como quedé en llamar a la alienación parental a falta de otro nombre de consenso para tal abuso infantil- no es una enfermedad que pueda ser reconocida o no, sino unos hechos innegables, manifiestamente vulneradores de los derechos del menor;
b. si “X” no es un tema contrario a mujeres u hombres, como demuestra el caso Rocío-Antonio David, sino un llamamiento a una mejor protección de niños y jóvenes;
c. si “X” es independiente de quien la haya bautizado o haya llamado la atención sobre dicho fenómeno, sino que tiene entidad propia;
d. y si en estos términos se basa la confusión general que ahora mismo impide que “X” sea tratado como es debido -como un tema de abuso de menores-,
mi conclusión debería haber sido la contraria: “X” debe recibir abiertamente un nombre. Y es que declinar denominar este abuso contribuye involuntariamente a favorecer su existencia. Abundaré en esta idea un poco más adelante.
Por ello, nuestro deber es desbrozar la “X” de los tres factores ajenos al fenómeno mencionado, pero también ir más allá. Este deber se concretaría entonces en:
i. No dejar de resaltar y dirigir el foco hacia este abuso de menores sin titubeos, por lo menos hasta que nuestra sociedad esté sensibilizada también contra esta realidad.
ii. (Re)nombrar este fenómeno, porque hasta que no sea así, esta realidad seguirá siendo invisible, y los menores seguirán estando a merced de sus abusadores.
2) El Congreso de los Diputados acaba de aprobar un Proyecto de Ley Orgánica de protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia1 (15.04.2021). En su nuevo artículo 10 bis III ordena: “3. Los poderes públicos tomarán las medidas necesarias para evitar que planteamientos teóricos o criterios sin aval científico que presuman interferencia o manipulación adulta, como el llamado síndrome de alienación parental, puedan ser tomados en consideración".
Entiendo que este Proyecto de Ley Orgánica, que precisamente se llama de protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia, en su art. 10 bis III se hace eco desgraciadamente de las confusiones aclaradas con anterioridad, pero sin mirar si hay un fondo detrás. Con ello no aprecia que tras ellas se muestra una realidad dolorosa, tremendamente nociva para infantes y adolescentes, así como para sus familiares. Una realidad de violencia contra los menores, lo que en una ley con tal nombre es profundamente contradictorio.
Hay que tener en cuenta que “X” se refiere a las consecuencias para los hijos de ser llevados por un progenitor a rechazar o bien simplemente a odiar al otro progenitor. En este sentido declararán ante el juzgado que sea competente. El mismo reaccionará interrumpiendo tal contacto por un (largo) periodo de tiempo.
"Entiendo que este Proyecto de Ley Orgánica, que precisamente se llama de protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia, en su art. 10 bis III se hace eco desgraciadamente de las confusiones aclaradas con anterioridad, pero sin mirar si hay un fondo detrás"
Si interpretamos el párrafo en su contexto, el artículo 10 en el que se inserta el citado párrafo tercero se titula “Derecho de las víctimas a ser escuchadas”. Esto obliga a dicho párrafo de la siguiente manera: “Escuchen a los niños y niñas siempre. También si rechazan con sus palabras a alguno de sus progenitores. Y si alguna parte considera que este rechazo no es aceptable -y más apelando a teorías sin fundamento, como la del Síndrome de Alienación Parental- ignórenla (como mínimo, en espera de lo que precisen los poderos públicos en desarrollo del precepto). Porque no existe una interferencia o manipulación adulta”.
Evidentemente el derecho a escuchar a las víctimas es un derecho fundamental indiscutible que no necesita refrendo o confirmación alguna. Un derecho que, como todos, tiene su límite, aquí precisado en la última frase del art. 10 bis I: “cuando sea contrario a su interés superior [de los niños, niñas y adolescentes]”. Se trata aquí de decidir cuándo no escucharlos, es decir, cuándo hacerlo supone un menoscabo de su interés superior. La edad, sin embargo, no es considerada por la ley un límite para el ejercicio de este derecho (no para su existencia). Esto precisaría alguna concreción del modo de hacer efectivo tal derecho para el caso de menores de, por ejemplo, 0 a 4 años, lo que seguramente ocurrirá con el desarrollo de la ley.
Llama la atención el aroma de censura que despide el precepto del art. 10 bis III, pues no cede a la ciencia el verificar o refutar teorías, sino que parte de un dogma que para la ley es inquebrantable: No existe ni puede existir “interferencia o manipulación adulta” en el proceso de formación o expresión de la voluntad de los menores. Y prohíbe cuestionar tal dogma. Esta prohibición legal no tiene parangón en ninguna ley de nuestro ordenamiento jurídico ni probablemente en ningún ordenamiento jurídico democrático. Aparte de ello, en ningún momento indica la ley en qué teoría -por demás, de valor absoluto- se basa su postura o bien por qué las teorías contrarias deberían ser, por tanto, erróneas.
Se aprecia asimismo que tal precepto carece parcialmente de contenido, pues el síndrome de alienación parental, como convenimos, no existe médicamente a fecha de hoy. No está claro entonces porqué este viaje precisaba de tales alforjas. La histeria o el trastorno maniaco depresivo ya no están reconocidos como enfermedades mentales, pero no parece que ninguna ley haya sido necesaria para recordar a los señores y señoras letrados que no utilicen tales términos en sus alegatos.
Si tal precepto pretende tener un efecto disuasorio, como parece evidente, entonces el art. 10 bis III debe tener contenido. Y esto sólo puede ocurrir admitiendo que habla del síndrome de alienación parental donde querría haber mencionado la alienación parental.
Esta parece, por la lectura del artículo, la interpretación más válida. Lo que el precepto veda es que en los juicios de familia se argumente sobre la base de la alienación parental. Por si hubiera alguna duda, el impedimento se extiende a cualquier teoría que cuestione que pueda existir “interferencia o manipulación adulta” detrás de las opiniones de los menores -la esencia de la alienación parental-.
La razón que aporta la ley sería la supuesta falta de aval científico de una “teoría” (mejor, unos hechos), que, sin embargo, están confirmados en miles de artículos y estudios en todo el ámbito científico internacional.
Es, sin embargo, llamativo que, conociendo el tema en profundidad, me sea desconocida una teoría alternativa en la que la ley parece apoyarse -y que debería ser incontestable, tan perentoria es su postura-. Una teoría que, por ejemplo, demuestre científicamente que es imposible que un padre o una madre influya en los hijos a su cargo. O que una influencia tal, basada en un progenitor que lleva a sus hijos a odiar al otro progenitor, por lo menos a rechazar su contacto ante el juzgado, con el fin de que este decida en este sentido, no dejaría secuela psicológica en dichos menores. Por el contrario, desde el punto de vista de la psicología de la personalidad o de la del desarrollo es axiomático y científicamente irrefutable que un menor
- quien se lleva a odiar/rechazar a una parte de sí -el padre o la madre con los que creció-,
- basarse en mentiras para ello,
- ser llevado a un conflicto profundo de lealtades,
- sentirse completamente en manos de un padre o la madre a los que no se pueden oponer, de quien dependen emocionalmente y a quien, en último término, tampoco quieren perder;
- que se ven obligados a renunciar a este amor y cariño, a este modelo de rol masculino o femenino, y a crecer huérfanos de hecho, etc.
sufrirá secuelas inmensas en su desarrollo emocional y en el de su personalidad.
Pero la pura lógica jurídica llevaría a la misma conclusión. Si nadie va a negar a estas alturas que los progenitores pueden ser capaces de las peores aberraciones contra los menores a su cargo, ¿tan inimaginable puede llegar a ser que estos padres (a maiore ad minus) puedan influir en sus hijos e hijas en cuanto a su declaración ante el juzgado de familia, cuando haciéndolo ni siquiera tendrían consecuencia alguna que temer (por lo menos desde el punto de vista penal) -inmunidad que, por cierto, esta LO con su art. 10 bis III contribuye a asegurar aún más (!)-?
"Dada la completa y absoluta falta de aval de científico de la base sobre la que se sustenta tal dogma legal, echaría de menos que la Ley pueda dejar una puerta abierta -porque de protección de menores se trata- a poder equivocarse"
En este sentido, dada la completa y absoluta falta de aval de científico de la base sobre la que se sustenta tal dogma legal, echaría de menos que la Ley pueda dejar una puerta abierta -porque de protección de menores se trata- a poder equivocarse. No es el caso.
Produce sorpresa asimismo que esta Ley Orgánica de protección contra la violencia a menores muestre tanta preocupación en individualizar un posible abuso a menores -de entre todos los posibles-, pero no para resaltarlo, o por lo menos, fijar la atención en él -en el sentido del principio de precaución- sino para desestimar su existencia (!).
Para la Ley es entonces inimaginable lo siguiente:
- que un progenitor pueda abusar de su derecho y deber de protección de los menores a su cargo;
- que un progenitor pueda llevar a los menores a su cargo a rechazar (si no a odiar) al otro progenitor;
- que un niño o niña se dejen influenciar por un progenitor del que dependen completamente;
- que un niño o niña no expresen sino su libre voluntad cuando se oponen a seguir en contacto con el otro progenitor (a consecuencia del cual el juez ordenará la interrupción duradera del mismo);
- que tales menores puedan tener secuelas por lo menos psicológicas después de años de vivir esta situación -por lo menos, la ausencia del progenitor rechazado-.
Mantener esta postura estaría ciertamente protegido por la libertad de opinión, pero ahora mismo parecería referirse a un mundo ideal o en cualquier caso ajeno al nuestro. Y estamos hablando de una Ley Orgánica. La psicología, como he expuesto, o la experiencia profesional desestimará decididamente cada uno de estos presupuestos. Mi práctica diaria se escandalizaría simplemente. Mientras escribo estas líneas:
- Dos niñas pudieron volver a dormir en casa de su madre, pues el padre había decidido que con su nueva mujer sus hijas ya tenían bastantes mamás.
- Un padre acudió de nuevo a mí, lleva 4 meses sin ver a sus hijos. Estos, tras mucho tiempo estando en uno contacto estrecho y beneficioso para ellos, lo interrumpieron de repente, precisamente cuando la madre averigua que la última vez que vieron al padre los niños conocieron a su nueva pareja. Hasta hoy.
- Llamé a un psiquiatra para preguntar por un adolescente con casi tantos años de tratamiento como de ausencia permanente de contacto con su madre. Me dijo que ha empeorado. Recomienda vigilancia 24 horas al día por peligro inminente de suicidio.
La diferencia entre el primero y los otros dos casos es que una jueza sospechó de las palabras de las niñas, con lo que presionó al padre diciendo que, ante esta situación, tendría que comprobar la idoneidad de ambos progenitores por informe pericial, con riesgo de pérdida de la custodia para aquel que pudiera haber malutilizado su posición protectora. A la semana siguiente, y sin hablar con nadie, las niñas habían cambiado repentinamente de parecer. Empezaron a querer volver a visitar a su madre. Las visitas se convirtieron en hermosamente cotidianas.
En los otros dos casos ocurrió que los jueces de turno siguieron el presunto parecer de los hijos. En unos años sabremos más de lo que pasó de verdad después. Ahora los casos no tienen buen aspecto.
Con estos supuestos y presupuestos del art. 10 bis III del proyecto de ley ocurre una paradoja inaudita. No sólo logra discriminar a unas víctimas menores de edad respecto a otras -para desprotegerlas (!)-. Es que las desprotege más que a los adultos mismos (!!). Por ejemplo: Art. 1.265 CC: Será nulo el consentimiento prestado por error, violencia, intimidación o dolo. Art. 673 CC: Será nulo el testamento otorgado con violencia, dolo o fraude. Art. 73 CC: Es nulo cualquiera que sea la forma de su celebración: (…) 5.º El [matrimonio] contraído por coacción o miedo grave. Aparte de que utilizar violencia para obtener el consentimiento en el ámbito penal -por ejemplo para un tratamiento clínico o para una actividad sexual- lo invalidaría, con lo que, al no haber sido consentidas válidamente, se cometería un delito si se procede a tal tratamiento o actividad sexual (o más, si consideramos la intromisión como amenaza o coacción (arts. 169 ss CP).
Y no queda ahí la cosa: es que a quien protege es a los padres abusadores (!!!). Porque se ha de seguir lo que los menores digan, sin más cábalas. Y porque apelar a la “alienación parental” o a cualquier teoría que considere posible una “interferencia o manipulación adulta” estaría vedado. Sin palabras. El mundo al revés.
A veces un parche de seguridad ayuda a que una aplicación sea más fuerte o una ley más consecuente. En este caso, ocurre lo contrario. Con el parche del art. 10 bis III la Ley Orgánica incumpliría su propio propósito, se abriría ella misma a su infracción. Bien mirado, en el contexto de la ley, más que un parche es como construir un barco con una carga de profundidad incorporada.
Por lo que conclusión es clara: el tercer párrafo del art. 10 bis sobra. Simplemente. Más pronto que tarde. No aporta nada, sino resta. Él solo hunde el barco de la ley. Difícil hacerse a la idea de cómo tres líneas pueden producir tal onda expansiva en una ley -orgánica-, por lo demás, por lo tanto apoyada por casi todos los grupos parlamentarios, por el Parlamento que nos representa.
En cuanto a cómo nombrar las consecuencias para los menores víctimas de tal abuso parental, es en principio comprensible llamarlo “X” para aludir a que el nombre no importa. Pero lo que corresponde es impedir el abuso. Y, una vez desbrozada la “X” de los aspectos confusos que no tienen relación alguna con dicho abuso, es necesario constatar que, si no lo llamamos de ninguna manera, también desprotegemos a quienes cuyo cuidado y protección se nos ha confiado.
"El tercer párrafo del art. 10 bis sobra. Simplemente. Más pronto que tarde. No aporta nada, sino resta. Él solo hunde el barco de la ley"
Si este abuso de menores no recibe un nombre, seguirá sin aparecer en ninguna estadística. En este caso seguirá sin saberse de cuántos afectados hablamos. Seguirán siendo invisibles en juzgados y clínicas. Los primeros no tenderán a actuar contra tal abuso, tampoco sabrán cómo. Los expertos de los que se habla en el art. 10 bis II del proyecto de ley carecerán de pistas sobre cuándo y hasta qué punto son creíbles las palabras de sus menores, o equiparables a su voluntad, y ésta, a su bienestar. Los profesionales de la medicina tampoco podrán dar a los menores el tratamiento adecuado porque no se habrá podido hacer la ciencia necesaria para mejorar su conocimiento.
Sin nombre, sin datos sobre incidencia o prevalencia no será posible prevención alguna. No podrá haber interés en su investigación, ni habrá fondos para financiarla. No sabremos cuáles son los factores de más riesgo, qué niños son asintomáticos, resilientes, cuáles sufrirán las más graves consecuencias, o por qué. Seguiremos sin saber qué hace que unos padres “normales” se conviertan en abusadores. O si el sistema de familia tiene un papel en este proceso y cuál sería este. Etc.
El término alienación parental es el más utilizado internacionalmente para hablar de este abuso. Casi es, por cierto, el único conocido en el mundo científico. Esta acepción, para el ámbito hispanohablante, pudiera considerarse por una parte como un préstamo precipitado del inglés. Pero, por otra parte, sí nos devolvería a nuestras fuentes: recuerden el “ius alienis rebus”, el derecho sobre cosa ajena, del jurista Paulo (pasando por Justiniano), para definir el usufructo. Porque de eso se trata aquí: de una “ajenización”. De que un padre o una madre son llevados dolosamente a ser ajenos a sus propios hijos e hijas.Renunciar al término alienación parental sería entonces desprenderse del acervo de lo que ya se sabe sobre tal abuso. Además de complicar su reconocimiento algún día como trastorno en medicina -lo que es difícil de entender que aún no haya ocurrido, aceptando que
nuestro deber y responsabilidad es facilitar en lo posible la protección de menores y evitar su atropello-. Finalmente, una dispersión de nombres no haría más que complicar, si no diluir, el esfuerzo por evitar esta lacra.
Siempre vamos a estar a tiempo de parar la alienación parental -ahora, de momento, desterrando sin miramientos el art. 10 bis III del proyecto de ley; informando e informándose sobre este abuso y sus consecuencias; poniéndonos de acuerdo en que se le llame alienación parental; etc-. Pero cuanto más tardemos, más víctimas tendremos. Todos y todas sabemos que las habrá. Lo triste es que, con tanta confusión innecesaria, a fecha de hoy ni si quiera se puede saber cuántas serán -ni hasta qué punto-. Seguirán siendo invisibles, pero no por sí, sino por nuestra ceguera -o por nuestra falta de decisión-.
1 Proyecto de Ley Orgánica de protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia.
Artículo 10 bis (nuevo). Derecho de las víctimas a ser escuchadas.
1. Los poderes públicos garantizarán que las niñas, niños y adolescentes sean oídos y escuchados con todas las garantías y sin límite de edad en todos los procedimientos administrativos, judiciales o de otra índole relacionados con la acreditación de la violencia y la reparación de las víctimas. El derecho a ser oídos de los niños, niñas y adolescentes solo podrá restringirse, de manera motivada, cuando sea contrario a su interés superior.
2. Se asegurará la adecuada preparación y especialización de profesionales, metodologías y espacios para garantizar que la obtención del testimonio de las víctimas menores de edad sea realizada con rigor, tacto y respeto. Se prestará especial atención a la formación profesional, las metodologías y la adaptación del entorno para la escucha a las víctimas en edad temprana.
3. Los poderes públicos tomarán las medidas necesarias para evitar que planteamientos teóricos o criterios sin aval científico que presuman interferencia o manipulación adulta, como el llamado síndrome de alienación parental, puedan ser tomados en consideración.