“Había soñado que atravesaba un bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna y, por un instante fue feliz en el sueño”.
(Crónica de una muerte anunciada, Gabriel García Márquez)
La inminente reforma del proceso penal español
“Preferiría quedar librado a mi suerte a los salvajes y ser devorado vivo a caer entre las garras despiadadas de los sacerdotes y ser llevado ante la Inquisición”.
Daniel Defoe (Robinson Crusoe)
El día 31 de julio del año 1826 fue ejecutado el maestro de escuela Cayetano Ripoll, acusado de profesar ideas contrarias al credo católico (HUERTAS, DE MIGUEL y SÁNCHEZ, 1996, 326-327). La Audiencia de Valencia, en cumplimiento de la sentencia de la Junta de Fe provincial, dispuso su ahorcamiento. Luego, el cadáver fue depositado dentro de un tonel pintado de culebras y arrojado al río (CARO BAJORA, 1996, 58). Este fue el último ajusticiamiento de la Inquisición española, abolida definitivamente el uno de julio de 1835 por decreto de la Regente María Cristina. La puesta en escena recuerda a la antiquísima pena del culleum romano. Al reo se lo introducía en un saco con cuatro animales impuros (un perro, un mono, un gallo y una víbora) que se lanzaba a la corriente. Es un ceremonial de raíces prehistóricas mediante el que la comunidad anhelaba conjurar el maleficio del tabú quebrantado. Se confiaba en que el líquido elemento fuese una barrera infranqueable para los malos espíritus (CARBASSE, 2000, 58-59).
Preguntémonos si nuestro vigente sistema procesal no seguirá siendo deudor de la mentalidad de los inquisidores. Hay quien opina que “la actitud ideológica” del Santo Oficio sobrevive hoy día y hasta que “conserva buena salud” (JUAN CAVALLERO, 2003, 12). La doctrina reconoce unánimemente que nuestro proceso es, al menos en parte, “inquisitivo”. Los comentaristas anglosajones utilizan llanamente otro adjetivo para describir la misma realidad: inquisitorial. No es que el proceso siga igual desde Torquemada; antes bien, se valen de esa expresión para caracterizar genéricamente un modelo que “garantiza menos derechos al acusado y opera con la premisa de que la instrucción (pretrial inquiry) y la aplicación de la ley escrita han de guiar la sociedad en la búsqueda de la justicia” (DEFLEM y SWYGART 2001, 53).
Es cierto que tales notas no sólo se las atribuyen a nuestro régimen procesal, sino, a grandes rasgos, a los herederos del Derecho romano. Pero España se aferra a la figura del juez instructor, un caso casi excepcional. Los países democráticos van encomendando la dirección de la fase previa al juicio al fiscal. Tanto es así que para algunos, tarde o temprano, nos sumaremos velis nolis a esta corriente internacional, por lo que mejor sería ponerse manos a la obra a corto plazo, so pena de afrontar una reforma precipitada e irreflexiva (ESPINA, 2002). Muchos son los argumentos aducidos a favor del cambio, como comprobaremos más adelante. Fijémonos ahora sólo en las dudas sobre la imparcialidad de un funcionario entre cuyos cometidos se encuentre la pesquisa del crimen y, simultáneamente, el ejercicio de la función jurisdiccional. Experimentos realizados en materia de psicología de la información por Bernd Schüneman, de la universidad de Munich, revelan que el instructor está impedido para logar “la distancia valorativa respecto de sus propias investigaciones” (2005, 76). En suma, la esquizofrenia de quien debe perseguir y proteger al mismo tiempo al delincuente. Por eso, da lo mismo la imagen que nuestras leyes den de nuestro proceso si, a la hora de la verdad, viene a parar en el viejo esquema inquisitorial. Si estas críticas fuesen acertadas, nuestro enjuiciamiento criminal evocaría en algunos aspectos al de regímenes como el de la República Islámica de Irán. Según la disidencia de dicho país, “aunque parezca increíble, el juez, el fiscal y el abogado defensor suelen coincidir en la misma persona” (2007, AMIRAHMADI).
Ésta, empero, no sería la única debilidad. También abundan las acusaciones de ineficacia. El catedrático Vicente Gimeno Sendra observa cáusticamente como, a su juicio, “la policía hace mucho más trabajo en tres días que los jueces en meses e incluso en años” (2005, 38).
Esta situación, con todo, acaso tenga los días contados. De un tiempo a esta parte todas las reformas procesales han ido paulatinamente reforzando la posición del Misterio Público. A la par ha ido mudando la doctrina. Un buen ejemplo son las jornadas celebradas bajo el auspicio del Ministerio de Justicia, cuyo debate se recoge en un libro prologado por el Secretario de Estado, publicado en 2005. La mayoría de los autores toman partido a favor de que instruya el Fiscal. Posteriormente, el Consejo General del Poder Judicial dio a la imprenta en el año 2006 una obra titulada “Hacia un nuevo proceso penal”. Era una colección de las ponencias de un grupo de estudios de la carrera judicial, presentada como un curso de formación para magistrados (véase bibliografía para ambos casos). Ni se planteaba la duda; se daba por sentado que la nueva ley prescindiría del juez instructor. Es más, la reunión nacional de los jueces decanos, celebrada en Zaragoza en el año 2006, trató en su jornada de 23 de octubre, el rumbo de nuestro proceso penal. Pese a ser la magistratura un sector tradicionalmente reticente, se asumió de facto la desaparición de nuestro ancestral modelo de instrucción penal. Aunque el debate es intenso, predomina el sentimiento de que la reforma es inevitable (ducunt volentem fata, nolentem trahunt). Diríase que estuviéramos empeñados en un avance trabajoso en el que, paso a paso, nuestro sistema se va aproximando a la ansiada meta final. Eso sí, sorteando grandes obstáculos. La inercia de la historia es enorme.
Y es que da la impresión de que la sociedad esté encariñada con la ilusión fantasmagórica de un mítico juez instructor, híbrido de Sherlock Holmes y Robin Hood (2005, ALVARADO, 181). Tal vez sea el imaginario remedio actual contra los malos espíritus que los antiguos ansiaban alejar con el agua purificadora. Es bien otra la communis opinio actual: la instrucción ha de ser atribuida al Fiscal, ya que el régimen actual fracasa tanto en garantismo como en eficacia, las dos aspiraciones indiscutidas del proceso penal.
Pues bien, tal conclusión es falsa. “Falsa” no es sinónimo de mentira, ni siquiera de error. Es una falsedad en el sentido de la técnica lógico-argumentativa. Esto es, que no casa con las premisas de las que deriva. De ahí que, más que refutarla, lo que se intentará a continuación es establecer los presupuestos que la convertirían en válida.
El caso Outreau, fracaso de la herencia napoleónica
“Croyez moi, avant ce 14 novembre 2001, je ne pensais pas que l´erreur judiciare pouvait encore exister en France” (Créame, antes de ese 14 de noviembre de 2001, yo no creía que el error judicial pudiera existir todavía en Francia).
Declaración de Alain Marecaux , absuelto en el asunto Outreau, ante la comisión parlamentaria francesa encargada de investigar los hechos
¿Debe instruir el fiscal o el juez? Este debate, como apunta atinadamente Gemma García Rostán, autora de la más reciente monografía sobre el proceso penal de menores, está ya “exprimido” (2007, 57). No merece la pena demorarse desgranar al detalle el manido arsenal argumentativo. Quien desee profundizar tiene a su alcance el número junio/diciembre 2007 de la publicación “Teoría Derecho, revista de pensamiento jurídico”, donde se desmenuza el tema. Con una escrupulosa neutralidad se contraponen dos autores a favor de la instrucción judicial y otros dos en contra. Eso sin olvidar el ya clásico “El Poder de Acusar”, de Diez Picazo, de obligada lectura.
Más útil, por el contrario, es contemplar un ejemplo real: el asunto “Outreau”, uno de los últimos escándalos de la vida judicial francesa. Precisamente la nación vecina, junto con España, se empecina en preservar el sistema napoleónico de instrucción. El prestigioso magistrado Antoine Garapon, director del “Institut des Hautes Etudes sur la justice”, sacó a la luz en el año 2005 una obra donde explicaba con maestría el trágico sucedido. El título era bien didáctico: “Les nouvelles sorcières de Salem: leçons d´Outreau” (las nuevas brujas de Salem: lecciones de Outreau). Repasemos los hechos:
Outreau es un pueblecito de la Francia septentrional, donde en diciembre del año 2000 los servicios de Ayuda Social creyeron haber detectado un episodio de abusos sexuales a menores. El Ministerio Fiscal emprendió en enero de 2001 unas indagaciones que terminaron judicializadas. El joven magistrado instructor, Fabrice Burgaud, se hizo cargo del caso el 22 de enero de ese año. Este juez, “con cara de niño tímido y empollón” (Diario “El País”, 29-I-2006), se habría tomado el asunto como algo personal. Dando crédito a las delaciones de una de las imputadas, comenzó a desmadejar lo que pensó que era un entramado internacional de pedofilia. Rastreando las pistas que le proporcionaban las exploraciones de los niños presuntamente vejados, amplió progresivamente el círculo de los detenidos hasta llegar a los 17 imputados. Afloraron supuestos asesinados de bebés y en enero de 2002 se practicaran excavaciones para desenterrar los cuerpos. En esto, no tuvo empacho de hacer uso generoso de la prisión provisional. Aunque pocos meses después, el tres de septiembre, Burgaud tomó posesión de una plaza en otro destino (en la sección antiterrorista de París), los autos fueron conclusos y remitidos al tribunal sentenciador el 13 de enero del año 2004 por el colega que lo reemplazó. Celebrado juicio oral el cuatro de mayo del año 2004, seis de los acusados fueron absueltos. Recurrida la sentencia, la absolución alcanzó asimismo a otros siete de los condenados (el uno de diciembre de 2005).
Burgaud, que había sido vitoreado como héroe, acabó bruscamente vilipendiado como villano. Se le reprochó su credulidad, las inacabables privaciones de libertad de los inocentes, y su “soberbia infinita” (Diario “El País”, 29-I-2006). Por supuesto que no apareció bajo tierra ningún cadáver. Su labor se convirtió en el paradigma de instrucción chapucera. El clamor popular fue tan atronador que hubo de crearse una comisión de la Asamblea Nacional para afrontar la reforma del proceso penal.
Los abogados de los injustamente acusados organizaron una campaña para eliminar la figura del juez instructor. Los acaudilló el parlamentario y ex magistrado, Georges Fenech. En su libro “Un juge en colére. En finir avec le juge d´instruction” (un juez encolerizado. Acabar con el juez de instrucción) arremete contra lo que denomina “tiranía judicial” (2005, 72). Todas y cada una de las críticas que se oyen entre la doctrina española se plasman vívidamente en este fiasco judicial. Detengámonos en algunas de las más habituales:
Primero, el juez instructor carece de habilidades investigadoras. Como se ha dicho ingeniosamente: “no podemos esperar que todos los jueces estén dotados de las capacidades lógico-analíticas de Sherlock Holmes” (SOBRAL, GÓMEZ y PRIETO, 2006, 328). Segundo, está condicionado por sus prejuicios, “fantasmas personales”, según los mismos autores (2006, 328-329). Tercero, actúa con “lentitud e ineficacia” (GIMENO SENDRA, 2006, 86). En cuarto y último lugar por ahora, la instrucción estigmatiza al imputado, sometiéndolo de facto al strepitum iudicii (VARELA CASTRO, 2006, 312).
Esta última consideración entrañaría materialmente el castigo penal de quien no ha sido todavía juzgado. No sólo por el eventual ingreso en prisión provisional, sino por la infamia que embadurna su buen nombre. Cristian Godard, uno de los absueltos que declaró ante la comisión parlamentaria, recuerda las murmuraciones de sus propios amigos: “si on l´a mis en prison, c´est qu´il y a vuelque chose” (si lo han metido en prisión, es que hay algo). Otro, David Brunet, más amargamente, los desalmados gritos que le lanzaban: “Quand tu vas ressortir dans 20 ans, dans 30 ans, tu reverras tu fils. Tu vas povoir enculer à nouveau” (cuando salgas dentro de 20 o 30 años verás otra vez a tu hijo y podrás darle de nuevo por culo). Las trascripción íntegra de las actas de los interrogatorios de la comisión la público el día cuatro de febrero del año 2006 el periódico “Le Figaro” (véanse, respectivamente, las páginas 82 y 79 de la referida edición, también accesible en Internet).
Las fallas del sistema no serían accidentales, sino esenciales. El problema no es tal o cual juez, Burgaud o quien fuere, sino el “escándalo conceptual” de fundir investigación y enjuiciamiento (VIVÉS ANTÓN, 2007, 114). El vicio anidaría en la arquitectura del proceso penal, que condensa un poder desmesurado en manos de un funcionario quasi-irresponsable. Georges Fenech moteja al órgano instructor de “super-flic” (2006, 27) –“super poli”- y de “Big Brother” (2006, 73) – “Gran Hermano”, sin ahorrar reproches al corporativismo judicial. En nuestra patria, donde el tomo suele ser más comedido, el ex Ministro Javier Moscoso se atreve a aventurar que “todas las reformas hasta hoy han adolecido del tradicional temor de agraviar a los jueces privándoles del escaparate social que al parecer más les gusta: la instrucción penal” (2006, 1023).
El derecho penal democrático parece lastrado por las obsesiones de un pasado remoto, de ahí la mención de Garapon a Salem. Por eso viajaremos en el tiempo, al año del Señor de 1610; no a los Estados Unidos, sino al Reino de España, a la localidad de Zugarramurdi.
El caso Zugarramurdi, las garras de la Inquisición
“Y a los niños pequeños los chupan por el sieso (trasero) y por su natura; apretando recio con las manos, y chupando fuertemente les sacan y chupan la sangre; y con alfileres y agujas les pican las sienes y en lo alto de la cabeza, y por el espinazo y otras partes y miembros de sus cuerpos (…); y otras veces los matan luego, apretándoles con las manos y mordiéndolos por la garganta hasta que los ahogan”.
(Auto de fe de la Inquisición de Logroño, proceso de Zugarramurdi, 1611, edición de Juan de Mongastón)
A comienzos del año 1610 empezaron a difundirse inquietantes rumores procedentes de Navarra. Circulaban historias de matanzas de niños con el trasfondo de macabros aquelarres donde se perpetraban monstruosidades sin parangón. Las gentes sencillas sucumbieron al pánico y pasaron a la acción. Los padres llevaban a sus hijos a pernoctar en albergues como el del cura de Vera de Bidasoa en su casa parroquial, donde dormían custodiados a resguardo de los brujos. Pero estos no se arredraban, tal como evidencia la aterradora escena de la acometida nocturna de los sectarios que, encaramados al techo, lograron arrebatar a alguno de los niños (CARO BAJORA, 1993, 227).
Las autoridades eclesiásticas comisionaron al inquisidor don Juan Valle Alvarado el ocho de junio de ese año a la localidad de Zugaramurdi, donde recogió abundantes denuncias que salpicaron a más de trescientas personas. Al poco se le unieron otros dos inquisidores, don Alonso Becerra Holguín y don Alonso Salázar Frías. Pusieron en marcha un procedimiento inquisitivo que culminó con sentencia dictada ocho de noviembre de ese mismo año. Recayeron 53 condenas, 11 de ellas a morir en la hoguera, si bien sólo llegaron a ejecutase cinco de las penas capitales.
La relación de hechos probados se contiene en el auto de fe, que el editor Juan de Mongastón publicó en enero de 1611 (disponible en la Red,” biblioteca virtual “Gonzalo de Berceo”). En el siglo XVIII el ilustrado Leandro Fernández de Moratín glosó el documento en tono burlón. Según él, nos hallamos con una “plebe embrutecida y amotinada con la bendición del clero retrógrado” ante un “Tribunal de tinieblas”. El nexo entre Outreau y Zugarramurdi es el idudex suspectus, o sea, el que ya ha tomado partido en el fondo de su alma, acaso inconscientemente, a favor de la acusación.
Junto al modelo inquisitivo coexiste el acusatorio (inquisitorial y adversarial, respectivamente, en la literatura anglosajona). Nuestra doctrina suele usar indistintamente las expresiones “sistema acusatorio” y “principio acusatorio” (GUERRERO, 2005, 88-89). Aquí reservaremos el vocablo “sistema” para describir un producto histórico determinado (verbigracia el régimen actual del proceso estadounidense), mientras que el “principio” será la línea directriz que informa cada uno de los sistemas concretos.
Es un tópico afirmar que el sistema acusatorio es el originario, propio de la Grecia clásica y de los primeros siglos de Roma. El canto XVIII de la Ilíada reproduce la más antigua representación de un proceso en nuestra civilización. El cuatro que traza Homero es de muy difícil exégesis hoy día pero, de la mano del historiador Robin Lane Fox, ofrecemos una hipótesis plausible (2007, 55): entre dos familias se suscita un conflicto generado por un homicidio. Ambas discuten ante el pueblo reunido en Asamblea, presidido por un Consejo arbitral de Ancianos. Han depositado a la vista de todos la “pena”, el precio de la víctima. Los ancianos, uno a uno, van pronunciando su sentencia. Es la asamblea la que aclama, de entre todos los veredictos pronunciados por cada uno de los miembros del Consejo, el que más le complace. Este pronunciamiento es, por ende, el que acatan los contendientes y resuelve el conflicto. La parte perdedora entrega la pena al árbitro cuya sentencia haya merecido la aprobación de la comunidad.
Son ya reconocibles algunos de los principios que, con el devenir de los siglos, encarnarían el ideal del “proceso debido”: publicidad, oralidad, igualdad de las partes, debate contradictorio, enjuiciamiento por jurados, papel limitado de los jueces al dictado de la sentencia…Todo muy lejos del aparato inquisitorial. ¿Cómo un sistema tan pulcro llegó a engendrar el Santo Oficio?
El proceso como categoría única
“Se denomina Derecho al vínculo entre personas que son a su vez titulares de derechos y deberes, mientras que la relación con un enemigo no se determina por el derecho, sino por la coacción”.
Jakobs (Derecho penal del enemigo)
El proceso, sea civil o penal, posee un núcleo conceptual común. El catedrático mexicano Vicente Fairén Guillén ha elaborado un monumental tratado titulado “Teoría General del Derecho Procesal”, donde aplica al proceso el calificativo de “noción única” (1992, 1). Entre nosotros, el profesor Agustín Jesús Pérez Cruz Martín es artífice de un manual de idéntico nombre, con la misma mirada unificadora. Aunque no todos estén de acuerdo en la existencia de unas mínimas categorías compartidas, hay algunos conceptos imprescindibles, como el de “parte”. Recuerdan los autores del manual de derecho procesal nicaragüense redactado con ocasión de la reciente reforma su sistema criminal: “las partes son tan importantes que si no existieran habría que inventarlas” (TIJERINO Y GÓMEZ, 2006, 153).
El profesor y ex magistrado argentino Adolfo Alvarado Velloso explica el proceso como un cauce formal para resolver el conflicto. El que pide algo (demandante o acusador) es el “pretendiente”. El que se opone (demandado o acusado), el “resistente”. Quien decide, un tercero im-parcial (pues no es parte), que es el juez (2005, 52-55). Se inspira en la dialéctica del filósofo Hegel, que concibió la realidad como un permanente diálogo entre la tesis y la antítesis, superado en la síntesis. El pretendiente intenta convencer al juez de la veracidad de su tesis, el resistente de la antítesis. A tal efecto despliega una la actividad probatoria, encaminada a la “confirmación” de sus respectivas pretensiones (ALVARADO VELLOSO, 2006, 28-29).
La configuración más sumaria del proceso, conforme al esquema hegeliano (si bien no formulado expresamente por el filósofo), es ésta: 1) Acusación (tesis); 2) Defensa (antítesis); y 3) juicio (síntesis). En este último estadio se incluyen la prueba y la sentencia. Hasta aquí corren paralelos los procesos civil y penal.
El sistema penal, por fuerza, complica el modelo. Cuando los poderes públicos consideran que la tutela de algunos intereses esenciales no debe abandonarse al arbitrio de los particulares, el Estado se convierte en acusador. Por tanto, la investigación que el pretendiente acomete para fundar su pretensión, que antes era enteramente privada, se oficializa y, por ende, accede al proceso (es la fase previa). Por otro lado, con mucha frecuencia la investigación oficial habrá de restringir los derechos más preciados de los ciudadanos, al operar los infractores en la sombra. Será menester, consiguientemente, recabar permiso de la autoridad para invadir esa esfera íntima, de entrada, infranqueable. Finalmente, no se estima conveniente mandar a juicio a alguien sin más, dado el estigma con el que el proceso penal tizna el buen nombre del que lo padece, incluso si resulta absuelto. Es aconsejable interponer un filtro que cierre el paso a acusaciones infundadas. Además, que purgue los defectos formales que traben la libre discusión. Es la “fase intermedia”, que en su función reparadora suele aparecer también en el proceso civil (Audiencia Previa de la Ley de Enjuiciamiento Civil).
Por último, en previsión de errores, se introduce una instancia revisora de la decisión judicial. Son los recursos. Aquí no hay diferencia ontológica con la jurisdicción civil. Terminemos el recorrido dejando a un lado la ejecución, pues no atañe al objeto de nuestra reflexión.
El producto final acumula notable complejidad, a saber: 1) Fase previa; 2) Autorización; 3) Fase intermedia; 4) Acusación; 5) Defensa; 6) Juicio; y 7) Recursos. He aquí el proceso como una “sucesión de actos” (DE LA OLIVA Y FERNÁNDEZ, 1996, 131). Estas actuaciones cumplen en su conjunto una función, que no es otra sino la solución del conflicto social. A su vez, cada uno de los siete pasos enumerados representa una sub-función de esa meta mayor, que es la pacificación. Un sistema que pusiera la imparcialidad por encima de todo asignaría cada una de estas funciones menores a un órgano distinto. No olvidemos que el más severo reproche al instructor era su falta de distanciamiento emocional. Han de estar libres de “afecto, interés, odio y amor propio” (JIMÉNEZ ASENSIO, 2002, 255). El proceso inquisitivo ideal, por el contrario, concentra las “funciones juzgadoras, defensoras y acusadoras en una misma persona o conjunto de personas” (FAIRÉN, 1992, 47). En el extremo opuesto, la segmentación máxima en órganos y funciones.
Sin embargo, esta aspiración hipergarantista supone el pago de un precio en eficiencia. Es costosa, pues multiplica las instancias decisorias. Por otro lado, merma la eficacia, al montar un engranaje que, para funcionar sin atascarse, exige acompasar armónicamente numerosos órganos. Se corre el riesgo de dar a luz un organismo congestionado, de movimientos torpes y lentos, claudicante ante los desafíos de la criminalidad contemporánea, como las mafias, el terrorismo islámico o la pornografía infantil. No es de extrañar, consiguientemente, que los discursos sobre seguridad se vuelvan a veces “ensordecedores” (CARMONA RUANO, 2006, 31) y que vaya materializándose el denominado “derecho penal del enemigo” que, para sus detractores, se traduce en: “(…) un derecho represivo excepcional, aligerado de garantías y usuario de penas extremadamente duras” (DIEZ RIPOLLÉS, 2004, 30).
El legislador democrático resolverá el reto según su ideología. Algunos modelos pondrán el acento en la tutela del inculpado, otros en la represión. Pero siempre dentro de las barreras infranqueables del “proceso justo”, que los anglosajones denominan proceso debido (“due process”), mientras que entre nosotros suele conocerse como “proceso con todas las garantías”. Estudiemos cómo se las arregla el legislador español.
El relevo del juez por el fiscal
“Prosecutors and policemen simple cannot be asked to maintain the requisite neutrality with regard to their own investigations” (Simplemente, no se le puede pedir a fiscales y policías que mantengan un minimo de neutralidad sobre sus propias investigaciones).
Coolidge v. New Hampshire, 4003 U.S. 443 (1971). U.S. Supreme Court
La actual Ley de Enjuiciamiento Criminal española alumbró en 1882 un proceso elegante y eficaz que hoy día yace sepultado bajo un detritus de reformas y contrarreformas. No sólo exhibe costurones por doquier, huellas de torpes cirujanos barberos metidos a legisladores, sino que se ve forzada a cohabitar con novelas extravagantes, preterida ya la vocación omnicomprensiva de su espíritu codificador. Hoy día el sistema está tan hinchado que diríase que va a colapsarse aplastado por su propio peso, cual moribunda ballena varada.
En la práctica todo es más sencillo. Esta extendida una corruptela según la cual, de hecho, casi sólo impera uno de los múltiples procedimientos previstos en la ley: el abreviado. Equivale a la “fase de instrucción común ordinaria, luego estampillada cuando es necesario con una adecuación final retardataria al proceso debido” (CARMONA RUANO, 2006, 19). Es decir, al enterarse el juez de la notitia criminis, abre unas “diligencias previas” (nombre de la etapa inicial del procedimiento abreviado) y con arreglo a ellas prosigue los trámites hasta acabar la instrucción. Luego acomoda las actuaciones a lo que toque. Así rinde culto formal a los mandamientos de una normativa devaluada.
Desde la sentencia del Tribunal Constitucional de 1988/45 (12-VII), nuestro legislador ha aprendido que no le está permitido mezclar instrucción y juicio. Este hiato es la señal que marca por antonomasia las distancias con el proceso del Antiguo Régimen. Con todo, el examen de las viejas leyes revela que esa soldadura procedimental no era un dogma inamovible. Las ordenanzas francesas de 1670, uno de los productos legislativos más acabados de la época, preveían que el instructor, una vez concluida la fase previa, enviase al juez ponente (rapporteur) el “saco procesal”. Consistía en un verdadero saco donde se guardaba el expediente al completo, que el ponente debía leerse. Luego, una vez que lo hubiera estudiado, informaba al tribunal, tras lo que se celebraba el juicio. Lo que ocurría es que la ley, si bien lo presuponía, no establecía imperativamente que el magistrado instructor y ponente no coincidieran. Lo habitual era que el instructor presidiera el juicio oral, por lo que influía su criterio decisivamente en la sentencia (CARBASSE, 2000, 210-211).
El asunto no deja de tener su interés ya que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos juzgó admisible que el instructor integrase en determinadas circunstancias el tribunal sentenciador (caso De Cubber, 26-X-1984 y Saint Marie, 16-XII-1992), Habrá que estar, por tanto, a cada supuesto concreto. Nuestra doctrina es más tajante. Entiende que el juez es parcial si ha entrado en contacto con el objeto procesal antes de sentenciar, siempre que ello implique relación con las fuentes de prueba o cualquier acto que suponga la expresión anticipada de culpabilidad (imparcialidad objetiva). De ahí que el que magistrado de la instrucción jamás deba componer el órgano sentenciador. Esta cuestión, al menos entre nosotros, está zanjada.
Pero más dudas han levantado los otros papeles que simultáneamente desempeña el instructor, puesto que no sólo investiga, sino que autoriza a las fuerzas policiales para llevar a cabo actos limitativos de los derechos fundamentales. Aun así, los reproches constitucionales de parcialidad se proyectan sobre la yuxtaposición del juicio y la fase previa, pero no derivan de la mera atribución de facultades investigadoras a los órganos juridisccionales. La antedicha sentencia de 12 de julio de 1988 no pone reparos al modelo de juez instructor. Hasta un autor como Víctor Moreno Catena, contrario a la instrucción judicial, reconoce que: “parece que no cabe sostener la inconstitucionalidad de nuestro tradicional modelo penal, con el juez dirigiendo la instrucción” (2004, 52).
De cualquier manera, una cosa son los frenos constitucionales y otra la conveniencia político criminal. Y qué duda cabe de que, mientras más fragmentado esté el proceso penal, mayores las garantías para el sujeto pasivo de la acción penal. Por eso, a efectos de preservar al máximo la imparcialidad judicial, aceptemos dialécticamente que se le arrebate la investigación al juez. ¿A quién, pues, se le traspasaría?
La tendencia general es favorable a que instruya el fiscal. Pero no todos comparten esta tesis. Alicia González Navarro, artífice de una pormenorizada monografía sobre el principio acusatorio, se opone. Y lo hace por la falta de imparcialidad de dicho órgano, ya que el mismo “sujeto que posteriormente va a formular la acusación es el ha impulsado la investigación” (2004. 106). En términos muy similares, Emilio de Llera Suárez-Bárcena: “si el Fiscal asume la investigación, mal puede a la vez observar sus defectos y desviaciones, que así serían los suyos propios, y tratar de corregirlos” (2001, 197).
Al traer a colación el esquema heptapartido de la serie procesal, nos percatamos rápidamente de que vestimos a un santo para desvestir a otro. Se aleja al juez de la instrucción, pero se le endosa al órgano que carga con la delicada responsabilidad de actuar en sala. Se perfora la membrana aislante entre la fase previa y el juicio. Tales incertidumbres se recogían en el informe de la Comisión del parlamento francés creada a raíz del caso Outreau. Claro, que siempre quedaría la puerta abierta a un remedio burocrático, distribuyendo el trabajo entre varios individuos del Ministerio Público. El problema es que, en puridad, en nuestro país sólo hay un fiscal. La dependencia jerárquica hacia el Fiscal General de Estado implica que, de facto, el mismo foco decisor interviene durante la instrucción y el juicio. Sería factible una estrategia teledirigida desde la cúpula orientada a lo largo de todo el iter procesal. Y eso es precisamente lo que habría que impedir. Más garantista sería que el fiscal acusador gozara de absoluta libertad para desmarcarse de la anterior postura de su compañero investigador. Eso sería imparcialidad.
Esta reflexión revela otro flanco descubierto: la independencia, condición indispensable de la imparcialidad (GONZÁLEZ GRANDA, 1993, 29). La estructura jerárquica del Ministerio Fiscal Español es inconciliable conceptualmente con la idea de independencia. Adviértase que se habla de imparcialidad “objetiva”, pues no se pone en entredicho la actitud subjetiva de cada funcionario, que tal vez logre substraerse a toda influencia en un caso determinado. Pero es que el peso de la historia es abrumador. El Fiscal es un superviviente del Antiguo Régimen, comisionado para defender la “legalidad del Rey”. En la monarquía hispánica, entre otros cometidos, hizo acto de presencia velando por la extirpación del derecho musulmán de los territorios recién reconquistados (DE LLERA, 2001, 162). Se siente el rancio tufo de otra época, cuando la justicia estaba “instituida en la función de gobierno” (GONZÁLEZ GRANDA, 1993, 18). El Constitucionalismo liberal erigió la independencia como un valladar frente a la arbitrariedad del absolutismo. Ese es el sentido de la división de poderes. Por eso, si lo que queremos es intensificar la imparcialidad, se mire por donde se mire, el Fiscal no nos sirve.
Por último, contamos con otra alternativa: las fuerzas policiales. Esa es la sugerencia de Alicia González y de Emilio de Llera, antes citados. Ahora bien, como observa Montero Aroca: “Cuando en la actualidad se dice que la investigación (…) debe atribuirse al fiscal no se sabe muy bien a qué se quiere hacer referencia, pues en la actualidad y en futuro la investigación va a seguir de hecho en manos de la policía” (2007, 58). De ahí que no tengan mucho sentido las críticas de ineficacia al juez instructor, ya que las pesquisas las hacen los técnicos entrenados para ello, que son los agentes policiales. La cuestión es quién los dirige. ¿Acaso no se quiere obedezcan órdenes de órganos cuyos titulares sean juristas de carrera?
No parece que sea eso. La innovación quizás sería la creación de un genuino cuerpo de policía judicial, con vinculaciones orgánicas, y no sólo funcionales, al órgano instructor. Al menos eso es lo que se infiere de las palabras de Emilio de Llera cuando se muestra partidario de que la Fiscalía ostente facultades para recompensar y castigar disciplinariamente a los funcionarios policiales (2006, 125). Para ese viaje no hacían falta alforjas. Es la trillada salida del Ministerio Público, eso sí, con un poder inmenso, como nunca habría soñado ningún juez instructor español.
Sea como fuere, semejantes derroteros nos ubican en los aledaños del proceso estadounidense, al que más se asemejan estas propuestas doctrinales. ¿Cómo habrían reaccionado las autoridades americanas ante los brujos de Zugarramurdi?
El caso Ingram, el sistema acusatorio a prueba
“By God, those´ve done this to you ought to pay for what they´ve done, and I´ll tell you something – you have the right to sue those fuckers and get as much as you want from them” (Dios mío, los que te hicieron esto deberían pagar por lo que han hecho y, te diré algo, tienes derecho a llevar a juicio a esos canallas y sacarles todo cuánto quieras).
Extracto de un interrogatorio policial del caso Ingram, donde un agente policial se dirige al hijo del principal sospechoso (Wright, 1994, 66)
Alemania reformó en el año 1974 su regulación procesal para acoger el “sistema acusatorio”. No se fijó en el modelo británico, sino el estadounidense. Como quiera que el resto de los países europeos siguió la estela germana, indirectamente el Viejo Continente imita al Nuevo Mundo. Tanto fue el éxito que Latinoamérica ha ido rompiendo amarras con la Madre Patria. Desde la redacción del “Código Procesal Modelo para Iberoamérica”, en 1988, una a una van las naciones ultramarinas independizándose de nuestra decimonónica Ley de Enjuiciamiento Criminal. Por otro lado, el embrión del futuro derecho penal comunitario, el Corpus Iuris, adopta soluciones muy similares. Incluso a nivel mundial, puesto que el Estatuto de la Corte Penal Internacional, como en todos los casos indicados, encomienda la dirección de la fase previa al Fiscal.
Urge, por consiguiente, conocer el derecho procesal penal norteamericano. La tarea no es fácil, dado que dentro de la federación cada estado disfruta de competencias en la materia, amen de que reina una gran dispersión normativa. Siendo así las cosas, tomaremos como guía las Federal Rules of Criminal Produre, impresas por el Comité Federal de la Cámara de Representantes (versión de 2004). Son una suerte de acervo común que, si bien no es fuente directa en la mayoría de los procesos, opera como punto de referencia general. Con todo, mejor que perdernos en un cansino análisis del texto, expongamos un caso y veamos cómo se desenvolvió el sistema para resolverlo. Es el que espeluznante suceso que narra el periodista Lawrence Right en su libro, “Remembering Satan” (Recordando a Satanás). Retengamos sólo que la investigación corresponde a la Fiscalía, integrada en el poder ejecutivo, y que las fuerzas policiales gozan de un dilatado margen de autonomía.
El 28 de noviembre del año 1988 fue arrestado Paul Ingram, uno de los miembros más respetables de la ciudad de Olympia, en Washington, presidente del partido republicano local, lugarteniente del sheriff y hombre profundamente religioso. A nadie se le ocurrió pensar que hubiese violado a sus hijas, Erica y Julie, a la sazón de 22 y 18 años de edad respectivamente. Según denunciaron aquéllas, habían aguantado desde su más tierna infancia abusos indescriptibles. Con la asesoría de los consejeros espirituales de la comunidad fundamentalista cristiana a la que pertenecían, las supuestas víctimas fueron recuperando horribles recuerdos, liberándolos de su amnesia. Ingram tampoco se acordaba de nada. Pero, creyendo a sus hijas, y con el auxilio de su pastor, hizo un sincero esfuerzo por revivir las inefables escenas que, a buen seguro, su sentimiento de culpa se había empeñado en borrar. En prisión provisional, de sus labios fue fluyendo una historia escalofriante a lo largo de los interrogatorios. Aceptó incluso someterse a un exorcismo. En juicio confesó sus crímenes y fue condenado en sentencia de conformidad a 20 años de prisión el tres de mayo de 1989.
El interés del asunto no se agota en lo pintoresco la historia. Es que las denunciantes no sólo involucraron a su padre, sino a muchísimas personas más. Según ellas, operaba una secta satánica, compuesta por cientos de miembros, que organizaba horribles ceremonias nocturnas. Actos de bestialismo y asesinatos rituales de bebés formaban parte de la trama. Como en un aquelarre. Erica afirmaba haber quedado embarazada varias veces, obligada a abortar y a comerse sus propios restos fetales. Las autoridades policiales se tomaron en serio las revelaciones y organizaron una masiva campaña a lo largo y ancho del Estado. Emplearon tecnología puntera para rastrear los campos de las inmediaciones en busca del calor orgánico que emitirían los enterrados despojos corporales. Incluso se articuló una unidad especial de la policía para luchar contra los sectarios.
Sin embargo las entrañas de los apacibles paisajes escrutados no escondían ningún cadáver. Las pericias ginecológicas fueron negativas. El experto en psicología del testimonio Richad Ofshe negó todo valor a la confesión pues, a su juicio, había sido inducida por la policía. Ingram, no obstante, se resistía a dudar de sus hijas. Al final se dio cuenta de que había sido presa de la histeria, de que sus recuerdos eran fantasías provocadas por la sugestión, e intentó retractarse. Demasiado tarde. Permaneció en prisión hasta el ocho de abril del año 2003.
Algunos aspectos merecen un comentario jurídico. Llama la atención el libérrimo criterio del fiscal. No todos los denunciados (entre los que se encontraban numerosos agentes de la policía local) fueron encausados. Éste es uno de los rasgos fundamentales del sistema, la discrecionalidad en el ejercicio de la acción penal, sin revisión judicial (PIZZI y MONTAGNA, 2004, 440). El segundo, el matiz convencional de la pena, fruto de la conformidad entre acusación y defensa, irevocable unilateralmente (pacta sunt servanda). Como acertadamente señala Peter Lewisch, profesor de la universidad de Viena (1999, 243-244), nos hallamos ante un contractual settlement (arreglo contractual), lo que permite establecer paralelismos con un market system (sistema de mercado). El tercero, la falta de control jurisdiccional en la fase previa al juicio. Es el señorío de la policía y del fiscal. En realidad, la primera comparecencia ante el juez (Inicial Appearance, regla federal 5), no se produce sino después del arresto. Esto es, no es obligado, como preceptúa el artículo 118 de la LECRIM, comunicar inmediatamente la notitia criminis al sospechoso y, así, investirlo de la cualidad de imputado. Es más, ni siquiera entonces el sujeto pasivo de la acción penal tiene conocimiento de todo el material incriminatorio. De ahí la figura del discovery (regla 16), para revelar los elementos de cargo a petición del imputado, no obstante, no amparada por la Constitución (GUERRERO, 2005, 108). Esta desigualdad de las partes no se corrige del todo en juicio, ya que sólo el Fiscal “tiene la potestad de otorgar inmunidad al testigo y luego exigirle que conteste a todas las preguntas, -la defensa no tiene tal facultad-” (JACOBS, 2007).
El resultado es un sistema casi enteramente privatizado. Es un tópico cifrar en torno al 90 por ciento el número de asuntos que se zanjan mediante la conformidad (plea bargaining). Este porcentaje, no obstante, subestima su importancia, Lo ponen de relieve Pizzi y Montagna con los datos del Estado de Colorado (2004, 445): en el año 2000 los juzgados conocieron de 35.770 expedientes, de los que acabaron en juicio menos de 1.000 (768 en jurado y 58 ante jueces técnicos).
La confesión, por tanto, se encumbra al trono de regina probatorum, al estilo medieval. Es decir, a la postre, todo se reduce a que el imputado "cante". Pero las declaraciones autoinculpatorias extraídas en comisaría no son del todo fiables. El ya mencionado Richard J. Ofshe, en colaboración con Richad A. Leo, elaboró un estudio publicado en 1998 donde barruntaba abundantes casos de confesiones falsas (véase bibliografía). Algunos de ellos son escandalosos, una burla de la justicia. Leemos en el informe: “En cuanto se obtiene la confesión es frecuente que cese la investigación, y la inculpación del imputado se convierta en la única meta, tanto de los investigadores como de los fiscales”: (Once a confession is obtained, investigation often ceases, and convicting the defendant becomes the only goal of investigators and prosecutors). El resultado del proceso viene determinado de facto por la fase prejudicial, toda vez que estas confesiones defectuosas por falta de garantías desembocaron en un 73% de condenas.
Vienen a la mente las palabras del magistrado Joaquín González Caso, a santo de los juicios rápidos españoles: “Al detenido se le lleva, después de uno o dos días en el calabozo de comisaría, en un estado psicológico deplorable ante un juez y allí se encuentra con un representante del Ministerio Fiscal, un abogado designado la mayor parte de las veces de oficio y los policías que le detuvieron a la puerta del juzgado dispuestos a ratificar el atestado. Tiene dos opciones: a) conformarse y que se le imponga una pena normalmente al mínimo legal por el premio de la reducción en la tercera parte y la posibilidad de la suspensión de la ejecución de la pena o b) no conformarse, con el incierto resultado de un juicio en el que puede ser absuelto, pero también recibir una condena el doble o el triple de la que se le ofrece en el juzgado de guardia. ¿El lector que elegiría?” (2004, 84).
Agreguemos un epílogo al caso Ingram, tan parecido al de Zugarramurdi. Lo que Moratín no contó fue que uno de los miembros del tribunal, don Alonso de Salazar y Frías, emitió un voto particular. Disconforme con la sentencia condenatoria, consiguió autorización para revisar el procedimiento. Puesto manos a la obra, ordenó la exploración de 1.384 niños y 420 adultos. Se recolectaron las pócimas, que suministraron a animales para comprobar si eran letales. Emplazó sigilosamente a secretarios en los lugares de celebración los aquelarres para verificar si, en efecto, se congregaban en las fechas de sus diabólicas fiestas. Hasta mandó someter a las muchachas supuestamente ultrajadas a reconocimientos médicos. El resultado fue la virginidad de las féminas, la inocuidad de los brebajes y la soledad de los parajes. Además, concluyó que las deposiciones, fruto de la sugestión, carecían de fuerza probatoria. Confeccionó una voluminosa memoria que envió a la Suprema (Consejo Inquisitorial), tras lo que el 26 de marzo del año 1611 se decretó edicto de gracia (CARO BAROJA, 1993, 235-236).
Quizás Paul Ingram, a diferencia de Robinson Crusoe, hubiera preferido caer en las garras de un inquisidor como don Alonso.
Sueño y realidad: el proceso penal español como sistema acusatorio
“El Soberano, que representa a la propia Sociedad, que tiene en sus manos el poder necesario para defenderla, sólo puede hacer la Ley Penal general (…), pero debe abstenerse (…) de juzgar él mismo”.
Catalina II de Rusia, Instrucción para el proyecto de un nuevo Código de Leyes
La doctrina se enzarza en una batalla dialéctica en torno a si debe instruir el Juez o el Fiscal. Pero lo fundamental no es quién, sino cómo. El mero ejercicio de la acción civil, como regla general, conduce directamente al juicio. Excepcionalmente, empero, la Ley de Enjuiciamiento Civil prevé unas “diligencias preliminares”, que cumplen el mismo papel que la “instrucción judicial”. Satisfacen, en ambas ramas jurídicas, la misión de primera “reconstrucción de los hechos”. (BANAOCLE PALAO, 2003, 24). La clave radica en trazar el perfil de esta fase. Habíamos sentado la premisa de que, a mayor imparcialidad, mayor garantismo. Ese es el origen los recelos contra el juez instructor. El legislador estadounidense ha elegido una vía distinta, caracterizada por la politización y la privatización. Es poco lo que en materia de derechos fundamentales va a enseñarnos semejante sistema, dado que “las garantías esenciales del proceso penal norteamericano las tenemos ya, no nos hace falta copiar ninguna más” (GÓMEZ COLOMER, 2006, 71). En cuanto a eficacia, la dureza represiva no ha propiciado una sociedad más pacífica que la española. La fascinación por el amigo americano “hace pensar más bien no si se está ante el típico caso de deslumbramiento por lo extranjero, que impide ver por la extraordinaria fuerza de su brillo (…) su éxito práctico” (GÓMEZ COLOMER, 1997). Algo así como los salvajes que, encandilados por las baratijas de los colonizadores, truecan oro por latón.
Consecuentemente, la coherencia lógica exige que, si se priva al juez instructor de la dirección de la fase previa, quien lo reemplace reúna las mismas (o más) garantías de imparcialidad que su antecesor. El sistema penal italiano ha optado por configurar un Ministerio Público absolutamente independiente (GUITÉRREZ BERLINCHES, 2004, 56-59). En términos análogos, el portugués (BERNALL VALLS, 2004, 210-13). Acaso quepa dudar de que esa solución sea trasladable a España, a la vista del diseño jerárquico que le imprime la Constitución. Pero no tiene por qué ser así necesariamente. El marco constitucional, por en contrario, es muy flexible. Cabría idear un modelo similar al de los secretarios judiciales donde, pese a una estructura jerarquizante, se prohibiese a los superiores impartir órdenes relativas a un expediente concreto. Otra cosa son las consultas, instrucciones y circulares de la Fiscalía General del Estado que, en cuanto se circunscriban a cuestiones teóricas, son muy valiosas. Lo incongruente, si se defiende la imparcialidad, es permitir a los jefes inmiscuirse en los asuntos de sus inferiores.
Las lecciones del caso Outreau son muy fructíferas. La comisión parlamentaria hizo públicas unas conclusiones en mayo del año 2006 que en modo alguno avalan la caricaturesca imagen que del magistrado instructor pintó la prensa. Aunque recalca su falta de método, inexperiencia e impericia (manque de méthode, inexperience, maladresse) reconoce que dirigió la instrucción a un “ritmo sostenido” (rythme sostenu), en plazos relativamente breves y con respeto a reglas procesales. Todo en el contexto de un expediente complejísimo, con una estructura arborescente permanentemente alimentada por denuncias y revelaciones (RAYSSEGUIER, 2006). Las recomendaciones de la comisión han sido positivadas en la ley de cinco de marzo del año 2007, “tendente a reforzar el equilibrio del procedimiento penal”. Es una norma que limita la prisión provisional (capítulo III) amén de fortalecer la contradicción procesal (Capítulo IV), la celebridad de los trámites (capítulo V) y la protección del menor (capítulo VI). Lo que no hace es suprimir el juez de instrucción. Al contrario, lo robustece, al instituir los llamados “polos de instrucción”, órganos colegiados, formados por una combinación de magistrados nóveles y experimentados.
Y es que, si queremos un cuerpo de funcionarios independientes y objetivos, no hay que inventar ninguno: ya están los jueces. En España la cuestión es más clara, puesto que nuestra fase instructora, mientras no se declare secreta ad intra, es plenamente contradictoria. Es más, levantado el secreto de las actuaciones, todos los autos están a disposición de las partes. No se necesita discovery alguna. En esta línea, la mentada ley francesa, aunque con algunas restricciones, establece la grabación de los interrogatorios de comisaría. Los sindicatos policiales se han opuesto (Diario “Liberation”, 31-V-2006). Detengámonos aquí, pues hemos tocado un punto delicadísimo:
La Ley de Enjuiamiento Criminal, tal como nació en 1882, establecía una instrucción plenamente judicializada. La policía estaba obligada a entrar en contacto con el juez, a lo máximo, a las 24 horas de la notitia criminis, precisamente la duración de la detención preventiva (DE LLERA, 2001, 67 a 70). Hoy día, esta fase inicial se les ha escapado de las manos a los jueces. Los agentes policiales suelen investigar sin contacto con el magistrado hasta que le presentan el “atestado”, un dossier completo y redondo que bastaría por sí sólo para redactar una sentencia. Llegado al juzgado de instrucción, se escenifica un extraño ritual. Los funcionarios judiciales repiten una a una las actuaciones a que antes habían realizado los agentes policiales. Luego, por si fuera poco, se reproducen otra vez el juicio. Sería plausible condensar esta representación en tres actos con una expresión matemática: “la formalidad es inversamente proporcional a la importancia”. Es el imponente aparato judicial de la Sala el que, sobre el papel, zanja la controversia. Sin embargo, la policía resuelve materialmente el caso en su modesto atestado, una simple “denuncia”, según la LECRIM. Acaso el lego en derecho se pregunte ¿qué hay de malo en todo esto?
Pues bien, no hay nada que reprochar a que la sentencia coincida con el atestado, siempre que, desde el principio hasta el final, se hayan respetado todas las garantías del proceso justo. El problema radica en que se desarrolla a espaldas del ciudadano una investigación que, a la postre, será decisiva para una eventual condena. El legislador está plantado ante una encrucijada que se bifurca en dos caminos: uno hacia los Estados Unidos de Norteamérica, el otro hacia la República Francesa.
La senda americana apuesta por oficializar la emancipación policial. La investigación no es ni siquiera conceptualmente un proceso (no aparece en las Federal Rules). Aunque los agentes no vayan por libre, sino que obedezcan al Fiscal, éste se halla inserto dentro del poder ejecutivo. De ahí que no se mueva por criterios de “legalidad”, sino de “discrecionalidad”.
Ciertos autores españoles, amparándose en la noción de “política criminal”, se alinean en las filas de la desjudicialización de la investigación (GIMENO SENDRA -2005, 37-, MORENO CATENA, -2005, 49-, FUENTES SORIANO -2000, 300- ). En consonancia con esta tendencia se propone asimismo una noción de “oportunidad” que, en tanto que inmune al control jurisdiccional, es sinónimo de discrecionalidad (DIEZ PICAZO, 2000, 13). Alguno ha llegado a ofrecer como remedo de la tutela judicial, nada más y nada menos, que la responsabilidad disciplinaria (LORCA MARTÍNEZ, 2004, 198). Finalmente, se muestran reticentes a la “acción popular” (DIEZ PICAZO, 2005, 94). Es un rompecabezas que no se entiende si falta alguna de sus piezas. De nada les aprovecharía consagrar el “Fiscal Investigador” si viene a parar en un funcionario plenamente independiente cuya actuación esté regida por el principio de legalidad y sometida a control jurisdiccional: ¡sería un juez instructor! En el fiscal, en cambio, la independencia constituiría una rémora, pues se desea que sea dúctil para plegarse ante los dictados de la política criminal. Es verdad esta sumisión que no suena bien, de ahí que se acuda con cierta frecuencia vergonzosamente al eufemismo "autonomía" para encubrir la subordinación del Ministerio Público al poder político.
Pasemos ahora a la “privatización. Se enfatiza la composición entre el delincuente y la víctima con las miras en un derecho penal que exceda ampliamente la estrecha mentalidad represiva (CARMONA RUANO, 2006, 31). Por muy prometedora que sea esta vía, tarde o temprano se topa con un callejón sin salida. “¿Qué conflicto existe entre atracador y atracado?, ¿cómo se logra la paz entre el violador y la violada?”, se interroga Montero Arcoa (2007, 29). Además, las víctimas no son seres angelicales, sino personas moralmente heridas que a veces están dominadas por sentimientos de rabia (DE LA BARRA, 1999,186-187). Bernd Schünemann avisa de riesgo de que los “acuerdos informales” en los que se apaña la confesión sean el escenario de “brutales coacciones” donde el más poderoso imponga sus fines, como enseña la psicología de la información (1991, 55). Recordemos el informe Ofshe.
La otra alternativa es la senda francesa, que pretende que el juez vuelva a retomar el control de la investigación. Se dirá que es una utopía, que el ritmo burocrático de la tramitación judicial es incompatible con la eficacia investigadora. Aun así, lo que el legislador francés busca es que la policía judicial sea realmente el cuerpo ejecutor del órgano jurisdiccional. No se está diciendo que el juez decida una a una las pesquisas policiales para que serpenteen al exasperante ritmo de las providencias y autos, engrosando los polvorientos legajos que atiborran los anaqueles del juzgado. Antes bien, que los agentes rindan cuentas al juez, trabajen a sus órdenes y que, por consiguiente, se halle éste permanentemente informado. De ahí la lógica de que toda la investigación, incluso lo que sucede en comisaría, sea registrada en soporte audiovisual.
Si quisiéramos trasplantar este esquema a España, no habría que pensar mucho, sólo retomar el esquema del procedimiento “Sumario” de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Se ha criticado tradicionalmente que el sospechoso, según la decimonónica regulación, careciera de derecho de defensa antes del auto de procesamiento. Pero es que esa resolución judicial, más que asemejarse al auto de transformación a procedimiento abreviado, se aproximaba a la citación del actual artículo 118 de la LECRIM. Lo que las reformas procesales subsiguientes anhelaron era que, desde el principio, se comunicase al sujeto pasivo de la acción penal la existencia del procedimiento. Lo que se consiguió fue desviar el centro de gravedad hacia la fase prejudicial y, por ende, preprocesal. El efecto fue el adverso, la pérdida de contradicción.
Diríase que la doctrina ha desfallecido y que se ha resignado a renunciar al carácter contradictorio a la investigación. Según Luciano Varela, el “juicio de acusación constituye el inicio del proceso penal” (2006, 84). ¿Y antes? nada, sólo "oportunidad" (más bien discrecionalidad) y “política criminal”. Más aun, se ha llegado a proponer que no se levanten actas de las declaraciones policiales, sino que baste con la identificación del testigo y de la noticia criminal que percibió (DE BENITO, 2006, 209). Es difícil imaginar mayor poder para la policía y el Fiscal. Seguramente la razón de tan rompedora innovación no es sino evitar la influencia del atestado en el juicio oral. Pero, tal como se infiere del propio artículo citado de Varela Castro, la “acusación” no surge de la nada, de golpe, sino que paulatinamente va cobrando cuerpo a través del recorrido procesal. Por eso, nada hay que objetar a que la fase previa influya en sentencia, siempre que todo el iter se haya desenvuelto contradictoriamente. Cuando sea menester se decretará el secreto pero, una vez cesado, se reconstituirá la bilateralidad. Lo demás es la actitud del avestruz: creer que, porque no se deje constancia, no afecta al resultado del proceso. Simplemente, lo suprimimos y se acabó. Naturalmente que afecta, pues sigue existiendo y, por tanto, contribuye a formar la convicción del fiscal, cuya toma de postura (y más en este escenario americanizante) es esencial.
E, insistamos, mientras más se extiendan los acuerdos prejudiciales, más a merced de la acusación van a quedar los imputados (que ni siquiera son tales, todavía no hay proceso; no vayan a creer los ingenuos que los tratos preliminares de la plea bargaining se negocian a presencia de actuario). Ese es el momento que decide el juicio. Curiosamente, la doctrina de inspiración acusatoria abandona al sospechoso a una tierra de nadie, reino de la oportunidad, y hasta borra de las actas testificales su contenido. Mientras que la inquisitiva (motejada de menos garantista), propugna una fase contradictoria que aspira a reflejar en soporte audiovisual (mal que le pese a los sindicatos policiales). El ejemplo americano es la prueba más contundente de cómo este ensueño acusatorio sólo es deseable mientras uno está dormido; al despertarse genera repulsión. Cuanta razón lleva Perfecto Andrés Ibáñez al adjetivar a estos nuevos vientos de “neoinquisitivos” (2007).
Comprendemos ahora la diferenciación entre principio y sistema acusatorios. El modelo sumarial no pertenece al “sistema” acusatorio”, pero sí está imbuido del “principio” acusatorio, en cuanto que éste se entienda (como suele hacerse con notable imprecisión técnica) como sinónimo de orientación plenamente garantista. Además, cuenta con otra baza: la Audiencia Provincial decide la apertura la fase intermedia, con lo que se depura la imparcialidad del instructor. Persiste el inconveniente de que el mismo órgano investigador autoriza las limitaciones de derechos. Pero ese escollo sería fácilmente soslayable con la adición de un juez de libertades que, a diferencia del francés (que sólo intervine para la prisión provisional), lo hiciera siempre que fuere necesario (escuchas, registros...). Ahora bien, supondría sólo un prurito ultragarantista porque la palabra final, vía del omnipresente recurso, es del tribunal de apelación (URBANO CASTRILLO, 2003, 75). Según la experiencia alemana, el juez de garantías es la “hoja de parra del Estado de Derecho” (SCHÜNEMAN, 2005,57). Su tarea se limita a rubricar peticiones del Fiscal. ¿Y cómo sería de otro modo, si le presentan un expediente del que no sabe nada, bien preparado de antemano por el Ministerio Público? Nos preguntamos, pues, con la profesora Armenta si es necesario el fiscal instructor (2002).
Únicamente si nos guardamos de “unos funcionarios de carrera, independientes de toda responsabilidad política” (MORENO CATENA, 2005, 48). En el fondo sólo hay ideología. Demostración de ello es que, en los procedimientos civiles de familia, donde la protección de los menores es prioritaria, no se hacen ascos al proceso inquisitivo (LACUEVA BERTOLACCI, 2002). Durante el régimen franquista, aunque nominalmente el juez instructor indagase sin trabas, jamás se habría osado a entrometerse con el poder político. Como el columnista Manuel Rivas escribe, a ningún juez del régimen se le ocurrió excavar ex officio iudicis fosa alguna (Diario “El País”, 1-IX-2007). No es de extrañar que la idea de asignar la investigación Ministerio Público comenzara a oírse en el tardofranquismo, como ya la ensayó la Alemania nazi (BACIGALUPO, 2005, 19). A fin y al cabo, es una típica institución predemocrática, mientras que el juez de instrucción nació de la Revolución Francesa. En el régimen constitucional los poderes del juez investigador son reales, por lo que es capaz incluso de interferir en la política terrorista (VILLEGAS, 2007). Por eso, como denuncia valientemente Alejandro Nieto, lo que ocurre es que los jueces son “potencialmente peligrosos desde el momento en que pueden enjuiciar a (…) los hombres del Poder. (…) Si los jueces no se ocuparan más que de arrendamientos rústicos, letras de cambio y hurtos callejeros, es seguro que el Gobierno respetaría su independencia” (2005, 122-123).
El debate de fondo es de mucho calado, al tocar la legitimación democrática del poder judicial. La respuesta del estado liberal es rotunda: separación de poderes. Quizás por eso sea Francia el bastión del juez instructor. Con todo, no se propone una copia servil, dado que algunos de los principios del modelo galo chocan con nuestra tradición, como la merma de la contradicción durante la instrucción o la misma preeminencia del principio de oportunidad. La solución es aprovechar lo que ya tenemos.
El juez, si lo quiere ser no sólo de nombre, ha de mantenerse impertérrito ante los reclamos de la opinión pública y de la contaminación partidista. Al socaire de las corrientes más actuales, esta imagen se resquebraja. Pasaron tristemente aquellos tiempos cuando se esperaba del juez asepsia política y neutralidad ideológica. Ahora se le pide que se moje en la arena social (GUARNIERI Y PEDERZOLI, 1999). El resultado, claro está, es desastroso. Si los jueces se enfangan en la política, lo mejor es que ese trabajo lo hagan quienes saben realmente hacerlo: los políticos. ¿Para qué un sucedáneo? Así, es lógico que se suprima de un plumazo la intervención judicial durante la fase instructora y que se politice, al estilo americano. El panorama es pavoroso: la policía en manos de los fiscales y, estos a su vez, prestos a complacer, a golpe de encuesta, los antojos de la plebe embrutecida. Reflexionemos con un ejemplo del Antiguo Régimen:
A raíz de la denuncia de una niña de 13 años, se abrió en 1611 un procedimiento inquisitorial en la localidad de Fuenterrabia donde fueron acusadas de brujería tres mujeres. El inquisidor don Alonso de Frías (el mismo de Zugarramudi) las absolvió, sordo al clamor popular. A los vecinos del pueblo no les gustó nada la decisión y, con la probable tolerancia de las autoridades locales, metieron a las desdichadas en una barquichuela y las lanzaron al tempestuoso mar Cantábrico. Nada más se supo de ellas (MARTÍNEZ PEREDA, 1991, 152-153).
¿Cómo habría reaccionado un fiscal estadounidense?
Jes?s Manuel Villegas Fern?ndez
Magistrado del Juzgado de Instrucci?n
n?mero dos de Bilbao (Vizcaya)
Bibliografía
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