1. La leyenda del acoso inmobiliario.
“El periodo de catorce años de fuerte expansión ha tocado fin” (La période de 14 années de forte expansion a pris fin). Así de lapidariamente empieza el estudio la OCDE sobre la situación económica española (2008, 1). Los miembros del comité encargado de su elaboración informan de que el consumo privado se está ajustando a las condiciones más restrictivas de los mercados financieros, así como de la ralentización de la construcción de viviendas, después de que se hubiera encumbrado a un nivel insostenible (OCDE,2008, 3).
Durante más de una década, la economía nacional ha engordado cebada por el sector inmobiliario. Pero esta expansión no siempre ha sido inocua. Como hordas ávidas de espacio vital, se han desencadenado fuerzas que han invadido los hogares de los ciudadanos para conquistar el suelo que exigía la especulación urbanística.
El imaginario popular ha forjado la figura del “revientacasas”, como encarnación del promotor despiadado que arranca a los inocentes moradores de sus viviendas para lucrarse con el preciado terreno. Tanto es así que está cobando los aires de leyenda urbana, de la mitología fantástica de las sociedades modernas. Evoca al sacamantecas de antaño (HERRERA, 2007, 69). Se oyen historias fabulosas, como la de la intentona de expulsar a unos vecinos por medio de rayos microondas (RAGUÉS, 2006, 343).
Más allá de este pintoresco folklore, subyace la realidad de la llamada “violencia urbanística”, según la denominación introducida por la fiscal Edurne Miranda (CIMAS, 2008). Consiste en la presión que se ejerce para desalojar de sus casas a sus legítimos habitantes. Se asemeja a la “presión laboral tendenciosa”, en terminología acuñada por el magistrado Gimeno Lahoz (2005) dentro del contexto del acoso laboral. Como se verá infra, el acoso constituye una sola realidad que se ramifica en diversos escenarios (acoso laboral, escolar, informático, eclesiástico, maternal…). Esta es la tesis que divulga el Observatorio Vasco de Acoso Laboral, un centro de estudios multidisciplinar que viene escrutando el fenómeno desde que allá en los comienzos de esta década se manifestase a la opinión pública (2004). Empero, el que ahora nos atañe es el “acoso inmobiliario”, también conocido como “asedio inmobiliario” (HERRERA, 2007), expresión ésta especialmente afortunada, pues evoca la imagen del asalto a la fortaleza del hogar, último reducto de la intimidad personal.
El Legislador parece resuelto a actuar. En el año 2006 el Gobierno de la Nación aprobó un anteproyecto de reforma del Código Penal donde se incluía un tipo penal de acoso moral. Ya en el 2008, el 14 de noviembre, se aprobaba el proyecto de Ley. Ese mismo mes, el día 21, saltaba a la prensa el anuncio del grupo parlamentario de Convergencia i Unio de plantear una proposición de ley orgánica en el Congreso de los Diputados para crear un precepto penal específico de acoso inmobiliario.
Casi se antoja irónico que, precisamente cuando la locomotora urbanística principia a perder fuelle, por fin la Ley se tome en serio el problema. Pero no es así. El Código Penal de 1995 estaba sobradamente pertrechado para combatir el acoso, cualesquiera que fueren los escenarios donde asomara. De hecho, los bienintencionados propósitos de los legisladores acaso sean contraproducentes, habida cuenta de la deficiente técnica jurídica (VILLEGAS 2006b). Sin necesidad de ningún nuevo artilugio penal, los tribunales ya están en marcha. En este mes de noviembre del año 2008 se han pronunciado dos sentencias ejemplares, a saber: La del juzgado de lo penal numero dos de Bilbao (Ilustrísima señora doña Elsa Pisonero del Pozo Riesgo), así como la del jugado de lo penal número 13 de Barcelona del seis del mismo mes (Ilustrísima señora doña Anna Marín Romance), recaídas respectivamente los días cuatro y seis. Ambas evidencian cuán superflua es la inflación legislativa que estamos soportando.
La dificultad no estriba en la falta de instrumentos jurídicos, sino en que no se usan. Las víctimas de acoso emprenden a veces un genuino via crucis cuando pretenden que se cumpla la ley vigente. Es menester que cedan muchas inercias que, no obstante el peso del pasado, resoluciones como las citadas empiezan a vencer. Este artículo, continuación del que se publicó hace dos años en este mismo noticiero jurídico, repasará cómo ha ido evolucionando la doctrina jurisprudencial. Se apuntarán soluciones prácticas para sortear los escollos más habituales y, finalmente, se analizarán las perspectivas de lege ferenda.
2. Análisis jurisprudencial.
2.1 La sentencia del juzgado de lo penal número dos de Bilbao de cuatro de noviembre del año 2008.
Las primeras experiencias en la lucha contra el acoso inmobiliario provienen de los Estados Unidos de Norteamérica. Allí se conoce como blockbusting. Sus orígenes se remontan a los años `60 del siglo XX, cuando las tensiones raciales generaban disturbios de una intensidad hoy inconcebible. Algunos promotores se aprovechaban de los prejuicios étnicos de los propietarios blancos para anunciar falsamente que una oleada de población de color estaba a punto de asentarse en las inmediaciones. Los vecinos, temerosos ante la llegada de gentes diferentes, malvendían sus casas. Posteriormente, los mismos empresarios que habían diseminado el mendaz rumor las adquirían y aprovechaban el terreno para erigir urbanizaciones de lujo. En 1968 se promulgó la Ley de Vivienda Justa (Fair Housing Act), que aspiraba a eliminar la discriminación racial en las ofertas inmobiliarias, al tiempo que establecía un tipo penal específico contra el acaso inmobiliario (VILLEGAS, 2006a).
Este modelo de asedio inmobiliario tiene poco que ver con el español. Aquí suele ubicarse dentro de las relaciones arrendador-arrendatario. Al principio, sobre todo, en los contratos antiguos, cuyas rentas habían quedado congeladas desde la posguerra, sin que los mecanismos de actualización compensaran satisfactoriamente a los propietarios. La reacción criminal de algunos arrendadores fue la de asediar la vivienda, desencadenando un plan sistemático de hostigación para hacer que el inquilino terminase tomando él mismo la decisión de marcharse (ROJO y CERVERA, 2005, 79).
Sin embargo, ambas modalidades comparten un núcleo común, esto es, la presión que se ejerce sobre el morador para que salga de su hogar. Este es el patrón del acoso laboral, cuya manifestación más señera es la que anida en el seno de la Administración Pública. Como el funcionario está blindado ante un despido, la manera más cómoda de echarlo a la calle es asfixiarlo psíquicamente hasta que acabe derrumbándose y renunciando a su plaza. De esta manera, si no asume la cultura de la organización se desata un “rechazo para que abandone el trabajo”, lo que no es sino otra de las especies de la corrupción (LORENZO, 2007, 41). La sentencia de ocho de septiembre del año 2001 de la Audiencia Provincial de Sevilla lo condensa en un máxima magistral: “hacer la vida imposible para obtener la baja voluntaria” (ponente Ilustrísima Señora doña Rosario Martínez Rodríguez, fundamento jurídico primero).
La sentencia del juzgado de lo penal número dos de Bilbao (caso “Tangora”) llama la atención porque se ajusta más al esquema americano que al español; mas aun cuando el blockbusting en los Estados Unidos atraviesa un claro receso. Desde finales de los años ´80 no se ha dictado ninguna resolución condenatoria (RAGUÉS, 2006, 331). Estudiémosla, pues merece la pena.
La magistrada declara probado que un empresario de Getxo (Vizcaya) había adquirido en propiedad el primer piso de una casa solariega radicada en dicho municipio. Anhelaba hacerse con las dos viviendas que se ubicaban en los otros pisos del inmueble. Pero sus respectivos dueños se resistían a vender. Entonces, como él mismo se atrevió a contar en un periódico local, tomó por la “calle del en medio”. Entró en contacto con una familia de indigentes, firmó con ellos un arriendo por la cantidad de un euro mensual y los alojó en su porción de la edificación. Lo hizo “con la finalidad de que llevaran a cabo actos de hostigamiento sobre los habitantes de las restantes viviendas para lograr el objetivo de que los forzaran a abandonar sus casas” (sic). Entre el 30 de julio del año 2003 y el 20 de agosto del año 2004, la treintena de personas que componía el grupo familiar intruso desencadenó un “aluvión de acciones de hostigamiento”.
Los nuevos inquilinos causaron intencionadamente filtraciones de agua que a sus víctimas debieron de parecerles una inundación. Uno de los testigos, un fontanero que subió a la vivienda de los acosadores, se topó con un puñado de niños que se bañaban, no en la pila, sino en la habitación del cuarto de baño. También arrojaron con asiduidad objetos (entre ellos jeringuillas y pañales sucios), invadieron las viviendas de vecinos (“entradas a la bravas”, según reza la sentencia), substrajeron sus bienes y ocasionaron numerosos desperfectos.
Los perjudicados, ni huyeron, ni se tomaron la justicia por su mano. En vez de eso acudieron a la justicia hasta que el juzgado de instrucción número seis de Getxo, que instruyó el expediente criminal, dictó auto el 19 de agosto del año 2004 por el que expulsaba a los cabecillas, no sólo de la vivienda, sino del municipio, con una orden de alejamiento a favor de los moradores originarios.
Celebrado el juicio en el año 2008, la mentada sentencia condenó a los acusados por delitos contra la integridad moral, daños, allanamiento de morada, amenazas y robo con fuerza en las cosas. A la fecha de este artículo no es firme.
Esta es la historia. ¿Qué enseñanzas prácticas se obtienen?
Las más significativas son las relativas al artículo 173.1 del Código Penal, regulador del delito contra la integridad moral, cuya redacción literal es la siguiente: “El que inflingiere a otra persona un trato legradamente menoscabando gravemente su integridad moral, será castigado con la pena de prisión de seis meses a dos años”. Este precepto, que apareció en 1995 con el actual texto vigente, ha sido blanco de las más acerbas críticas. Según sus detractores, incorporaba un concepto tan vago llegaba a poner en entredicho el principio de legalidad. Sin embargo, no olvidemos que esta norma se limita a prestar protección penal a un derecho reconocido en el artículo 15 de la Constitución española.
En realidad, el día a día de los juzgados desmiente esta visión pesimista, dado que los tribunales lo aplican. La clave radica en precisar un concepto nítido que conjure el riesgo de inseguridad jurídica del que advertían sus censores. La sentencia de la Audiencia Provincial de Cáceres de 29 de diciembre del año 2005 (ponente Ilustrísimo Sr. don Valentín Pérez Aparicio) configura la integridad moral como el derecho a no padecer “sentimientos de terror, angustia y de inferioridad, susceptibles de humillares, envilecerles y de quebrantar, en su caso, su resistencia física y moral”. Con todo, el caso “Jokin” es el más representativo, en el ámbito del acoso escolar. La sentencia de la Audiencia Provincial de Guipúzcoa de 15 de julio del año 2005 condenó a los responsables del suicidio de un menor al que, a base de degradaciones sin cuento, llevaron a quitarse la vida. Esta resolución, casi un tratado, asume sin reparos la eficacia punitiva de este tipo penal.
La sentencia de la Casa Tangora deja a un lado cualquier discusión acerca de la vigencia del precepto y centra el debate en sus justos términos: la integridad moral (o psicológica) es un valor autónomo independiente que veda la creación de sentimientos de “miedo, angustia y desasosiego”. No son necesarias más palabras.
Otro de los escollos que se interponen ante el pleno despliegue de este artículo deriva de una visión objetivista que, a la postre, restringe tanto su significado que deviene inaplicable. Según esta aproximación, los actos de acoso han de ser humillantes en sí mismos, o sea, según el “sentimiento general de las personas” (sentencia de la Audiencia Provincial de Albacete de 12 de mayo del año 2005). La antes citada resolución de la Audiencia Provincial de Cáceres lo desarrolla de esta forma: “Lo que no puede determinar la existencia del delito es la mera sensibilidad personal. Sólo lo que en el concepto y sentimiento general de las personas se tiene por humillante constituye el elemento imprescindible del delito”.
Un planteamiento tal supone añadir un requisito que la ley no prevé. Además, conduce al absurdo, pues dejaría desprotegidas a las víctimas ante los acosadores que supieran como hacerles sufrir valiéndose de métodos novedosos. Lo importante no es el sentir de la opinión pública, sino de la cada víctima, que padece como ser humano. Este problema aqueja también la jurisdicción social, tal como reflejan las lúcidas reflexiones de Gloria Rojas Rivero, según la cual: “La insistencia de los tribunales en sostener que los comportamientos vejatorios del empresario han de tener relevancia, se han de imponer por sí mismos a cualquier persona, con independencia de sus circunstancias subjetivas, lo que tiende a situar la línea de lo vejatoria prácticamente en casos extremos” (2005, 21).
No es de extrañar que, guiados por esta visión restrictiva, se hallan llegado a escribir palabras como éstas, precisamente sobre el asunto de la casa Tangora, cuando todavía estaba pendiente de dictarse sentencia: “No parece que los vecinos de la finca de Getxo antes citada vieran menoscabada su dignidad como personas por el hecho de que los indeseables vecinos provocaran humedades en la finca, entraran sin permiso en su jardín o provocaran desperfectos en los coches” (RAGUÉS, 2006, 358).
Obviamente, los atentados contra la propiedad que se describen, en cuanto tales, no comprometen la integridad moral. Pero es la suma de todos ellos en un determinado contexto lo que añade un plus de lesividad, apta para dañar la integridad moral. Myriam Herrera recuerda que la Constitución habla de vivienda “digna” (2007, 15, 16) lo que entronca con la integridad moral como manifestación de la dignidad humana; también pone en guardia contra las miradas atomizadoras que cercenan arbitrariamente la realidad, sin tener en cuenta “la existencia axiológica e interconectada de derechos integrados en un continuum estructural” (2007, 17). Por eso, ha de preservarse la “paz del hogar” (2007, 29) en tanto que “extensión de la personalidad humana en el espacio” (2007, 70).
Es curioso que dentro del acoso escolar no se susciten estas dudas. Cuando un niño sufre, da lo mismo cómo, lo que se rechaza es su dolor personal, el de esa criatura en particular, sin importar el sentimiento general de la sociedad. Se como fuere, no todos los pronunciamientos judiciales abonan esta interpretación reductora. La sentencia de la Audiencia Provincial de Barcelona de 17 de septiembre del año 2007 (ponente Ilustrísima señora doña María José Mugaldi Paternostro) reconoce, a santo del artículo 173.1, que “cada persona es emocionalmente distinta”. Más claramente la de 21 de junio del año 2006 de la Audiencia Provincial de Baleares, según la cual no hay que fijarse en un catálogo de conductas, sino en la capacidad de crear sentimientos de humillación.
Por consiguiente, la “objetividad” no es en absoluto un elemento estructural de delito. La Ley nada dice sobre al respecto. La inclusión de semejante añadido traiciona su espíritu, pues deja casos de verdadero sufrimiento sin tutela penal. Es mucho mejor, por tanto, exigir “idoneidad” de la conducta acosadora para generar humillación, nada más. En cada supuesto se ponderará según las circunstancias concurrentes.
En esta línea discurre la Circular 1/98 de la Fiscalía General del Estado, que atribuye naturaleza delictiva a actos que, aun careciendo aislados de trascendencia criminal, en su conjunto sí que la revisten. Esta directriz de la Fiscalía nació en el ámbito de la violencia familiar y doméstica. Hoy día dichas conductas han sido sistemáticamente recolocadas como una modalidad específica de los ataques contra la integridad moral. El artículo 173.1 es el tipo base, mientras que las infracciones de violencia de género y las de las torturas son tipos específicos suyos, ramificaciones de un tronco común.
En suma, no hay motivo para preterir el artículo 173.1 del Código Penal. Las leyes están para cumplirse. Tampoco para adicionar requisitos ausentes del texto positivo. Antes bien, habrá que estar a cada supuesto en concreto, con atención a todas las circunstancias del entorno. La sentencia del juzgado de lo penal número dos de Bilbao es un buen ejemplo.
2.2. La sentencia del juzgado de lo penal número 13 de Barcelona de seis de noviembre del año 2008.
El tópico que hemos manejado hasta ahora es el del promotor inmobiliario, revientacasas, depredador de los humildes propietarios. El que esta sentencia aborda es más simple y, probablemente, más habitual, sobre todo a partir de ahora, cuando al ritmo de construcción de viviendas le falta el aliento. He aquí un resumen de su factum:
El punto partida es el de unos propietarios que han alquilado una vivienda a varios inquilinos. Tras diversas vicisitudes que a estos efectos no nos interesan, a principios del año 2005 exigieron a los arrendatarios que se marchasen. Como estos se negasen amparados por la duración legal del contrato, todavía no expirado, acometieron aquellos una campaña de acoso para expulsarlos velis nolis. Cortaron el suministro de agua y de energía eléctrica e incluso llegaron (hasta por tres veces) a arrancar el cableado de la instalación. Asimismo, colocaron un candado a los contadores. En ejecución de su plan obturaron con pegamento la cerradura de acceso a la vivienda. Los moradores pasaban frío en la casa, tuvieron que tomar el agua de una fuente cercada y comprar los alimentos diariamente, al carecer de nevera para conservarlos. Al final, exhaustos, salieron de la vivienda en noviembre de ese año.
La magistrada condenó por un delito continuado de coacciones e impuso una indemnización por daño moral.
Antes de cualquier otra consideración ha de destacarse que la primera barrera que han de saltar las víctimas de acoso es la tendencia a rechazar de plano sus pretensiones ante la vía penal. Se los remite a la jurisdicción civil, echando mano del principio de intervención mínima. Supuestos ilustrativos son la sentencia de la Audiencia Provincial de Valencia de 27 de febrero del año 2006 y la sentencia de 26 de abril del año 2006 de la Audiencia Provincial de Madrid. En el fundamento jurídico único de esta última se lee:
“El principio de intervención mínima del derecho penal supone que la sanción penal no debe actuar cuando existe la posibilidad de utilizar otros medios o instrumentos jurídicos no penales para restablecer el orden jurídico”.
La idea es elemental. Si ante un mismo bien jurídico convergen para su defensa acciones civiles y penales, éstas últimas sólo serían ejercitables con tal de que se hubiesen relevado ineficaces las primeras. Los partidarios de esta doctrina lo justifican con este argumento: la desproporción entre los medios y los fines implica una “irracionalidad ética” al utilizarse “un exceso de coacción punitiva no necesaria para la protección de los intereses en juego” (2005, 39) por “concurrir espacios de protección superpuestos” (Hernández, 2005, 47). Aunque estas teorías hayan encontrado cierto eco entre la jurisprudencia menor, no está avalada por el Tribunal Supremo. Transcribamos algunas sentencias especialmente didácticas:
“El principio de intervención mínima no puede ser invocado como fundamento de la infracción de Ley en el recurso de casación, toda vez que sólo es un criterio de política criminal dirigido particularmente al legislador y sólo inmediatamente puede operar como criterio regulador de la interpretación de las normas penales, que en ningún caso puede servir para invalidar una interpretación de la ley ajustada al principio de legalidad. Su contenido no puede ir más allá, por lo tanto, del principio liberal que aconseja que en la duda se adopte la interpretación más favorable a la libertad (in dubio pro libertate)”.
Sentencia de 13 de junio del año 2.000, fundamento jurídico segundo, ponente Excelentísimo señor don Enrique Bacigalupo Zapater.
Similarmente, la sentencia del Tribunal Supremo de 13 de febrero del año 2003, fundamento jurídico decimoctavo, ponente Excelentísimo señor don Juan Ramón Berdugo y Gómez de la Torre, en estos términos (fundamento jurídico 18º):
“El llamado por la doctrina principio de intervención mínima no está comprendido en el de legalidad ni se deduce de él. Reducir la intervención del derecho penal, como última "ratio", al mínimo indispensable para el control social, es un postulado razonable de política criminal que debe ser tenido en cuenta primordialmente por el legislador, pero que en la praxis judicial, aun pudiendo servir de orientación, tropieza sin remedio precisamente con las exigencias del principio de legalidad por cuanto no es al juez sino al legislador a quien incumbe decidir, mediante la fijación de los tipos y la penas, cuáles deben ser los límites de la intervención del derecho penal.”.
Congruentemente con el Alto Tribunal, el principio de intervención mínima ayudará como criterio hermenéutico auxiliar ante situaciones dudosas, pero es inadmisible que se invoque para privar de eficacia a cualquier tipo penal. La Fiscal Edurne Miranda, en su comentario de la referida sentencia de la Audiencia Provincial de Madrid, lo expresa con maestría (2008):
“Una vez más se acude al principio de subsidiariedad del derecho penal para declarar la irrelevancia penal de conductas de acoso inmobiliario. Como ya expusimos en su momento, ello no es criticable siempre y cuando no se utilice tal principio, que no deja de ser otra forma de denominar el denostado y denostable principio de intervención mínima del Derecho pena, en casos en los que la gravedad del acoso conforma, con pleno respeto al principio de tipicidad penal, verdaderas conductas susceptibles de ser calificados como delito o falta”.
Esta solución es de una lógica jurídica aplastante, ya que se limita a respetar el principio de legalidad. Pero hay más. El efecto perverso de esta despenalizadora propensión alegal es el de la minusvalorización de las víctimas. Myriam Herrera lo sintetiza así: “No se trata de que el derecho penal intervenga mínimamente, sino en la cabal medida en que sea necesario, una vez verificada la procedencia de su intervención. Lo contrario aboca a un “decisionismo”, al variar los parámetros jurídicos según el observador, de suerte que viene a parar en la “minimización de la realidad” (2007, 79, 91, 104, 105).
A poco que se medite, la utilización del principio de intervención mínima lleva insito el riesgo de que el juez suplante al legislador. Para evitarlo contamos con el artículo 4.3 del Código Penal. No está de más refrescar la memoria con su tenor literal:
“Del mismo modo acudirá al Gobierno exponiendo lo conveniente sobre la derogación o modificación del precepto o la concesión del indulto, sin perjudico de ejecutar desde luego la sentencia, cuando de la rigurosa aplicación de las disposiciones de la ley resulte penada una acción u omisión que, a juicio del Juez o Tribunal, no debiera serlo, o cuando la pena sea notablemente excesiva, atendidos el mal causado por la infracción y las circunstancias penales del reo”.
Ante tan contundente mandato del Legislador poco más hay que decir. Es momento, pues, de abordar atrás cuestiones. La principal incide sobre el artículo 173.1 del Código Penal. ¿Debía haber el juzgado de lo penal haber condenado también por ese otro precepto?
La contestación a este interrogante pasa por determinar si se originaron sentimientos de humillación en las víctimas. Si no hubiera sido así, no habría lugar para dar juego a esa otra infracción. Una lectura de la sentencia sugiere que no sería descabellado plantárselo. Así, en el quinto de su fundamentos jurídicos se consigna que la situación se tornó “insostenible económica y emocionalmente”. Pero esto no es lo más llamativo, sino que en el fundamento jurídico duodécimo se de entrada a una indemnización por daño moral que basa en:
“(…) las molestias y preocupaciones causadas a los mismos, que se vieron privados de los servicios esenciales de agua y luz, y con ello, del normal uso y disfrute de la vivienda donde habitaban, sufriendo, durante más de tres meses, graves trastornos de higiene y salubridad, por cuanto aquellos se veían en la necesidad de ir a buscar agua a la fuente, de alumbrase con velas y con pequeñas bombonas de gas y de adquirir los alimentos diariamente ante la imposibilidad de poder conseguirlos en un frigorífico, hasta que se vieron obligados ante tal situación, a abandonar su domicilio y a la búsqueda de uno nuevo”.
Tal vez sea discutible que se haya conculcado la integridad moral en el caso que nos concierne. Mas, una vez que se ha sentado la pertinencia de una indemnización por dicho concepto, choca que de una premisa tal no se infieran todas las consecuencias lógicamente subsiguientes. Y es que la indemnización civil por daño moral no es sino la otra cara de la moneda, la faz resarcitoria de la sanción penal que encarna el artículo 173 del Código Penal. Conviene leer la sentencia de la Audiencia Provincial de Álava de 27 de mayo del año 2005 (ponente Ilustrísimo señor don José Tapia Parreño). Aunque sea en materia civil, caracteriza el daño moral con toda exactitud, lo que pone de relieve la unidad ontológica del fenómeno, cuyas manifestaciones en cada uno de los diversos órdenes jurisdiccionales no son sino las ramificaciones de ese tronco común que se mencionaba al principio.
Acaso el enfoque sea otro. Lo que sucedería es que el disvalor del artículo 173.1 del Código Penal ya está recogido en el artículo 172, de forma que entre ambos preceptos se presentase un concurso de leyes, no de delitos (VILLEGAS, 2005, 3526). La magistrada Carmen Cimas (2008) toma partido por esta última opción. Este problema resulta bastante obscuro porque los bienes jurídicos que defienden ambos preceptos son distintos por lo que, prima facie, no habría reparo en la punición conjunta sin incurrir en ne bis in idem. Dejemos el tema abierto, ante la inexistencia de orientación jurisprudencial suficiente.
Por último y para acabar, no está de más hacerlo fijándonos otra vez en la Circular 1/98 de la Fiscalía General del Estado. La sentencia no condena por un delito continuado de coacciones, sino que agrupa actos que, en sí mismos, parecerían meras faltas, pero que al contemplarse conjuntamente descubren su aspecto delictivo. Un solo delito, pues, de coacciones, en vez de una miríada de faltas. (Fundamento jurídico sexto).
2.3. Otras resoluciones judiciales.
A la altura del año 2006, al salir a la luz la primera parte de este trabajo, se reparaba en que el corpus jurisprudencial era más bien modesto. Ahora ya empieza a formarse una masa de pronunciamientos de los tribunales. Repasaremos las resoluciones antiguas en conexión con las nuevas para así extraer algunos principios con los que superar el casuismo.
La sentencia de la Audiencia Provincial de Barcelona de 27 de abril del año 2004 ordenaba al juzgado de instrucción, que había archivado de plano la denuncia, que investigara la notitia criminis. Era el caso de una anciana a la que supuestamente su vivienda no le reparaba el casero, por lo que no disfrutaba ni de agua potable. Permanecía roto el cristal de la cerradura de acceso al inmueble, por lo que se colaban mendigos que defecaban e incluso okupas.
La sentencia de la Audiencia Provincial de Barcelona de cuatro de julio del año 2005 resuelve lo que califica de “caso claro de mobbing inmobiliario”. O sea, la utilización de la vía de hecho para evitar que se firmasen contratos de arrendamiento o para obligar a rescindirlos. Confirma la sentencia de la instancia, en la que el juez instructor condenaba por una falta de coacciones. En concreto, se cortó el suministro de gas y se puso un candado de acceso a las tuberías.
La sentencia de la Audiencia Provincial de Barcelona de ocho de mayo del año 2006 (ponente Ilustrísimo Señor don José María Torras Coll). Revocaba el sobreseimiento del juzgado de instrucción de unas diligencias previas que versaban sobre el acoso que denunciaba una señora de 81 años a la que habrían cortado el agua, la luz, sin atender a las más mínimas reparaciones. Hasta habrían vertido una substancia deslizante en las escaleras. La sentencia baraja la alternativa de un delito o una falta de vejaciones del artículo 620.2 del Código Penal. Lo hace recalcando el “entorno hostil” que se había generado en el hogar de la víctima.
Otras, en cambio, entienden que no hay caso criminal.
El auto de la Audiencia Provincial de Vizcaya de 17 de junio del año 2005 (ponente Ilustrísima señora doña María José Real de Asúa, fundamento jurídico tercero) descartaba la presencia de una estafa por haberse negado el imputado al firmar un contrato de arrendamiento.
El auto de la Audiencia Provincial de Barcelona de cinco de marzo del año 2007 (ponente Ilustrísima señora doña Ana Ingelmo Fernández). Se pronunciaba por excluir de la órbita criminal la mera ausencia de reparaciones (fundamento jurídico primero).
El auto de de la Audiencia Provincial de Barcelona de 19 de marzo del año 2007 (ponente, Ilustrísima señor doña María José Magaldi Paternostro) negaba en su fundamento jurídico tercero que se hubiera cometido acto punible alguno por trabar el acceso a la azotea de la finca. Era una casa de vecinos cuyo retrete estaba en dicho lugar, pero no era el único, sino que había más, aunque de uso común, en otras zonas del inmueble.
El auto de la Audiencia Provincial de Barcelona de 20 de marzo del año 2007 (ponente excelentísimo señor don Augusto Morales Limica) no aprecia indicios de infracción penal en las siguientes actuaciones: 1) Presentar una demanda de extinción del contrato de arrendamiento; 2) Dejar de pagar al administrador de la finca; y 3) No atender al perfecto estado de conservación de la vivienda. Se discutía la existencia de unas coacciones.
Agreguemos la sentencia, abandonando ya este grupo, que dictó el Juzgado de lo Penal número dos de Valladolid el seis de febrero del año 2006, más bien atípica. En ningún momento se emplea el vocablo “acoso”, pero se narra como un individuo, entre el cinco y el 12 de abril del año 2005, hostigó a sus vecinos insultándolos, arrojando basuras en sus viviendas, dañando sus automóviles y sellando las cerraduras de las puertas. Se condenaba por daños, coacciones y falta de vejaciones.
A la vista de esta modesta experiencia, aventuremos algunas conclusiones:
Las conductas de acoso se mueven en una franja gris, habida cuenta que se camuflan como meros incumplimientos contractuales. De ahí la puerta abierta a la jurisdicción civil. Ahora bien, la pauta para deslindar ambas vías no es el principio de intervención mínima ni sus aledaños (proporcionalidad, insignificancia, ultima ratio, subsidiariedad), sino la mera comprobación de si se llenan los requerimientos del tipo penal. Es decir, si los hechos caen dentro de la descripción del correspondiente artículo del texto punitivo.
Se detecta una cierta vacilación entre las faltas de coacciones y de vejación. Este problema es el mismo que el de los artículos 172 y el 173, ya que éste último encuentra su correlato venial en el artículo 620.2 (sentencia de la Audiencia Provincial de Tarragona de 26 de abril del año 2004). Sin embargo, no parece que haya barreras que impidan su sanción conjunta (juzgado de lo penal numero dos de Valladolid, 6-II-06). Por otro lado, es muy interesante la referencia al “entorno hostil” (Audiencia Provincial de Barcelona, 8-V-06), pues enlaza con la “paz del hogar”, como reducto de la dignidad personal proyectada en el espacio. Esta perspectiva se aproxima notablemente a los delitos de violencia doméstica, donde se ampara la “paz familiar”. Meditemos que estas conductas se sancionan el punto segundo del mismo artículo 173, es decir, que no hemos salido de la meritada norma. A fin y al cabo, la violencia “doméstica” alude al “domicilio” como marco de la intimidad de las relaciones familiares.
Además, ya en el ámbito propio de las coacciones, emerge un asunto muy problemático, como es el de su modalidad omisiva, aceptada en una de las sentencias listadas (Audiencia Provincial Barcelona, 4-VII-05). Según Myriam Herrera supone una transmutación conceptual que da carta de naturaleza a la analogía o, al menos, a la interpretación extensiva (2007, 106). Lo explica en virtud de argumentos victimiológicos nacidos las exigencias sociales de eficacia (2007, 108) que la mueven a esta reflexión: “La protección de la libertad sólo parece poder conseguirse a costa de sacrificar la legalidad” (2007, 109). Terroríficas palabras. Si las cosas fueran así, el Estado de Derecho se resquebrajaría ante la arbitrariedad de unos magistrados justicieros, deseosos de halagar a la opinión pública antes que cumplir la Ley, única razón que los legitima en su poder. Afortunadamente, existe razones técnico-jurídicas que convierten en defendible la postura omisiva, por discutibles que fueren. El abogado Ángel Velasco (2004, 14-15), aun reconociendo la gran dificultad en la validez de la perpetración por omisión, no pone reparos “cuando la omisión de la persona con un deber de garante equivalga a una acción violente dirigida a limitar la libertad de obrar del perjudicado”. Acto seguido deja constancia de que el Tribunal Supremo “ha recogido en alguna ocasión supuestos de comisión por omisión”, pese a que sea “extremadamente complejo admitir su apreciación”. O sea, es una doctrina que, con ser todo lo cuestionable que queramos, viene de antiguo, no es una salida para amparar contra legem a las víctimas de acoso. Es más, la moderna dogmática alemana viene difuminando la distinción entre las conductas omisivas y comisivas. Seamos muy cuidadosos, pues, antes de dar por buenas tan inquietantes sospechas.
En definitiva, y volviendo a nuestras preocupaciones prácticas, los mayores impedimentos deberían ser exclusivamente probatorios. Como explica el fiscal Luis Lafont, hemos de averiguar si subyace un “plan delictivo”, toda vez que el ánimo de que alguien abandone su piso, como tal, no entraña ninguna vulneración del ordenamiento jurídico (2008, 80, 81, 83). Lo preocupante sería que se cuestionara el carácter penal de las conductas en un plano estrictamente teórico. Diríase, empero, que esa no es la dirección de la jurisprudencia, sino más bien la contraria.
3. Medidas cautelares.
Antes de abordar las reformas legislativas que depara el futuro, tocaremos un punto de singular utilidad práctica, como es el de la expulsión de los intrusos de la vivienda invadida. Eso supone cambiar el enfoque y regresar a la Casa Tangora. Ahora bien, el asunto excede los márgenes del acoso, pues toca cualesquiera situaciones análogas, mayormente, la delincuencia okupa.
El supuesto de hecho es muy frecuente: unos extraños entran en una vivienda y los perjudicados reclaman de la autoridad judicial que los eche. ¿Qué hacer?
El problema es más complejo de lo que aparenta. Dejemos a un lado las interpretaciones según las cuales se pretende despachar el asunto mandando a los ciudadanos a la jurisdicción civil y se trae a colación la facilona salida del principio de intervención mínima. Sabemos que, en cuanto satisfagan los requisitos típicos del precepto criminal, no hay excusa para que no se activen los mecanismos del Derecho Penal.
Pero se alza una resistencia más profunda, no fruto de ningún prurito extralegal, sino de la misma entraña de nuestras tradicionales instituciones jurídicas. La finalidad clásica de la tutela cautelar ha sido la de asegurar la efectividad de un eventual pronunciamiento condenatorio. Sin embargo, como consecuencia de la acentuación de los instrumentos de defensa de las víctimas, viene consolidándose una reorientación conceptual. De esta manera, las medidas cautelares se reinterpretan como una suerte de tertium genus, en cuya virtud se encaminarían a evitar la comisión de futuras infracciones penales. Eso es lo que tradicionalmente ha estado reservado a la policía de orden público. A los jueces sólo se les ha conferido la policía de investigación (en fase de instrucción) o cautelar strictu sensu (para garantizar la efectividad de una previsible sentencia condenatoria). No obstante, están naciendo instrumentos legales dirigidos a dotar a órganos judiciales de poderes para restringir los derechos de los ciudadanos, no por causa de lo que hayan hecho, sino en previsión de lo que harán. La regulación actual de la violencia de género y de la prisión provisional constituye una muestra elocuente de esta evolución.
Esta transformación jurídica no es exclusiva de nuestro país. Los Estados Unidos se la plantearon ya en su momento, con ocasión de la prisión preventiva. El Tribunal Supremo de esa nación se enfrentó al dilema en la conocida sentencia U.S. v. Salerno, 481 U.S. 739 (1987). En una votación de seis contra tres, sus señorías concluyeron que el Legislador no tenía por qué restringir la prisión provisional a consideraciones relativas al peligro de fuga (considerations solely to questions of flight). La defensa de las víctimas ante los probables crímenes que cometiere el sospechoso no era anticonstitucional (VILLEGAS, 2007b).
Ese es el sentido que han de atribuirse a los artículos 544bis y 544ter de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Dichas normas son las que mejor se ajustan a estos requisitos tuitivos, aunque también existan resoluciones que acojan el artículo 13 del texto procesal (autos de seis de noviembre del año 2006 de la Audiencia Provincial de Madrid y de 21 de julio del año 2004 de la Audiencia Provincial de Barcelona).
Sea como fuere, parece mucho más pulcra la aplicación de los anteriores preceptos. En el acoso inmobiliario será, sobre todo, el artículo 544bis, en la medida en que os movamos dentro del elenco de infracciones del artículo 57 del Código Penal. La Audiencia Provincial de Vizcaya confirmó el 18 de febrero del año 2005 el auto dictado por el jugado de instrucción en el caso Tangora. Véase también, en la misma línea, el auto de la Audiencia Provincial de Madrid de siete de julio del año 2003.
A pesar de todo, no perdamos de vista que la cobertura formal sigue siendo la de una medida cautelar. Consecuentemente, tendrán que respetarse todas y cada una de sus condiciones, o sea, que son ineludibles la verificación indiciaria del fumus boni iuris y del periculum in mora. Mas aun, en cuanto se factible, deberá procurarse la bilateralidad. Esto es, siempre que no se frustre la eficacia tuitiva, habrá que oír a todas las partes. De ahí que sea aconsejable, aunque no lo prevea explícitamente la ley positiva, celebrar en el seno del artículo 544bis una audiencia equivalente a la del 544ter. Obviamente, por su propia esencia, las medidas cautelares son admisibles inaudita parte. Mas, insistamos en ello, siempre que no quede más remedio. Aquí si que rige con todo su vigor el principio de subsidiariedad (o ultima ratio), como una manifestación del de proporcionalidad.
En síntesis, el ordenamiento jurídico ha proporcionado a los órganos jurisdiccionales soluciones para afrontar uno de los problemas más peliagudos del mundo inmobiliario. Hay que usarlas, por tanto, pero sin descuidar ni una sola de las garantías del Derecho Penal democrático.
4. Panorama de lege ferenda.
Como se adelantaba al principio de este artículo, da la impresión de que el Legislador está dispuesto a crear un delito de acoso moral. Es más, hasta alguno específico de acoso inmobiliario. ¿Es una buena idea?
Ni que decir tiene que la respuesta que ahora se dará a esa pregunta reviste naturaleza estrictamente técnico-jurídica. La dimensión política escapa al Derecho y queda en las exclusivas manos de los representantes de la soberanía nacional.
Pues bien, antes de nada determinemos para qué se desea un tipo de acoso moral. La contestación, a simple vista, parece evidente: para proteger algún bien jurídico que carezca de suficiente cobertura legal.
La tesis que mantiene este artículo, siguiendo los estudios del Observatorio Vasco sobre Acoso Moral en el Trabajo, de la Fiscalía General del Estado y, de la mayoría de la doctrina patria, es que la esencia del acoso radica en la violación de la integridad moral. Por eso se habla, genéricamente, de un “acoso moral”. Luego, de cada una de sus especies: laboral, escolar…o inmobiliario.
La estructura del artículo 173 del Código Penal favorece esta lectura jurídica. Así, el punto primero comprende el tipo básico. A continuación, el segundo y el tercero desarrollan modalidades específicas. El propósito de introducir un nuevo subtipo debería obedecer a la creencia de que la protección actual no es bastante. Diríase que por ahí va el pre-Legislador. Transcribamos el texto de la futura reforma:
“Artículo 173.1. El que inflingiera a otra persona un trato degradante, menoscabando gravemente su integridad moral, será castigado con la pena de prisión de seis meses a dos años.
Con la misma pena serán castigados lo que, en el marco de una relación laboral, realicen contra otro de forma reiterada actos de grave acoso psicológico u hostilidad que naturalmente generen en la víctima sentimientos de humillación y los que, en el marco de cualquier otra relación contractual, provoquen situaciones gravemente ofensivas en la dignidad moral de la otra parte, mediante la alteración sensible de las condiciones de disfrute de los derechos derivados de la misma”.
Como vemos, se lo ubica dentro del artículo 173, por lo que parece estar en sintonía con la doctrina. Sin embargo, ofrece gravísimas dificultades. Veamos algunas:
La que más sorprende es su pésimo estilo. Oigamos lo que al respecto dice el catedrático Molina Navarrete:
“(…) es difícil encontrar una redacción más enigmática y farragosa para delimitar lo que es el acoso moral en el trabajo. La redacción me parece hecha precisamente para no aplicarse, porque es ininteligible con los medios ordinarios de la razón jurídico-penal” (2007, 98).
Esta deficiencia, con no ser baladí, pasa a un segundo término cuando pensamos en un detalle realmente enigmático: la pena que prevé es la misma que la del tipo básico. ¿Para qué sirve entonces? Se derrumba entonces toda su hipotética justificación dogmática, pues asume implícitamente que el bien jurídico ya está bien preservado.
Finalmente, se barrunta un peligro mayúsculo. El futuro precepto amontona un alud de requisitos. ¿Qué ocurrirá si, ante un caso concreto, falta alguno de ellos? En buena lógica jurídica habría que remitirse al tipo básico. Sospechamos, empero, que no serán así las cosas. Si algún día es alumbrado este tortuoso engendro, el resultado sea muy otro, a saber: la impunidad de la conducta. No es fantasioso imaginar que se abra paso una venidera línea jurisprudencial que ciña los supuestos de acoso a los exactos términos del nuevo subtipo. O sea que, cuando no se presenten todos y cada uno de ellos, el resultado será el archivo o la absolución por ser la conducta “atípica”. Bien difícil está siendo conseguir que se aplique el artículo 173.1, no obstante su elegante sencillez, como para que ahora nos sumerjamos en el inextricable laberinto de este críptico designio del Legislador.
No nos demoraremos más los detalles, ya que han sido analizados in extenso en oros trabajos (LAFONT, 2006, 431-458; VILLEGAS, 2006a, 2006b, 2007a). Lo que si se hará es ofrecer una alternativa. Si se considera que el artículo 173.1 es incapaz de brindar a las víctimas la protección que reclaman, entonces habría que completarlo, pero sólo en tanto que sea necesario para cubrir esa debilidad. Consecuentemente, habría que aumentar la pena. Y, además, retocar su redacción mínimamente, sólo para añadir lo que le falta. Algo así:
“El que inflingiere a otra persona un trato degradante menoscabando gravemente su integridad moral siempre que tienda a perturbar el uso pacífico de su vivienda habitual”.
O bien:
“El que inflingiere a otra persona un trato degradante menoscabando gravemente su integridad moral cuando se genere en su vivienda habitual un entorno hostil”.
O bien
“El que inflingiere a otra persona un trato degradante menoscabando gravemente su integridad moral si se atenta contra la paz de su hogar”
…o cualquier otra fórmula.
El objetivo es aprovechar lo que ya tenemos para ir enriqueciéndolo con los requerimientos adicionales que sean menester para alcanzar la plena protección. Como habrá advertido el lector, en este ensayo se ha tomado como punto de referencia la ley catalana 18/08 (28-XII) del derecho a la vivienda, cuyo artículo 45c reza:
El acoso inmobiliario, entendido como toda actuación u omisión con abuso de derecho que tiene el objetivo de perturbar a la persona acosada en el uso pacífico de su vivienda y crearle un entorno hostil, ya sea en el aspecto material, personal o social, con la finalidad última de forzarla a adoptar una decisión no deseada sobre el derecho que la ampara para ocupar la vivienda.
El legislador regional es más certero que el nacional, con una técnica legal mucho más depurada. Con todo, retornemos a la misma idea, ¿de que aprovecharía? Las artimañas de los revientacasas son innumerables, pero para eso está el Código Penal actual. Repitamos lo que se dijo hace dos años en esta misma publicación:
“Un esfuerzo por sistematizar la heterogeneidad de los actos de hostigación es el protagonizado por la OMIC, una oficina dependiente del Ayuntamiento de Barcelona que, desde enero del año 2004, asesora a las víctimas de acoso inmobiliario (assetjament). En las páginas 42 y 43 de su memoria del año 2004 identifica cinco grandes bloques de conductas: 1) Falta de mantenimiento del inmueble; 2) Negativa a cobrar la renta; 3) Acoso personal; 4) Deficiencias en los suministros básicos (agua, luz); y; 5) Problemas higiénicos.
Pedro Tuset del Pino elabora el elenco de los delitos susceptibles de cubrir la amplia gama de actos hostiles del acoso (2004, 34-35): lesiones (artículo 147), amenazas (artículo 169), trato degradante (artículo 173), allanamiento de morada (artículo 202), calumnias (artículo 205), injurias (artículo 208), daños (artículo 263) e incendios (artículo 351). No olvidemos a los pícaros y, añadamos con la estafa, pues, otro artículo del Código Penal, el 248” (VILLEGAS, 2006a).
Es fácil percatarse de que es muy arduo que alguna conducta de acoso quede impune. Solamente es menester hacer uso de la ley vigente. El informe del Consejo de Derechos Humanos de la Asamblea General de Naciones Unidas de siete de febrero del año 2008 se pronuncia a favor de la utilización del artículo 173.1 del Código Penal en estos términos:
“55. A modo de ver del Relator Especial, la reciente reforma del Código Penal Español (artículo 173), que introduce el concepto de acoso en el marco de una relación laboral y de cualquier otra relación contractual, podría hacerse extensiva a situaciones parecidas que pudiesen surgir en otras esferas, como la del acoso inmobiliario” (2008, MILOON KOTHARI).
Exactamente lo que veníamos propugnando, esto es, el acoso es único, lo que varían son sus escenarios. En el mismo informe se advierte que muy pocos casos acaban ante la justicia y aventura como hipótesis “las dificultades que deben afrontar para emprender acciones legales” (2008, 55 MILOON KOTHARI). Y ciertamente, si han de lidiar contra el principio de intervención mínima, la objetivación de las conductas y la inercia a desviarlos por la vía civil, es como para desalentarse. Esperemos que no se empine más la cuesta con un precepto como el que se está pergeñando, pues entonces retrocederemos años en la lucha contra la lacra del acoso.
En realidad, el artículo 173.2 introduce una agravación en el ámbito de la violencia doméstica cuando la acción criminal se ejecute en el “domicilio común” o en el “domicilio de la víctima”. Si estamos tan empeñados en parir un nuevo tipo legal, no habría más que trasladar esta agravante al tipo básico. Así se fortificaría esa franja que, al parecer, está descubierta.
Es difícil no sucumbir a la sensación de que, en el fondo, a lo único que se aspira al Derecho Penal “simbólico”, como una forma de dar impresión de que se hace algo, aun que no valga para nada. Habrá que resignarse pero sería de desear, al menos, que no estropeen lo que ya tenemos. El juzgado de lo penal número dos de Bilbao y el número 13 de Barcelona ha demostrado cuán eficaces son nuestras leyes..si se aplican.
Jesús Manuel Villegas Fernández.
Magistrado del juzgado de instrucción número dos de Bilbao.
Miembro de Observatorio Vasco de Acoso Laboral.
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