La delicada situación actual de la Administración de Justicia y la necesidad de modernizar urgentemente las herramientas que utiliza para el desempeño de su misión constitucional, nos animan a esta reflexión, en donde trataremos de despejar un horizonte que, por prolijo, se presenta en ocasiones enmarañado. El concepto de documento electrónico y su incardinación en el ciclo de vida del expediente judicial constituyen el eje sobre el que discurren las siguientes líneas.
1. La tecnología: un medio imprescindible.
Permanecía todavía en el ambiente el éxito de los atletas españoles en los Juegos Olímpicos de Barcelona cuando el BOE hacía pública la norma que –tímidamente, preciso es reconocerlo- recordaba a las Administraciones Públicas la necesidad –y la obligación- de incorporar a sus procedimientos administrativos las herramientas más adecuadas para lograr, entre otros, el objetivo de eficiencia que la sociedad venía demandando. Así, el artículo 45 de la que fue llamada Ley 30/1992 del Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, decía y dice: “Las Administraciones Públicas impulsarán el empleo y aplicación de las técnicas y medios electrónicos, informáticos y telemáticos, para el desarrollo de su actividad y el ejercicio de sus competencias, con las limitaciones que a la utilización de estos medios establecen la Constitución y las Leyes.”
Muchos años –dieciséis, exactamente- han transcurrido desde entonces; marcos temporales de las sucesivas regulaciones que, poco a poco, han venido construyendo aquella iniciática senda que la pos-olímpica ley había apenas esbozado. Así, por lo que toca a la Administración de Justicia, y tras la reforma hecha por Ley Orgánica 16/1994, el párrafo primero del artículo 230 de la vigente Ley Orgánica 6/1985, del Poder Judicial, reza: “1. Los Juzgados y Tribunales podrán utilizar cualesquiera medios técnicos, electrónicos, informáticos y telemáticos, para el desarrollo de su actividad y ejercicio de sus funciones, con las limitaciones que a la utilización de tales medios establece la Ley Orgánica 5/1992, de 29 de octubre, y demás leyes que resulten de aplicación.” Ha transcurrido tanto tiempo, que aquella norma que el legislador invocaba en el precepto (nuestra primera legislación en materia de protección de datos de carácter personal, conocida como LORTAD) ha mucho que fue derogada íntegramente por la vigente Ley Orgánica 15/1999, de Protección de Datos de Carácter Personal.
Los primeros años del actual siglo –y de forma casi siempre provocada por la obligada transposición de Directivas europeas- animan al legislador español a la paulatina introducción de los nuevos métodos, procedimientos y herramientas en el trámite de los procesos administrativos. Así, enunciadas sólo algunas y a modo de ejemplo, ven la luz regulaciones tales como el RD 14/1999, de Firma Electrónica; la Ley 34/2002, de Servicios de la Sociedad de la Información y de Comercio Electrónico; la Ley 32/2003, General de Telecomunicaciones; la Ley 59/2003, de Firma Electrónica (que borra de nuestra memoria aquel precipitado RD); y más recientemente, la Ley 30/2007, de Contratos del Sector Público; la Ley 11/2007, de Acceso Electrónico del Ciudadano a los Servicios Públicos y la Ley 56/2007, de Medidas de Impulso de la Sociedad de la Información; normas todas ellas que encuentran su razón de ser en la utilización de medios electrónicos, informáticos y telemáticos, con el doble objetivo de mejorar el desarrollo de los trabajos de la Administración y su comunicación interna y externa, con el resto de las administraciones, con los ciudadanos, las empresas y las organizaciones.
2. El Documento Electrónico: concepto, autenticidad e integridad.
Prescindiendo ahora de previos –y parciales- acercamientos, encontramos una aceptable definición de documento electrónico en la reciente modificación del artículo 3 de la Ley 59/2003, de Firma Electrónica, cuando dice: “Se considera documento electrónico la información de cualquier naturaleza en forma electrónica, archivada en un soporte electrónico según un formato determinado y susceptible de identificación y tratamiento diferenciado.” Sigue el precepto distinguiendo lo que, a tenor de lo anterior, debe entenderse por: documento público (por estar firmado electrónicamente por funcionarios que tengan legalmente atribuida la facultad de dar fe pública, judicial, notarial o administrativa, siempre que actúen en el ámbito de sus competencias con los requisitos exigidos por la ley en cada caso), documento expedido y firmado electrónicamente por funcionarios o empleados públicos en el ejercicio de sus funciones públicas, conforme a su legislación específica y documento privado.
Conviene hacer notar la infinita variedad de formas que, a tenor de su definición jurídica, puede mostrar un documento electrónico: textos, gráficos, imágenes, sonidos, dibujos, música, video, etc., formas todas ellas igualmente válidas e igualmente comprendidas en el ámbito de la definición.
No obstante, no basta la condición de documento electrónico para que cualquiera que sea este, sin más, pueda incorporarse al flujo de un proceso administrativo: su autenticidad, es decir, la certeza de que su autor es quien dice ser –y posee la autoridad o legitimidad para redactarlo- y la garantía de su integridad –la certidumbre de que no ha sufrido alteración- resultan ser elementos indispensables para que no se quiebre el principio de legalidad que debe presidir el tránsito de un documento administrativo desde su nacimiento hasta su conservación final. Estos requisitos de autenticidad e integridad, junto con los de confidencialidad (la condición de un documento que permite que sólo sea visible para aquellos que estén autorizados) y el no-repudio en origen (la imposibilidad de negar una acción hecha), constituyen elementos imprescindibles para que el documento electrónico pueda desplegar los efectos que las leyes le atribuyen, y todos ellos se alcanzan a través del uso de mecanismos de firma electrónica, entre los cuales cabe destacar la firma electrónica reconocida que, aplicada a un documento electrónico -en virtud de lo dispuesto en el artículo 3 de la vigente Ley 59/2003-, posee la eficacia jurídica equivalente a la de la firma manuscrita aplicada a documentos en soporte papel. Estos requisitos de autenticidad e integridad no han sido pasados por alto por la norma reguladora del Poder Judicial, cuando señala, en el párrafo segundo del precitado artículo 230, lo siguiente: “2. Los documentos emitidos por los medios anteriores, cualquiera que sea su soporte, gozarán de la validez y eficacia de un documento original siempre que quede garantizada su autenticidad, integridad y el cumplimiento de los requisitos exigidos por las leyes procesales.”
En cuanto al despliegue, los ciudadanos (a través del nuevo DNI electrónico y las decenas de posibilidades que ofrecen otros Prestadores de Servicios de Certificación) y los operadores jurídicos (a través de los certificados digitales para jueces, abogados, procuradores y funcionarios) ya pueden disponer de las herramientas necesarias para firmar electrónicamente documentos electrónicos.
3. ¿Y qué hacemos con el papel?
Aceptada y asumida la presencia del documento electrónico con plenas garantías legales en el procedimiento, resta ahora dar respuesta razonada y razonable al mecanismo de tratamiento de esos documentos en papel que, pese a todo, siguen suponiendo –y así continuará todavía en los próximos años- el grueso de las informaciones manejadas por los operadores administrativos.
En efecto, el documento-papel constituye hoy día el soporte habitual mediante el cual las administraciones públicas desarrollan su actividad y, todavía en mayor medida si cabe, su mecanismo de interlocución con los administrados.
De todos es sabido que el volumen de papel que maneja una oficina judicial, por constituir la base y garantía de las acciones procesales, ha crecido tanto –especialmente en la última década- que, en la actualidad, corre peligro de pasar de ser el facilitador de la justicia a convertirse en su mayor impedimento. En la Administración de Justicia, y pese a los indudables logros que ha supuesto la implantación de modernos sistemas tecnológicos y el esfuerzo a la aceptación del cambio que está exigiéndose de todos sus funcionarios, permanecen esas enormes pilas de legajos, sobre las mesas, las sillas, sobre el mismo suelo… Cientos, miles de papeles, de sentencias, de autos, de procedimientos, repartidos en decenas de juzgados, que pueden encerrar –y no es retórica- la diferencia entre la libertad y la cárcel; la justicia o la injusticia, en definitiva.
A día de hoy no podemos evitar que gran parte de la información relevante que entra en un juzgado lo haga en forma de papel. La implementación práctica de los mecanismos que hacen posible que los papeles nazcan en formato electrónico –manteniendo la cadena de la legalidad exigible- es, todavía, escasa. Urge, pues, adoptar medidas eficaces para que el tratamiento del papel en la oficina judicial no suponga un obstáculo a su vital cometido.
Como hemos dicho en alguna ocasión, la solución, en muchos casos, no es difícil. Eliminar metros cúbicos de papel acumulado sobre las mesas de los funcionarios –o, peor aún, extraviados bajo los faldones de un sofá- no es más que optar, por ejemplo, por la digitalización de documentos con plenas garantías legales. Así ha sido observado por la reciente Ley 11/2007, de Acceso Electrónico del Ciudadano a los Servicios Públicos, cuando señala en el párrafo tercero de su artículo 30: “3. Las Administraciones Públicas podrán obtener imágenes electrónicas de los documentos privados aportados por los ciudadanos, con su misma validez y eficacia, a través de procesos de digitalización que garanticen su autenticidad, integridad y la conservación del documento imagen, de lo que se dejará constancia. Esta obtención podrá hacerse de forma automatizada, mediante el correspondiente sello electrónico.” Conviene hacer notar que esta norma viene a consagrar, por un lado, el derecho de los ciudadanos a comunicarse por medios electrónicos con sus administraciones públicas y, por otro, el deber de tales administraciones por contar con las herramientas más adecuadas para posibilitar aquel derecho.
De forma especialmente significativa ha sido tratada esta problemática por el Ministerio de Economía y Hacienda quien, de la mano de la Agencia Estatal de Administración Tributaria, publicaba el pasado año la Orden EHS/962/2007, por la que se desarrollan determinadas disposiciones sobrefacturación telemática y conservación de facturas. El artículo séptimo de esta norma abre el camino hacia la digitalización certificada de facturas y otros documentos de naturaleza tributaria. Esta disposición – y la posterior Resolución de 24 de de octubre, que la desarrolla- dota de plena eficacia jurídica a aquellos documentos que, generados originalmente en papel, son digitalizados mediante un procedimiento que garantice su autenticidad (firma electrónica, de nuevo), integridad y fidelidad al original.
Así pues, la AEAT, haciendo gala –una vez más, habría que decir- de un extraordinario sentido práctico, viene a dar una respuesta coherente a los obligados tributarios, haciendo posible que esas herramientas tecnológicas que habitualmente ya utilizan profesionales y empresas sirvan, también, para cumplir con la exigencia legal de la emisión, recepción y conservación de las facturas.
El asunto, a poco que se profundiza, no es en modo alguno baladí. La norma dictada por el MEH ha sabido conjugar la necesidad de informatizar el documento-papel con la exigencia de mantener lo que nos gusta denominar como la cadena de la legalidad. Así, el documento transita, sucesivamente, de un formato (papel) a otro (electrónico) –pudiendo regresar, si así se desea, de nuevo a papel- sin que se rompa en ningún momento esa eficacia jurídica que la norma atribuye al documento original correctamente construido o al documento-digital, correctamente generado (o adecuadamente transformado desde el papel).
Esta realidad –jurídica y práctica-, que ha supuesto una importante mejora en la eficacia de los procesos administrativos y contables de las empresas –amén de los propios beneficios obtenidos por la Administración Pública- ,así como un fenomenal ahorro de costes, debe transponerse, sin demora, al ámbito de competencias de la oficina judicial. Haciéndolo, nuestra Administración de Justicia obtendrá un cuádruple beneficio: 1) Aumentará la eficacia en el tratamiento de sus expedientes, 2) Ahorrará recursos escasos (tiempo de tramitación y dinero, esencialmente), 3) Mantendrá la debida confidencialidad de las informaciones contenidas en los documentos y 4) Mejorará las condiciones de trabajo de los funcionarios, contribuyendo a respetar el medio ambiente.
4. Del Dato a la Información.
Mas no nos engañemos, lo decíamos al principio: la tecnología es un medio, una herramienta, quizás de las mejores que tenemos, pero es sólo eso. No convirtamos el uso de la tecnología en un fin en sí mismo.
Si la oficina judicial, desde sus remotos orígenes y hasta hoy, viene centrando su quehacer en el examen y tratamiento de la información contenida en soporte papel es porque ha encontrado en tal soporte el medio más idóneo para el desempeño de sus funciones. Me explicaré.
Difícilmente puede encontrarse otra actividad administrativa en la que sea necesario examinar documentos de tan variada índole, procedencia, contenido y aspecto como los manejados habitualmente por un juzgado. La enorme diversidad de los escritos tratados por la oficina judicial, unido a su dispar extensión, hacen que el papel se haya venido configurando como el mejor continente para albergar la totalidad de la información que se precisa en un instante dado y que, en muchas ocasiones, se encuentra repartida en los cientos, miles de folios que, de ordinario, contiene un asunto judicial.
Por eso –nos da la impresión-, los beneméritos intentos de informatizar la oficina judicial en base a “obligar” al funcionario a teclear de nuevo algo que ya existía en el documento original, no sólo no han contribuido a mejorar la situación, sino –eso creemos- a empeorarla. Cuando la fuente del conocimiento –y su cobijo- era sólo el papel, el legajo, el expediente, el funcionario sabía a qué atenerse. La introducción de sistemas de Bases de Datos tradicionales basadas en índices, sustentadas en la introducción de palabras-clave, resúmenes, etc., han podido hacer más efectiva determinada búsqueda –cuando el proceso manual de tecleo se ha hecho correctamente, claro está-, pero han ralentizado el proceso general.
Quizás hace años no había otra forma. Las Bases de Datos se llamaban así porque su razón de ser era, precisamente, el dato. Pero en una oficina judicial no se procesan datos: se trata información. Es muy distinto.
Una correcta implantación tecnológica de las oficinas judiciales debe pasar por respetar el principio anterior. La filosofía que emana del tratamiento de las informaciones en soporte papel es, en un juzgado, de la mayor importancia. La tecnología que se adopte, en consecuencia, debe contemplar escrupulosamente esta realidad. La informática de la oficina judicial debe regresar del parcial e impreciso dato a la completa y absoluta información.
Hace años, digitalizar ingentes cantidades de papel y disponer tanto de sus imágenes como de sus contenidos en tiempo real era poco menos que un sueño. Hoy, el nivel alcanzado por los escáneres es tan alto que estamos hablando de pequeñas máquinas capaces de digitalizar –sin merma de información- cien o más folios por minuto. En la actualidad, además, el coste de almacenamiento en soporte digital baja día a día y, sobre todo, ya existen herramientas software, programas y sistemas capaces de constituirse en la columna vertebral de todo el proceso y –lo que es muy importante- a un coste asumible y en muy poco tiempo. Naturalmente, el proceso digitalizador que requiere un expediente “vivo” es muy distinto de aquel otro qué sólo persigue almacenar información “histórica” en un soporte más duradero y accesible. No debe preocuparnos: existen soluciones probadas para ambas problemáticas.
Ya no es necesario renunciar a las ventajas del uso conceptual del soporte papel para manejar información digitalizada. La tecnología lo ha hecho posible. Se ha abierto un nuevo horizonte, por tanto, para la práctica judicial. Ahora sólo resta que el derecho y la política hagan su trabajo. En este camino, para colaborar en la tarea, nos encontrarán siempre los poderes públicos a empresas y universidades.
Carlos Galán.
Doctor en Informática y Abogado especialista en Derecho de las Nuevas Tecnologías.
Profesor de la Universidad Carlos III de Madrid.
cgalan@der-pu.uc3m.es