1. La politización de la justicia española
La política goza de mala fama entres los jueces. En la España actual, decir de algún magistrado que esté “politizado” equivale, sencillamente, a insultarlo. Merece la pena detenerse en el deslizamiento semántico de carácter peyorativo que ha adquirido un concepto que antaño gozó de gran prestigio. No sólo lo por una raigambre filosófica que se remonta a la Πολιτικα aristotélica, sino por sus credenciales democráticas. Y es que, al menos desde la Revolución Francesa, se consideraba la participación política como una de las actividades más nobles a las que debía dedicarse cualquier ciudadano.
En muy buena medida ese descrédito se atribuye al mal funcionamiento de los partidos políticos. Ya el propio Max Weber describía la tendencia a convertirse en “(…) puras organizaciones de cazadores de cargos, cuyos mutables programas son redactados para cada elección sin tener en cuenta otra cosa que la posibilidad de conquistar votos” (WEBER, 1967: 139). Evidentemente, una simplificación tal corre el riesgo de caricaturizar un fenómeno cuya complejidad se resiste a fórmulas maniqueas. Sea como fuere, entre la opinión pública se ha extendido la creencia de que, en efecto, la política tradicional está degenerando en formaciones parásitas, más preocupadas por su propia supervivencia que por el bien común. Muestra de ello es el éxito que, en el año 2010 alcanzó el panfleto “Indignaos”, del intelectual francés Stéphane Hessel, obra que canalizó un descontento popular que terminaría eclosionando en las protestas callejeras del “15-M”, entre otras manifestaciones de descontento colectivo.
Este malestar general encuentra también su traducción particular en el ámbito judicial. Son muchos quienes dentro de la magistratura están convencidos de que la clase política se empecina en subyugar a los tribunales violando la separación de poderes.
Son muchas las afrentas que marcan esta historia de desencuentros comunes, si bien el casus belli estalló en 1986, con la reforma legislativa que atribuyó a las cámaras parlamentarias la elección de todos y cada uno de los miembros del máximo órgano de gobierno de la judicatura, el denominado “Consejo General del Poder Judicial”. Hasta entonces había regido un sistema mixto donde una parte de sus componentes era escogida por el Parlamento mientras que otra parte se cubría por votación democrática entre la propia carrera judicial. A partir de ese momento, gobernados por un órgano de cuya elección de había sido excluidos, fue arraigando un sentimiento de creciente hostilidad hacia unos partidos a los que consideraban, al estilo weberiano, como meras máquinas de poder. Y la forma en que el nuevo grupo dominante ejerció ese poder gustó todavía menos, pues arraigó la convicción de que los nombramientos de los altos cargos judiciales obedecían, no al principio de mérito y capacidad, sino a criterios ideológicos dictados desde las sedes de los partidos.
De ese estado de cosas se ha hecho eco un subgénero literario iniciado por el catedrático Alejandro Nieto y que ha tenido estela de seguidores entre los que se cuenta el abogado Antonio García Noriega, la periodista Elisa Beni o el magistrado Luis Alfredo de Diego, los cuales han revelado a la opinión pública el soterrado enfrentamiento interno entre los poderes de un mismo Estado. A la postre, el conflicto rebasó el recinto estrictamente profesional, ya que los jueces terminaron saliendo a la calle, enarbolando la bandera de sus propias protestas, e incluso se declararon varias veces en huelga. Demostraron que no eran un compartimento social estanco, sino que también habían prendido entre ellos las llamas de la indignación.
Con semejantes antecedentes no es de extrañar las connotaciones despectivas que ha ido cobrando la política, incluso más allá del ámbito conceptual en el puramente terminológico, toda vez que la misma palabra aparece contaminada, cual tabú lingüístico que mancha los labios de quienes la pronuncien. Sea como fuere, al margen de contingencias históricas o disputas teóricas, el problema radica en última instancia en la siempre problemática demarcación entre las fronteras de las ciencias políticas y las jurídicas.
2. Uso Alternativo del Derecho
Pese a la consabida historia de incomprensiones mutuas, preguntémonos si existe una zona de coexistencia pacífica entre la política y el derecho. Tradicionalmente se ha entendido que toca al poder legislativo la producción de las normas positivas, mientras que el poder judicial se encarga de aplicarlas en el ámbito forense. Se trata de un material que le viene dado al juez de antemano y que, hasta cierto punto, predetermina y hasta coarta su labor.
Es cierto que ya se han superado las concepciones automaticistas que reservaban a los tribunales una labor meramente mecánica, cual “boca muda de la ley”, tal como ingenuamente propugnaría Montesquieu. Y es que la doctrina ha terminado por reconocerles su parcela de creatividad. Dado que el ordenamiento jurídico está plagado de lagunas, ambigüedades y hasta contradicciones, es menester un esfuerzo de creación judicial que dote a la norma de la operatividad práctica que demanda la vida social.
Con todo, el cuadro axiológico le vendría impuesto al juez, a veces casi como una camisa de fuerza. Esto es, toca al Parlamento determinar cuáles son los bienes jurídicos que deben tutelarse, los intereses que han de prevalecer o los valores que contarán con el respaldo coercitivo estatal. En otras palabras, los representantes del pueblo marcan al magistrado los objetivos jurídicos que tienen que cumplirse. Lo hacen publicando las leyes. Más tarde, una vez que dichos productos legislativos llegan a los juzgados, sus titulares se afanan por limpiarlos de incongruencias, aclarar sus obscuridades y, en definitiva, ponerlos a punto de modo que se conviertan en instrumentos aptos para resolver los conflictos sociales. Sin embargo, el “espíritu” se lo insufla a la norma el Legislador, no el juez.
A este únicamente se le reconocía la facultad de interpretar el sentido, descifrar un significado a menudo de difícil inteligencia. No, en cambio, valerse de su propia ideología para animar la letra de la Ley. Tal como se apuntaba, el juez debía descubrir el contenido axiológico del texto normativo, pero no crearlo. Su creatividad se reservaba al ámbito de la técnica jurídica. Propiamente, de la “dogmática”, pues las normas se le presentan como “dogmas” coercitivos a los que debía acatamiento y hasta sumisión.
Por ejemplo, incumbe a las cámaras parlamentarias determinar si la regulación de las relaciones laborales se orientará más a favorecer a los patronos o a los obreros; si en el ámbito arrendaticio deben satisfacerse antes las reivindicaciones de los inquilinos o de los caseros; o si los tributos premiarán a las rentas más altas o a las más bajas. Esta es la tarea legítima de la política, armar la estructura axiológica de los instrumentos jurídicos que, más tarde, calibrará el juez cada vez que los ciudadanos litiguen ante su tribunal.
Se trata del modelo tradicional de un magistrado que interpreta la letra de la norma pero que se somete a su espíritu, cuya parcela de creatividad se reserva al ámbito jurídico, no al ideológico. Sin embargo, junto a este modelo técnico se alza otro, el “juez político”, que toma partido en la lucha social. Y que, dentro de los márgenes que le deja el texto jurídico, se vale de su propia ideología para fijar su sentido.
La formulación teórica más acabada de este arquetipo de juez comprometido la hallamos en Italia, en los años setenta del siglo XX, en el seno de la corriente doctrinal denominada “Uso Alternativo del Derecho”. Nicolo Lipari explicaba didácticamente este nuevo rol judicial:
“(…) un uso alternativo del diritto, una sorta di diritto avvocatesco: come l´avocato modella i suoi comportamenti in base all´interesse del cliente che vuoi tutelare, così questo nuevo giurista (magistrato teorico che sia) dovrebbe configurare le sue scelte di metodo in base all´interesse politico generale che egli ha previamente assunto come privilegiato, con ciò negando ogni indice di verificabilità alla sua analisi e quindi ogni scientificità al suo modo de rifletterre intorno allá esperienza del diritto”. (LIPARI, 1973:39-40).
“(…) un uso alternativo del derecho, una suerte de derecho abogadesco: como el abogado modela sus comportamientos en base a los intereses del cliente que quiere tutelar, así este nuevo jurista (ya sea magistrado o teórico) debería configurar sus opciones metodológicas en base al interés político general que haya previamente aceptado como privilegiado, con ello negando cualquier índice de verificabilidad a su análisis y por tanto de toda cientificidad a su modo de reflexionar en torno a la experiencia del derecho”.
“Derecho abogadesco”, esto es, un derecho propio de abogados. El de un juez que se comporta como tal, cual letrado en sala, abandonando su neutralidad y tomando partido por alguno de los litigantes. Así, no se sentará en estrados equidistante entre empresario y empleado, sino que se aproximará a uno u otro en función del “interés político que haya aceptado previamente como privilegiado”. Será la propia ideología del magistrado la que colmará las lagunas legales y la que le proporcionará la pauta para recomponer el rompecabezas jurídico.
De esos polvos vienen estos lodos. Era de esperar, pues, el contraataque de un legislador que temía que su legítimo ámbito de competencia fuese invadido por una legión de políticos togados. Es verdad que las posturas más radicales del Uso Alternativo del Derecho cayeron pronto en el olvido. Pero, en mayor o menor medida, fue ganando respetabilidad la aspiración a un cierto activismo judicial. Es más, conceptos como “neutralidad”, “apoliticidad”, o “equidistancia” adquirieron mala prensa. Un juez “justo”, en mayor o menor medida, debía mancharse la toga en la arena social ondeando banderas ideológicas de uno u otro signo.
Consecuentemente, el poder político dio un golpe de timón y se hizo con el gobierno del poder judicial. A partir de ese momento, la inspección, promoción, ascensos y potestad disciplinaria de sus señorías serían decididas por un órgano cuya composición, en última instancia, dependía de la política: el Consejo General del Poder Judicial, válvula homeostática que servía para reajustar los equilibrios de poder y colocar, velis nolis, a los jueces en su sitio.
3. Política criminal e investigación criminal
La “Ley de Enjuiciamiento Criminal” es la norma que en nuestro ordenamiento regula el proceso penal. Esto es, el conjunto de reglas en cuya virtud se ejerce el ius puniendi del Estado. La represión de la delincuencia no queda en manos de la política, sino que se disciplina jurídicamente con arreglo a un conjunto de procedimientos de gran precisión técnica y que, en último término, pretenden asegurar el respeto a las libertades ciudadanas, previniendo abusos policiales o errores judiciales. Cabría resumir esta aspiración de justicia procesal en una idea basilar, a saber: evitar que sea absuelto un culpable o condenado un inocente.
Por otro lado, al Gobierno de la nación se le ha reconocido siempre como espacio legítimo de sus funciones el establecimiento de la “política criminal”. ¿En qué consiste? No es fácil definir un concepto cargado de tanta vaguedad, tal vez intencionada. Tal como recuerda Díez Ripollés, von Liszt, padre de la dogmática penal moderna, la configuró como:
“(…) un saber práctico cuyo objetivo es diseñar y poner en práctica una estrategia sistemática y eficaz de lucha contra el delito mediante la intervención estatal” (DIEZ RIPOLLÉS, 2018: 16).
Es una noción que se acomoda al sentido común. Cada Gobierno, en función de su orientación ideológica, diseñará políticas criminales más “conservadoras” o “progresistas”. Y toca a los ciudadanos, por medio del voto, premiar o castigar la orientación política de turno. El juez, en cambio, no debería ser progresista ni conservador. Se limita a interpretar la norma con arreglo a su espíritu. A no ser, claro está, que asumamos el nuevo paradigma del juez político, con todos los riesgos que entraña. Porque, cuando el acusado se sienta en el banquillo, la sociedad confía en que el pronunciamiento sobre su culpabilidad o inocencia no dependa más que de la Ley. Bien está que el Poder Ejecutivo y Legislativo, en función de sus preferencias axiológicas, pongan en marcha su programa político-criminal. Pero, ¿Qué tienen que ver los tribunales en todo esto?
Las cosas no son tan sencillas obviamente. Al poder político no basta con elaborar la norma, pues su contenido es meramente teórico. Aspira a algo más, conformar la base fáctica del silogismo jurídico. Y ahí es donde la investigación criminal adquiere importancia capital, pues prepara el material que le servirá al tribunal sentenciador para su enjuiciamiento. Expliquémoslo con un ejemplo:
El Legislador decide castigar la financiación ilegal de los partidos políticos. A tal efecto publica una norma penal, premisa mayor del silogismo jurídico. Pero lo verdaderamente importante es averiguar si, en un supuesto determinado, tal o cual sujeto ha allegado o no ilegalmente fondos para el grupo político al que pertenece. Esto es, aplicar la norma a cada caso concreto. Fijar los hechos. Es la denominada “premisa menor del silogismo jurídico”. Y a tal efecto es imprescindible llevar a cabo una “investigación criminal”, es decir, una labor propiamente “detectivesca”. Ese es el “material fáctico” con el que el tribunal tendrá que decidir acerca de la responsabilidad criminal del acusado.
Esa misión, hasta la fecha, ha estado encomendada a los denominados “jueces de instrucción”, magistrados que dirigen las pesquisas encaminadas al esclarecimiento de los hechos delictivos. Se trata de órganos dotados de garantías de imparcialidad, independencia e inamovilidad, a fin de blindarlos frente a cualquier injerencia, no sólo procedente de la política, sino del poder económico, social o de otra índole. Y, al menos hasta ahora, se les ha exigido que lo hagan de forma objetiva, neutral, apolítica, sin mancharse la toga con el lodo ideológico. Precisamente las críticas que la ciudadanía les ha dirigido no lo han sido por su asepsia política, sino precisamente por todo lo contario. Uno de los reproches más graves que cabe hacerle a un juez instructor es el de “politización”. Como, por cierto, al resto los miembros de la carrera judicial. El modelo de juez “comprometido” no termina de cuajar. Al menos, ante la opinión pública, que sigue reclamando de sus tribunales que se resistan a tentaciones ideológicas, cualquiera que fuere su naturaleza.
Ahora bien, la actual Ley de Enjuiciamiento Criminal fue promulgada en 1882. Aunque han sido muchas las reformas que desde entonces ha experimentado, urge la publicación de una norma procesal penal de nueva planta, pues el texto actual, a base de parcheos continuos, resulta excesivamente complejo por no decir, a juicio de muchos, confuso, obsoleto y hasta caótico. Las dos propuestas más recientes datan de año 2011 (un anteproyecto) y de 2013 (un borrador). Y ambas introducen una innovación radical: la investigación criminal no se les confiere a los jueces, sino a los fiscales. Se prevé reemplazar el “juez instructor” por un “fiscal investigador”.
¿Por qué? Son muchas las razones que no procede examinar en un trabajo cómo éste. Retengamos, sólo, que uno de los tópicos de la doctrina procesal es que el Ministerio Público, es decir, la Fiscalía, “ejecuta la política criminal del Gobierno”. Pero, como decíamos antes, ¿cuál es el significado de un concepto como el de “política criminal”?
En principio, según se adelantaba, la lucha contra la criminalidad. Pero no olvidemos que la función del fiscal es la de defender la legalidad, pedir la condena o la absolución con arreglo al principio de legalidad. ¿Qué tiene que ver la política en todo esto?
Nos adentramos en un terreno brumoso donde los conceptos están velados por una cortina retórica. El Ministerio Fiscal, tal como preceptúa el artículo 124 de la Constitución está sujeto al principio de dependencia jerárquica. Se trata de una estructura piramidal en cuya cúspide se sitúa el Fiscal General del Estado, cuya designación depende del Gobierno. O sea que, de manera directa o indirecta, se abre al poder político una escotilla a través de la que infiltrarse en el proceso penal, en la investigación criminal, en la aportación del material fáctico que será sometido a juicio.
El mentado anteproyecto de 2011 lo justifica por motivos de “unidad de criterio” y “eficacia”. Por su parte, el borrador de 2013 invoca “la aplicación de criterios coherentes y el seguimiento de prácticas uniformes en la dirección de la investigación penal, en los distintos ámbitos de la criminalidad y en todo el territorio nacional” (COMISIÓN, MARCHENA, 2013: 16). Lenguaje florido para, al y al cabo, decir que hay que horadar un hueco a la política en el derecho y, en particular, en el proceso penal, buscando un atajo para sortear las garantías de independencia, imparcialidad y objetividad en la investigación criminal.
Lo curioso es que se pretenda legitimar semejante maniobra acudiendo al concepto de “política criminal”, expresión de connotaciones casi mágicas que se pronuncia para conjurar los reproches de politización. La indefinición semántica del vocablo desempeña una función propagandística dotada de gran fuerza persuasiva, pues acude al prestigio de la ciencia política para desvirtuar instituciones de naturaleza jurídica. En realidad, nos hallamos ante otro asalto del pugilato entre justicia y política. Como hemos visto, el primero fue el control del gobierno judicial; el próximo será la politización de la investigación criminal. ¿Hasta dónde?
4. Fronteras entre derecho y política.
Es necesario poner fin a la sorda contienda que se viene librando entre política y derecho firmando un tratado que defina claramente las fronteras entre ambos.
En primer lugar, los jueces deben resistir las tentaciones de saltar los límites de la Ley pues, a fin de cuentas, es ésta la fuente de su legitimación. La justicia, tal como reza el artículo 117 de la Constitución, emana del pueblo, no de la ideología personal de cada uno de los miembros de la carrera judicial. Las preferencias de sus señorías en nada interesan al justiciable. Cuando un ciudadano llama a las puertas del tribunal, espera que se le apliquen normas objetivas, no quedar al albur del magistrado que le toque en suerte o en desgracia.
En segundo lugar, el poder político, ya sea el legislativo, el ejecutivo, (o peor aún, la oligarquía partitocrática) deben mantener escrupulosamente las garantías judiciales de independencia, imparcialidad o inamovilidad. No sólo en los pleitos civiles donde se ventilan disputas vecinales o custodias compartidas sobre menores que en nada les importan, sino en los asuntos criminales donde se zanjan los casos de corrupción que amenazan con salpicarlos. Si no quedan claras las reglas de juego, se resentirán los mismos cimientos del Estado de derecho.
Y, más singularmente, en lo que concierne a la investigación criminal, urge reconocer el carácter objetivo y hasta “científico” de la fase previa al juicio, donde se fijan los hechos. La política, “criminal” o de cualquier otra clase, nada tiene que sobre el esclarecimiento de los hechos punibles. Si se ha cometido un asesinato, debe averiguarse quién sea el asesino. Y en esa tarea de igual que el Gobierno sea progresista o conservador, de izquierdas o derechas, liberal o reaccionario.
Nuestro futuro proceso penal tendría que partir de la base de que lo decisivo no es “quién” investigue sino “como se investigue”. Las pesquisas criminales deben estar enderezadas exclusivamente al descubrimiento de la verdad con completo respeto a los derechos humanos. Lo demás huelga. En las magistrales palabras de Alonso Martínez:
“(…) la realización de dos fines a cual más importantes: uno, que la suerte del ciudadano no esté indefinidamente en lo incierto ni se le causen más vejaciones que las absolutamente indispensables para la averiguación del delito y el descubrimiento de la verdadero delincuente; y otra, que la pena siga de cerca de la culpa para su debida eficacia y ejemplaridad”. (MARTÍNEZ, 1882: 803).
Por tanto, la investigación, antes que un órgano es una función. Primero deben definirse las notas de dicha función y, sólo después, determinar quién haya de desempeñarla (VILLEGAS, 2019:63). Y es irrenunciable la observancia de los principios de independencia, imparcialidad e inamovilidad. Son pasos fronterizos que no han de cruzarse pues, en otro caso, nos extraviaremos en los dominios de la politización.
Hasta aquí el esbozo cartográfico de las fronteras jurídicas. Da la impresión, sin embargo, de que semejante construcción teórica propugne un concepto de política completamente ideologizado o, incluso, abandonado a los vaivenes de la discrecionalidad. Los jueces encarnarían la dimensión racional de la norma mientras que a los políticos se les reservaría el aspecto meramente voluntarista, por no decir arbitrario. Una simplificación no sólo inexacta, sino peligrosa. Política no es politización.
La política criminal, al insertarse en ese espacio intersticial entre derecho y política, está llamada a mediar entre ambas disciplinas. En su vertiente más ideológica, obviamente, pertenece al acervo programático de los partidos que compiten electoralmente por ganar el favor popular. Mas, en su vertiente más científica, le compete indagar sobre el conocimiento de “las causas del delito, de las características de los delincuentes y de los efectos susceptibles de lograrse con la pena y la medida de seguridad”; un saber aplicado que “proyecte una estrategia eficaz de lucha contra el delito” (DIEZ RIPOLLÉS, 2018: 29).
Se avanzará así en la objetivación de unas metas sociales que, en muy buena medida, superan los sesgos ideológicos. Y, con una mirada más amplia, en tanto que se sitúa la política criminal dentro del marco general de las ciencias políticas, comparte con ellas el reto de recuperar ese clásico prestigio perdido para retomar:
“(…) el hilo de la historia, volver a las fuentes, y con inspiración en el espíritu originario de la tradición política griega, recuperar la vocación de la política que se aprecia en pensadores clásicos como Aristóteles, Locke o Montesquieu” (MARTÍN LÓPEZ, 2015: 128).
5. Bibliografía.
Comisión de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. 2013. Marchena Gómez, Manuel et alii. “Propuesta de texto articulado de Ley de Enjuiciamiento Criminal. Madrid: Ministerio de Justicia”. Disponible en web: https://www.mjusticia.gob.es/cs/Satellite/Portal/1292387342364?blobheader=application%2Fpdf&blobheadername1=Content-Disposition&blobheadervalue1=attachment%3B+filename%3DPropuesta_texto_articulado_L.E.Crim..PDF (Consultado el 26 de junio de 2019).
Diez Ripollés, José Luis. 2018. “El papel epistémico de la política criminal en las ciencias penales: la contribución de v. Liszt”. Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología, 20-12 (2018).
Lipari, Nicolò. 1973. “Scelte politiche e determinazione storica del valori realizabili”. L´uso alternativo del diritto. II. Ortodossia guiridica e practica política a cura de Piedro Barcellona. Roma; Editori Laterza.
Martínez, Alonso. 1882. “Ley de Enjuiciamiento Criminal”. Madrid: Gaceta de Madrid. Disponible en web: https://www.boe.es/datos/pdfs/BOE/1882/260/R00803-00085.pdf (consultada el 26 de junio de 2019).
Martínez López, Juan J. 2015. “Ciencia política, paradigmas y construcción sociocultural”, Revista Española de Ciencia Política, 39: 115-135.
Plataforma Cívica por la Independencia Judicial. 2014. “Informe sobre el anteproyecto de Código Procesal Penal”. Disponible en web: https://plataformaindependenciajudicial.es/2014/02/23/fiscal-investigador-y-corrupcion/ (consultado el 26 de junio de 2019).
Villegas Fernández, Jesús Manuel, coordinador. 2019. Libro Blanco para la despolitización de la Justicia española. Editorial Dykinson. Ebook. Disponible en https://www.dykinson.com/autores/villegas-fernandez-jesus-manuel/18840/ consultado (consultado el 26 de junio de 2019).
Weber, Max. 1967, 1969. El político y el científico. Introducción de Raymond Aron. Madrid: Alianza Editorial.