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01/11/2011 08:00:00 LENGUAJE JURÍDICO 51 minutos

Retórica de género y lenguaje judicial

A simple vista, diríase que nos encontramos ante un fenómeno de evolución del lenguaje. Y así es, pero no sólo eso; también se abre paso una nueva mentalidad. Al menos desde los años 60 del siglo XX el panorama filosófico se ha visto enriquecido con nuevas corrientes entre las que se cuenta la “perspectiva de género” y, con ella, la modificación de los usos idiomáticos.

Jesús Manuel Villegas Fernández

Ponencia presentada el 20 de octubre del año 2010 en el seminario “Argumentación jurídica en la sentencia contencioso-administrativa” organizado por el Consejo General del Poder Judicial (Madrid).

I. Perspectiva de género y lenguaje no sexista

Hasta hace relativamente poco, los regímenes democráticos se proclamaban defensores “Derechos del Hombre”; ahora, en cambio, se habla de “Derechos Humanos”. Indiscutiblemente, algo ha cambiado.

A simple vista, diríase que nos encontramos ante un fenómeno de evolución del lenguaje. Y así es, pero no sólo eso; también se abre paso una nueva mentalidad. Al menos desde los años 60 del siglo XX el panorama filosófico se ha visto enriquecido con nuevas corrientes entre las que se cuenta la “perspectiva de género” y, con ella, la modificación de los usos idiomáticos. No se trata únicamente de la tradicional lucha contra la discriminación de las mujeres. Más bien, nos hallamos ante un “cambio de paradigma”, siguiendo la ya popular terminología de Thomas Kuhn, uno de los filósofos de la ciencia de mayor prestigio en la actualidad. Los “paradigmas” constituyen en lingüística esquemas formales que rigen la flexión de las palabras. El citado autor, en cambio, dota al término de un nuevo significado, id est, el de un instrumento para conocer el mundo, de interpretar la realidad. No por casualidad, equipara ese concepto al de una “decisión judicial” (1996, 23).

He aquí la clave de nuestro trabajo, la de averiguar si existe obligación jurídica de utilizar un lenguaje no sexista en las resoluciones judiciales.

La Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, establece en su artículo 14.11, como criterio general de la actuación de los poderes públicos, “la implantación de un lenguaje no sexista en el ámbito administrativo y su fomento en la totalidad de las relaciones sociales, culturales y artísticas”.

Ésta y otras normas contribuirán a responder las anteriores cuestiones. A tal fin será necesario indagar en la intrahistoria cultural precursora de las reformas legales, con todas las ramificaciones científicas y, más ampliamente, filosóficas, que dicha tarea comporta. En consecuencia, adoptaremos la perspectiva lingüística y la biológica, ambas a la luz de una tercera, la jurídica, hilo conductor de toda esta exposición.

II. Perspectiva lingüística

La diputada argentina Diana Maffía, en un encuentro internacional sobre violencia de género celebrado en el año 2010 en la Universidad de Buenos Aires, califica el lenguaje tradicional de “herramienta cargada de ideología patriarcal” donde se cuelan “polizones ideológicos” de dominación contra las mujeres. Más aun, lo moteja como “el lenguaje del amo”. Aunque el tono tal vez suene algo radical y hasta pintoresco, lo cierto es que no se trata de una opinión aislada, fruto de extremismos, sino que representa la postura intelectual más extendida en la actualidad.

En España, y muy especialmente en el ámbito jurídico, abundan planteamientos que, si bien con unas formas más cuidadas, vienen a coincidir substancialmente en el fondo con las tesis de dicha parlamentaria. Es un casi un clásico ya en la materia el manual elaborado en el año 1995 por la Comisión Asesora sobre Lenguaje del Instituto de la Mujer (NOMBRA), en el que se contienen un conjunto de prácticas para la utilización de un lenguaje no sexista. Las autoras del citado documento no se limitan a ofrecer un modelo lingüístico, sino que justifican su propuesta con variados argumentos. Según ellas, el uso idiomático dominante “en el mejor de los casos esconde o invisibiliza a las mujeres y, en el peor, las excluye del proceso de representación simbólica que pone en funcionamiento la lengua”; además, “se basa en un pensamiento androcéntrico que considera a los hombres como sujetos de referencia y a las mujeres dependientes o que viven en función de ellos” (1995, 12 y 14).

Abordaremos, acto seguido, en qué medida este punto de vista resulta avalado por la ciencia del lenguaje. En este ámbito, tal como explica el lingüista Theofile Amabadiang (2000, 4863), se han vertido acusaciones contra la lengua castellana, por juzgar que participa de un sesgo “sexista”. Los motivos, fundamentalmente, son dos: oculta y vilipendia a la mujer.

En cuanto al primero, es el uso del “masculino genérico” el que ha sucintado los mayores rechazos. Esto es, cuando se utiliza al género masculino para englobar a hombres y mujeres indistintamente; verbigracia: “El juez en España soporta una carga de trabajo abrumadora”. Ante semejante ejemplo cabría preguntarse: ¿Y las juezas, es que acaso trabajan menos?

En cuanto al segundo de los motivos, las principales críticas recaen sobre la presencia de asimetrías funcionales. Así, cuando se dice de un hombre que es un “zorro”·suele hacerse para resaltar su astucia; en cambio, al aplicar el mismo adjetivo a una mujer, se la está llamando “ramera”.

Sentado el problema en estos términos, repasaremos los conceptos y la terminología con arreglo a las enseñanzas de la lingüística tradicional. Además del citado autor, seguiremos en este punto la nueva Gramática de la Lengua Española, publicada en el año 2009 (consúltese bibliografía). Veamos, pues:

Antes de nada se alza la distinción entre “género” y “sexo”. Por género se entiende una propiedad de la lengua, un “rasgo gramatical”, que agrupa a determinadas palabras en las categoría de “masculino y femenino” (RAE, 2009, 81). Sexo, en cambio, es un atributo biológico relativo al dimorfismo sexual de ciertos seres vivos a los que divide en “machos y hembras”; en la especie humana, la denominación correlativa es la de “varones y mujeres” (El R.D 762/93, de 21 de abril, modifica el artículo 170 del Reglamento del Registro Civil para suprimir la denominación “hembra” en los formularios de inscripción).

Retornando al ámbito lingüístico, no es lo mismo “género semántico” que “género formal” (Amabadiang, 2000, 4846 y 4847). El género semántico se predica de los substantivos animados (los relativos a los seres vivos). Por tanto, de entrada, el género y el sexo guardarían cierta correlación. Por ejemplo, el nombre “perro” poseería género masculino; y su vez, su referente sería un animal macho. En consecuencia, nos hallamos ante una estructura del lenguaje que trasmite información semántica, describe la realidad. Una excepción son los nombres “epicenos”, es decir, aquellos que se refieren a personas o a animales mediante un solo género gramatical (RAE, 2009, 83): langosta, topo…

El género formal no es más que una categoría del lenguaje cuyo papel se reduce a la concordancia. Carece de contenido semántico. Así, la palabra “silla” es femenina, pero sin que su género dé cuenta de ninguna propiedad de la mesa, considerada en cuanto tal, en su referente extralingüístico. De ahí que, cuando decimos “sillón”, que es masculino, no queramos afirmar nada relativo al sexo de dicho objeto. No sólo porque sea un absurdo empírico aplicar ese concepto biológico a un mueble, sino porque la función de ese rasgo gramatical es otra, de mera concordancia. La naturaleza del género formal es arbitraria. En francés luna (lune) es femenino y rige, por tanto, el artículo de tal género (la); en alemán, en cambio, el mismo concepto se designa con un término masculino (Mond), con su determinante correspondiente (der). Este último y otros idiomas, como el latín, disponen asimismo de un género neutro, que en nuestra lengua apenas se conserva, restringido a algunos pronombres (esto, ello..).

El inglés carece casi por completo de género formal. La palabra table (mesa) está desprovista de cualquier marca de género. No es masculina ni femenina. Aunque le añadamos un artículo, la situación no cambia, ya que los determinantes están exentos igualmente de género (así, the y a, artículos determinado e indeterminado, respectivamente, tampoco experimentan variación morfológica alguna en presencia de los substantivos). El género semántico, sí que está presente al designar los seres animados, principalmente a través de los pronombres: she, he... En los demás casos, hacen uso de un pronombre neutro (it). Obviamente, hay algunas excepciones. Los barcos, por ejemplo, son femeninos. Pero es un fenómeno poco frecuente en este idioma.

En resumen, en castellano el género es un rasgo gramatical, dentro del que cabe distinguir una modalidad formal y otra semántica. Sólo la primera transmite un contenido descriptivo. La otra no es más que una característica estructural del lenguaje.

Sentado lo anterior, prestemos atención a otra faceta de la lengua. Esto es, los mecanismos empleados para marcar el género, ya sea formal o gramatical. Principalmente son estos (RAE, 2009, 83):

  1. Morfemas flexivos diferenciados: “funcionario” (masculino) y “funcionaria” (femenino). La terminación -a/o, añadida al radical (funcionari-), desempeña la función de marca de género.

  2. Cambio de raíz: “caballo” (masculino) y “yegua” (femenino). Como vemos, no se trata, como en el caso anterior, de una modificación sobre una base común, sino que se acude a un término distinto.

  3. Adición de otra palabra a la locución cuyo género se quiere marcar: “mujer funcionario” para designar a la empleada pública de sexo femenino. El Estatuto Orgánico de Ministerio Fiscal de 1969 empleaba esta fórmula (nótese que, cuando se refería a un fiscal varón, no adjuntaba ninguna otra expresión, por lo que se producía asimetría funcional).

  4. Modificación de los determinantes, sin alterar la voz marcada: “el fiscal” (masculino), “la fiscal” (femenino).

La necesidad de especificar el género (masculino o femenino) de un determinado substantivo, claro está, surge ante la presencia de nombres animados, precisamente cuando sea menester hacer referencia a su sexo biológico. Así, en inglés, la expresión the prosecutor (fiscal), por si sola, no nos dice si es varón o mujer. No quedaría más remedio que deducirlo del contexto; o bien valerse de algún pronombre marcado (she o he, her o him, etc). En nuestro idioma, en cambio, disponemos de los mecanismos anteriores para trasmitir dicha información semántica (el/la, mujer/-). Lo que no tiene sentido es aplicar la marca de género variable a seres inanimados: “la silla/ *el sillo”; “la luna/*el luno”. Sin embargo, independientemente del juicio normativo que merezca, sí que se oye “*la fiscala” junto “al fiscal” pues se informa de una realidad material, más allá del mero formalismo gramatical.

El castellano ha contado tradicionalmente con una figura conocida como el “masculino genérico” que sirve para designar a todos los individuos del grupo al que pertenece, bien en singular, bien en plural, como vemos a continuación:

“Declaración de derechos del Hombre”.

Los españoles hicieron las américas”

Este es el modelo tradicional. Como alternativa coexiste el llamado “lenguaje no sexista”; o bien, “paritario”, “igualitario”, “de género” o incluso más vagamente “no discriminatorio”, denominaciones todas ellas que suelen intercambiarse como sinónimas. Tal como explica el lingüista C. Duarte, al menos desde los años 80 del siglo pasado se ha venido implantando dicho uso lingüístico innovador. Un buen ejemplo son las “Recomendaciones de la UNESCO para un uso no sexista del lenguaje”, así como las experiencias llevadas a cabo en Francia, Canadá, Inglaterra, Austria y España (1997, 75 a 81). Desde un ángulo formal, son varias las metas a las que aspira. La principal es la supresión del masculino genérico. A tal efecto articula una batería de procedimientos alternativos. Presentaremos a continuación un resumen, extractado del mentado manual del Instituto de la Mujer, así como de otros materiales procedentes del mundo judicial (las conclusiones los seminarios dirigidos por Ángeles Vivas -2004- y Montserrat Comas -2009- en el ámbito de los programas de formación del CGPJ, amén de las normas aprobadas por la Comisión de Igualdad dependiente del mismo órgano de gobierno judicial-véase bibliografía). Son estos:

  1. Circunloquios:

    • Nombres abstractos o expresiones equivalentes: en vez de “los jueces españoles”, la “judicatura”, “la carrera judicial”, “la magistratura”, “el Poder judicial”.

    • Giros verbales: formas impersonales del verbo (en vez de “nosotros” hablamos castellano, “aquí se habla castellano”) o flexiones verbales sin sujeto explícito (“hablamos” en lugar de “nosotros hablamos”).

    • Utilización de pronombres sin marcar: “El que tomare un bien ajeno será castigado” por “Quien tomare un bien ajeno…”.

  2. Series binarias doblemente marcadas: “Las vascas y los vascos” en substitución de “los vascos”.

  3. Preferencia por los morfemas flexivos como marca de género frente a los procedimientos de determinación (artículos, cuantificadores…) o añadido de palabras. Esto es: “fiscal” y “*fiscala” antes que “el fiscal” y “la fiscal”; o “la mujer fiscal”.

  4. Dobletes léxicos (en los encabezamientos de documentos y contextos similares):

    • Estimado señor/señora.

    • El letrado/a.

A estos habría que agregar un uso popular consistente en acudir al arcaico signo “@” (arroba) como un señal gráfica de los dobletes (“l@s vasc@s”). La citada diputada argentina también recoge otros equivalentes, como la “x” o el asterisco * (“l*s abogad*s”).

En la literatura anglosajona es frecuente otro mecanismo que no hallamos en el mundo hispano, cuál es la creación de un “genérico singular femenino” que actúa junto al masculino; ambos se van alternando en el discurso, intercalándose los determinantes she/he con cierto ritmo para crear variedad estilística. Ilustrémoslo con una muestra práctica adaptada al español:

El juez en España soporta una carga de trabajo excepcional; aunque el problema de la escasez de medios materiales no se circunscribe sólo a los tribunales, sino igualmente a la abogada que ha de lidiar con una justicia atascada, al perito al que no le pagan sus estipendios o a la procuradora a la que no le remiten adecuadamente las notificaciones”.

Nótese, con todo, que el lenguaje no sexista se centra en el género semántico, no en el formal. A nadie se le ha ocurrido proponer que se diga “*camiona” en vez de “camión”. Tampoco, por consiguiente, han sido blanco de críticas antisexistas los nombres abstractos, aunque sean predicables de colectivos animados (vg “el profesorado”). Antes bien, se fomenta el uso de estos genéricos, tal como se ha visto: “el ser humano” frente a “los hombres”.

A veces, no obstante, un prurito de hipercorrección mueve a cometer errores risibles, como cuando una ministra española dijo “*miembras” en vez de “miembros”. Sin embargo, ese giro obedece a unas tendencias latentes del lenguaje que merecen una atención más particularizada y que comentaremos infra.

Hasta aquí el aspecto descriptivo de la cuestión, los dos modelos frente a frente: el tradicional y el antisexista. Ahora hemos de preguntarnos si, desde la Lingüística, las posiciones son pacíficas o, por el contrario, pugnan tesis enfrentadas. Pues bien, desde un punto de vista estrictamente gramatical, la RAE advierte contra algunas de estas innovaciones. ¿Cuáles?

En primer lugar, el uso de circunloquios, ya que se pierden matices semánticos y se incurre en cierta imprecisión; así, no es exactamente igual “el profesorado” que “los profesores” (2009, 88). Lo mismo sucedería en el ámbito judicial. Hay alguna diferencia de matiz entre “los jueces españoles” y “la judicatura” u otras expresiones substitutivas.

En segundo lugar, la utilización de dobletes léxicos, como regla general, no aporta información adicional. “Los jueces y las juezas sufren una sobrecarga de trabajo” resulta redundante, sin que suponga un incremento de la riqueza semántica del mensaje. Eso sí, de vez en cuando sería obligatorio el uso de la serie binaria, dado que, de lo contrario, se distorsionaría el contenido semántico (RAE, 2009, 88). Por ejemplo: “La Dirección hizo ofertas a las profesores y a las profesoras en huelga, dentro de las que se incluían aspectos variados, como las bajas por maternidad o los incrementos salariales”. Suponiendo, claro está, que sólo las mujeres fueran las destinatarias de la primera de las propuestas de negociación. Consecuentemente, la utilización indiscriminada del desdoblamiento léxico, sin atender al contexto, introduciría elementos de confusión.

En tercer lugar, el abuso de giros y perífrasis va en contra del principio de economía del lenguaje, al recargar y ralentizar el discurso (DÍAZ HORMIGO, 2007, 27-28).

Por otro lado, se cuestionan los presupuestos fácticos sobre los que se asientan las reformas lingüísticas. Como se ha expuesto, la idea clave radica en que el masculino genérico encubre a las mujeres. Sin embargo, serían las propias hablantes las que optarían por es lenguaje tradicional. Existen estudios que indican que las mujeres prefieren denominarse a sí mismas “médicos” antes que “médicas” (AMABADIANG, 2000, 4866).

Lo más importante, empero, es que pone en entredicho el postulado sobre el que se asienta toda la teoría del lenguaje no sexista. Según García Meseguer: “La lengua es sexista porque la cultura lo ha sido y la cultura tiende a permanecer sexista porque la lengua lo es” (AMABADIANG, 2000, 4864). No obstante, el citado lingüista Theofile Amabadiang cuestiona una opinión tal, al afirmar que “no existe un paralelismo estricto entre la cultura y la lengua” (2000, 4865).

En llegando a este punto, aventuraremos algunas conclusiones, por ahora restringidas a la faz estrictamente lingüística de la controversia:

La idea crucial es que el idioma parece discurrir conforme a sus propias reglas, con una evolución autónoma, hasta cierto punto desligada de la ideología de sus hablantes. Así, el citado C. Duarte aconseja el uso de las fórmulas abstractas, como una manera de institucionalizar la relación (1997, 80): “La Dirección General” frente al “Director General”. En efecto, este parece ser el sesgo psicológico subyacente en este giro lingüístico, que en el fondo nada tendría que ver con los propósitos de eliminar la discriminación machista. El filólogo Dag Norberg lo remonta a la burocracia imperial de las postrimerías del Imperio Romano, cuando se empleaba un estilo muy pomposo, que primaba los términos abstractos sobre los concretos (véase bibliografía). Esa inercia ha arribado hasta nuestros días, en vocablos como “potencia” frente a “país” (“las potencias firmaron el armisticio”); o “Ministerio” frente a “Ministro” (“El Ministerio le agradece los esfuerzos prestados y le comunica que tiene a bien prescindir de sus servicios”).

De la misma manera, parece detectarse una tendencia propia de ciertas variantes dialectales (que también se aprecia en el inglés norteamericano) a simplificar las reglas gramaticales y optar una regularización morfológica. Es lo que acontece con el español de América. Buen ejemplo es la generalización de los morfemas –a/-o como marcas de género, sin atender a las excepciones: “prostituta y prostituto”; incluso “*la clima”, “*la idioma” o “*la programa” (AMABADIANG, 2000, 4862). Es la causa latente del cómico “*miembras”.

Por otro lado, se observa en algunos sectores doctrinales una cierta desatención a los mecanismos internos de funcionamiento del lenguaje. Cuando una diputada española, en un discurso electoral, dijo “jóvenes y *jóvenas”, no estaba sino trasladando la marca de género al adjetivo, siendo lo normativo colocarlo sobre el artículo, al ser la anterior palabra, en ese caso particular, invariante. Sin embargo, traer a colación, en plena euforia de campaña, un circunloquio como “los/las jóvenes”, habría resultado aparatoso, por lo que inconscientemente buscó un atajo apartándose del uso normativo del lenguaje.

Pero incluso dentro de los límites de la corrección normativa, se propugnan opciones aparentemente arbitrarias. Así, uno de los caballos de batalla más simbólicos del lenguaje no sexista es la creación de dobletes léxicos basados en los morfemas flexivos, o sea, “juez/ jueza”, “médico/médica”, “fiscal/*fiscala”. Ahora bien, ese procedimiento es sólo uno más de entre el repertorio disponible. La lengua posee otros dispositivos para lograr el mismo fin, como los ya expuestos de la determinación (“el/la juez”) y la adjunción de términos aclaratorios (“la mujer funcionario”). Al menos desde la gramática pura, no hay razón para preferir unos sobre otros. ¿O sí?

Tal vez operen soterradas corrientes evolutivas que expliquen la pujanza del fenómeno. Y es que el castellano es fuertemente sintético, a diferencia del inglés, predominantemente analítico. Esto es, nuestra lengua prefiere marcar las funciones sintácticas mediante la modificación de la estructura de las palabras, antes que a través de su orden. Por ejemplo, decimos “recibiste”, mientras que en inglés ha de acudirse a una sarta de términos aislados que se combinan según un orden fijo: “you were given”. El chino es el ejemplo extremo de carácter analítico, ya que los vocablos son compactos, como piedras sin fisuras, y la sintaxis se articula en torno a su colocación. El proto-indoeuropeo, germen lingüístico originario del que descienden las lenguas europeas, ofrecía una textura altamente flexiva que sus vástagos han ido abandonando hasta alcanzar la desnudez del inglés. Desde esta visión evolutiva, la preferencia por los morfemas flexivos representaría una fuerza conservadora, incluso arcaica, propia de la estructura de un idioma más sintético y apegado a sus remotos ancestros.

Hasta aquí los aspectos formales del lenguaje. Las cosas son distintas, en cambio, si enfocamos la dimensión material, tanto desde sus aplicaciones semánticas como pragmáticas. El citado manual del Instituto de la Mujer llama la atención contra los usos androcéntricos y asimétricos del idioma (1995, 25 y 27).

Con arreglo a los primeros, el punto de vista del texto adoptaría la visión de los varones, descartando a las mujeres: “Los nómadas se trasladaban con sus enseres, mujeres, ancianos y niños”.

Con arreglo a los segundos, se transmiten informaciones distintas según que el referente del discurso sea hombre o mujer: “Señora o señorita”, en función de su estado civil.

La solución pasa por aislar el contenido del mensaje en el sistema de transmisión de información. Si en el primer caso, de veras, lo que se pretende decir es que los varones eran quiénes tomaban la decisión de marchar y dirigían la expedición, entonces sí es correcta la expresión. En caso contrario sería una inexactitud fruto de un prejuicio ideológico. En el segundo, se trata de un residuo de una época donde no se confería idéntico valor a la intimidad de ambos sexos. Por tanto, el uso actual dependerá del código axiológico que comparta la comunidad.

Por último, aparecen algunos supuestos dudosos, tales como los que atañen al orden de las locuciones. Cuando, en función vocativa, el orador saluda a su auditorio como “distinguidos señores y señoras”, ¿está marcando una preferencia de rango al situar a las mujeres en segundo lugar?; ¿y si fuese al contrario? (“damas y caballeros”). La invocada Ley Orgánica 3/2007 se intitula “para la igualdad efectiva de “Mujeres y Hombres”. ¿Por qué no a la inversa, “Hombres y Mujeres”?.

En suma, aparecen dos perspectivas que parten de presupuestos distintos: una formal, más preocupada por el aspecto externo del discurso; y otra material, más atenta a la intención contenida en el mensaje.

III. Perspectiva biológica

La Real Academia Española de la Lengua emitió en el año 2004 un informe según el cual estimaba que la expresión “violencia doméstica” era preferible a “violencia de género”. Dicho dictamen se redactó con ocasión de los trabajos preparatorios de la Ley Orgánica 1/04, de 28 de diciembre. Sin embargo, el Legislador no se adhirió a sus recomendaciones, por lo que el tenor literal de la citada norma terminó rezando de “Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género”. La referida parlamentaria argentina, precisamente comentando esta opinión de los gramáticos, le endilgó a la RAE el título (cariñoso, según ella) de “Tribunal de la Inquisición de la Lengua”. Es de suponer que a los señores académicos no terminaran de captar el matiz afectuoso de tan sonoro apelativo.

Anécdotas aparte, al analizar la expresión “violencia de género” nos adentramos en una dimensión que excede las fronteras de la lingüística para ubicarse plenamente en el terreno filosófico; eso sí, transitando los dominios de la ciencia biológica. Se había adelantado en el apartado precedente que, conforme al uso tradicional, el género designaba la cualidad lingüística atinente a la distinción masculino/femenino. En cambio, las ciencias naturales acudían a la voz “sexo”, articulada en torno a la oposición binaria macho/hembra como muestra de dimorfismo sexual (varón/mujer, en la especie humana).

En términos mucho más elegantes que la parlamentaria argentina, la magistrada española Celsa Picó deja bien claro que el Legislador español no toma en consideración el sexo, sino el “género” (2009, 2). Consiguientemente, se está dotando de esa palabra de una significación distinta a la de mero rasgo gramatical: se le añade un aliud y un plus.

Tal como se apuntaba al principio, desde los años 60 del siglo XX, han surgido en el seno del feminismo determinadas corrientes defensoras de la “perspectiva de género”. Su influencia ha sido enorme; tanto es así que, al menos nominalmente, el Legislador español las ha incorporado a nuestro Derecho Positivo. Ahora bien, esta tendencia, más que un corpus organizado, constituye una cierta dinámica estructural compartida por diversas escuelas entre las que reina una suerte de “aire de familia”, en el sentido wittgensteniano. Por eso, es muy dudoso que nuestra legislación comulgue, hasta sus últimos extremos, con los postulados más radicales de esta orientación filosófica. Y, pese a todo, es imprescindible comprenderlos para calar el alcance del nuevo paradigma y, por ende, atribuirle el lugar que merece en el proceso de génesis de la decisión judicial.

Según la RAE (2004), la expresión “género” empezó a difundirse en el año 1995, con ocasión del Congreso de la Mujer Celebrado en Pekín y organizado por la ONU. De entrada, sería sinónimo de “sexo”. Ahora bien, en inglés, lengua de trabajo principal de los congresistas, la palabra sexo no sólo evoca el dimorfismo sexual, sino que también sugiere las relaciones sexuales. Ya desde el siglo XVIII, una cierta mojigatería habría propiciado la repugnancia al término, por lo que se prefirió la voz gender (“género”).

Ese vocablo “género” (gender), que en sus orígenes no sería sino un sinónimo aguado de “sexo” (sex), ha adquirido significado propio, de tal suerte que ambos términos designan hoy día campos semánticos distintos. El sexo hace referencia a la dimensión biológica, mientras que género se aplica a la vertiente social de esa misma realidad. Esta diferenciación terminológica, que de entrada se antoja algo confusa, será más fácil de entender a través de un ejemplo que ha gozado de gran repercusión en la prensa. Es el de los juegos olímpicos. Veámoslo.

El diario “El País”, en un reportaje publicado el 20 de agosto del año 2008, relataba el caso de la atleta surafricana Caster Senmeya, sobre cuyo sexo existían serias dudas. Ella competía como mujer, pero el Comité Olímpico Internacional sospechaba que, no obstante, era varón, por lo que se pusieron trabas a su participación.

Pocas cosas parecen, a simple vista, tan claras para el profano como la distinción entre varón y mujer. En la vida cotidiana basta echar un vistazo para aprehender, de una manera intuitiva y casi inconsciente, el sexo del prójimo. Un conjunto de rasgos, como la conformación del rostro, la complexión del cuerpo, la pilosidad o el timbre de la voz informan inmediatamente de tal condición. Sin embargo, dichas notas constituyen únicamente lo que se conoce como “caracteres secundarios” o “sexo morfológico”. Vienen determinadas por la presencia de hormonas, secreciones internas que, una vez que afluyen al torrente sanguíneo, desencadenan variados efectos en el organismo. Uno de ellos es la apariencia externa y, por ende, los caracteres sexuales secundarios. Las hormonas sexuales masculinas (responsables, por ejemplo, de la barba y la potencia muscular) se denominan “andrógenos”; las femeninas, en cambio, son los “estrógenos”. Sin embargo, la diferencia es cuantitativa. Ambos sexos generan andrógenos y estrógenos, sólo que en proporción diferente. El varón produce gran cantidad de testosterona, que le otorga su singular aspecto externo; pero también estradiol, hormona femenina (FEDERMAN, 2006, 1508). Es sólo una cuestión de grado. Por consiguiente, será factible alterar la apariencia de una persona mediante el sometimiento a un tratamiento de reasignación hormonal.

Por tanto, la morfología exterior del sujeto no ofrece garantías suficientes de distinción sexual. Más seguro, en cambio, parece acudir al “sexo gonadal”, o “caracteres sexuales primarios”. O sea, serían varones quienes tuvieran órganos genitales masculinos (pene, escroto, testículos); mientras que las mujeres poseerían los propios (labios vulvares, clítoris). Cabe afinar más el análisis y fijarse en los órganos internos (conductos y vesículas seminales, próstata, uretra, epidídimo en el primer caso; ovarios, trompas de Falopio, útero y vagina, en el segundo) –RUBIA, 2007, 32.

La cuestión, empero, no está resuelta. Entre los seres sexuados abunda el fenómeno del “hermafroditismo”, es decir, individuos cuyos órganos genitales presentan mezcla de ambos sexos (en la especie humana, y de un tiempo a esta parte, se prefiere el término “intersexualidad” para designar el mismo fenómeno). Eso sin contar con la eventualidad de intervenciones de cirugía plástica que modifiquen la configuración somática del individuo.

A finales de los años 60 del siglo XX el Comité Olímpico Internacional tomó cartas en el asunto, ya que se rumoreaba que los países comunistas enviaban a los juegos varones que hacían pasar por mujeres, merced a una administración hormonal fraudulenta (TEETZEL, 2007, 33). En consecuencia, en 1968 se introdujeron unas pruebas normalizadas (standardized sex testing) basadas en las diferencias genéticas o “sexo cromosómico”.

La opción genética, aparentemente, zanjaba la discusión de una vez por todas. Bastaba una muestra de fluido corporal y el subsiguiente análisis. Este método mostraba su superioridad, por ejemplo, frente a la comparación radiológica de las estructuras óseas. Como es sabido, el esqueleto de varones y mujeres difiere, sobre todo en algunas zonas muy concretas, como la cadera y los huesos de la cabeza. Así, “los cráneos femeninos son más gráciles que los masculinos y sus curvas más suaves y menos recortadas” (PEYRE, 2002, 56). Curiosamente, esta distinción, al igual que la hormonal, parece ser también de grado y, sobre todo, muy variable según la población. El autor ya citado explica la tremenda dificultad de los investigadores, en excavaciones arqueológicas de yacimientos franceses con 5.000 años de antigüedad, para determinar si las exhumadas osamentas fósiles pertenecían a varones o mujeres (2002, 57-58). La genética, por el contrario, no albergaría sorpresas.

Antes de proseguir, es conveniente explicar, aunque sea con someras pinceladas, en qué consiste el sexo genético o “cromosómico”. Las células humanas encierran en su núcleo unas moléculas consistentes en filamentos de ácido desoxirribonucleico (el ADN). En ellos se codifica la información que define conformación somática del sujeto: o sea, en muy buena medida, si una persona tiene los ojos azules o verdes, o es de mayor o menor estatura, resulta prefigurado en los genes (eso sí, con muchos matices, pues también influyen otros factores que no es momento ahora de detallar).

Pues bien, como regla general, estos filamentos están compactados en 46 paquetes llamados “cromosomas”, que se agrupan en parejas. Estos dobletes se forman combinando los 23 cromosomas que aporta el padre, más los 23 provenientes de la madre. Uno de esos pares está constituido por los llamados “cromosomas sexuales”. Hay dos tipos diferentes de cromosomas sexuales: los denominados “X” e “Y”. Los individuos que mostraran la combinación “XY” serían varones, mientras que los que poseyeran “XX” serían mujeres (JEGALIAN y LAHN, 2001, 4-5 y RUBIA, 2007, 52-53).

Como vemos, un método que no dejaba espacio a las ambigüedades. El Comité Olímpico lo aplicó hasta junio del año 1999 fecha en que, tal como informa el citado artículo de “El País”, fueron suspendidos los controles genéticos, precisamente por influencia de grupos feministas partidarios de la “perspectiva de género”. ¿Por qué?

La razón es que no todos los seres humanos se adscriben a las categorías XX o XY; algunos individuos, por el contrario, exhiben patrones genéticos que no encajan dentro de ninguno de estos modelos. Son los casos llamados de “aneuploidía”. Por ejemplo, el síndrome de Klinefelter, que padecen aquellos sujetos que muestran un triplete “XXY”; o bien el síndrome de Turner, en el que falta el cromosoma “Y” (por tanto, “X0”). Como vemos, diríase que se repite la historia de las hormonas, las gónadas o los huesos; no habría fronteras nítidas, sino barreras difusas. Tanto es así, que se ha llegado a hablar de que las diferencias entre sexos no forman un espectro discreto, sino continuo (COGGOM y HOLM, 2008).

Aquí es donde entra la perspectiva de género, la cual pone el énfasis en los aspectos anímicos del sujeto. Los seres humanos serían varones o hembras, no tanto por la lotería de la naturaleza sino, hasta cierto punto, por su propia elección. La consecuencia es que la visión binaria varón/mujer empieza a desmoronarse. Anne Fausto Sterling, profesora de biología en la Universidad de Brown (Providence, Rhode Island,) propone, además de los dos sexos tradicionales, tres más, a saber: herms (o hermafroditas verdaderos, portadores simultáneos de ovarios y testículos);merms (o pseudohermafroditas masculinos, con testículos pero también con órganos genitales semejantes en su forma a los de las mujeres); y, finalmente, ferms (o pseudohermafroditas femeninos, con ovarios y órganos genitales masculinoides). Si llevamos hasta sus últimas consecuencias estos planteamientos, al final se acabará suprimiendo la noción legal de sexo. La misma autora propone borrar dicha mención en los documentos oficiales, como los carnés de identidad y los permisos de conducir. Como alternativa, se incluirían otras características cuales las huellas dactilares, el perfil genético, la estatura o el color de los ojos (2002, 51 y 55).

Esta novedosa aproximación parece convertir en una tosca simplificación el criterio cromosómico, que tan seguro se antojaba. Y la verdad es que, al adoptar una visión global del despliegue de la vida en la tierra, descubrimos un paisaje mucho más rico. El crucial cromosoma “Y”, ese que define la masculinidad, es un producto relativamente reciente de la evolución. Comenzó a diferenciarse del cromosoma “X” hace unos 300 millones de años, cuando la rama de los mamíferos se separaba de los reptiles ancestrales (JEGALIAN y LAHN, 2001, 7). Sin embargo, la diferenciación sexual es un fenómeno biológico muy anterior. Por tanto, quizás se haya estado confundiendo lo accidental con lo esencial.

El Comité Olímpico Internacional fue receptivo a estas ideas, de tal modo que el 18 de mayo del año 2004 aprobó nuevas instrucciones relativas a los controles de sexo. A partir de ese momento, se le reconocería el estatus de mujer a aquellos individuos que llenaran los siguientes requisitos: a) Cirugía de reasignación de sexo, con extirpación de los genitales masculinos; b) Reconocimiento legal de su condición de mujer por las autoridades competentes de su país de origen; c) Sometimiento a terapia hormonal durante el tiempo suficiente para haber anulado las ventajas competitivas que le reportase su anterior condición sexual; d) Transcurso de al menos dos años desde que se produjera la intervención quirúrgica reasignadora; y e) Apertura de un expediente secreto. (COGGOM y HOLM, 2007, 13). Ahora bien, sólo en el supuesto de que hubiese rebasado la pubertad; si el cambio se sexo se produjo antes, el Comité no entraba en mayores averiguaciones. De ahí que, fuera de los supuestos de los transexuales, se haya regresado a las prácticas periciales de los primeros juegos, esto es, el examen del sexo morfológico.

A Semenya, al final, se le reconoció su derecho a participar en la categoría femenina. Pero no aun así cesaron las críticas, ya que algunos colectivos consideraban excesiva la exigencia de que hubiera de obligarse al candidato a pasar una intervención quirúrgica.

Asistimos, pues, a una genuina revolución de las mentalidades, un cambio de paradigma donde se diluyen conceptos hasta ahora aparentemente sólidos. España no se ha mantenido al margen de estas corrientes. La ley 3/07 (15-III) “reguladora de la rectificación registral de la mención relativa al sexo de las personas” se inscribe en esta filosofía de género. Tal como se lee en su Exposición de Motivos, autoriza a modificar la inscripción del Registro Civil relativa al sexo con tal de que no se ajuste a la “verdadera identidad de género” del solicitante. En su artículo cuatro se especifican los requerimientos necesarios para proceder a dicha mención; son muy parecidos a los Comité Olímpico. Aun así, excluye expresamente la obligatoriedad de “cirugía de reasignación sexual”, con lo que baja el listón del COI. Con todo, lo que sí precisa es que la persona peticionaria “haya sido tratada médicamente durante al menos dos años para acomodar sus características físicas a las correspondientes al sexo reclamado”.

Esa es la ratio legis de esta norma. Explícitamente contrapone al “sexo morfológico” el “sexo psicosocial”. Y hace prevalecer éste sobre aquél. El texto legal prevé que al solicitante se le haya diagnosticado una “disforia de género”, esto es, una afección psíquica derivada de la disonancia entre su identidad de género y su aspecto físico. Nótese que el supuesto de hecho previsto no es el de “intersexualidad” sino el de “transexualidad”. El intersexual, como acabamos de exponer, es un individuo físicamente híbrido, dado que reúne características morfológicas correspondientes a ambos sexos; el transexual, por el contrario, presenta una conformación somática externa inequívoca. Es su espíritu, por el contrario, el que se siente atrapado en un cuerpo que no le pertenece.

Esta ley supuso una ruptura con la jurisprudencia anterior, que reclamaba la cirugía transexual para el cambio de sexo. La sentencia del TS de 17 de septiembre del año 2007 (ponente Excelentísimo Señor don Vicente Luis Montes Penadés) contiene una pormenorizada relación de los hitos legales y jurisprudenciales que han conducido al actual estado de cosas. Pero a los efectos que ahora nos interesan, y superando el singularísimo supuesto de la transexualidad, es la conformación genital del menor la que se tiene en cuenta en la inscripción de su partida de nacimiento. Predomina, pues, una de las primeras y más intuitivas concepciones del sexo, la morfológica.

El estado de cosas actual, tal como se adelantaba, se remonta a los movimientos contestatarios de los años 60. Por aquél entonces fue consolidándose una idea según la cual, buena parte de los conceptos supuestamente objetivos no obedecían sino a prejuicios sociales. Así, el sexo no radicaría tanto en la realidad de las cosas, cuanto en la mente de las personas. Uno de sus autores más influyentes fue Michel Foucault, que atacó las concepciones tradicionales, no sólo en materia sexual (con especial atención a la homosexualidad), sino igualmente a la “locura”, noción que acabó siendo reemplazada por la de “enfermedad mental”. Este humus intelectual proporcionó un lecho favorable para que germinaran movimientos de lo más variado, entre los que se cuentan los ya citados estudios de género.

En este contexto se ubica la filósofa neomarxista Elsa Dorlin, auténtica punta de lanza de la perspectiva de género. Según sus literales palabras (2010, véase bibliografía): “El sexo es ante todo una cuestión política” (Le sexe est avant tout une question politique). Valiéndose de un utillaje terminológico y conceptual en muy buen grado tributario de la obra de Foucault, esta pensadora denuncia cualquier forma de opresión. Aspira a construir una “epistemología de la dominación” equiparando las discriminación de raza, clase y género, al consistir todas estas situaciones en relaciones antagónicas de poder; en ellas una de las partes posee los instrumentos de dominación, mientras que la otra está privada de ellos (2009, 13). Este enfoque de la realidad comporta una visión tan militante del feminismo que llega a mostrar alguna simpatía por el llamado “rap femenino”, reciente tendencia musical donde las mujeres desempeñan papeles violentos, antes reservados al estereotipo del macho. Según ella, generaría un “efecto electrochoque” en una sociedad donde la mujer ha quedado reducida a mero objeto sexual. “Y tanto mejor si algunos se asustan” (Et tant mieux si cela peut en efrayer certains, 2010).

He aquí una de las versiones más radicales del feminismo. Frente a ellas, y en el otro arco del espectro intelectual, se hallan los que, simple y llanamente, se declaran contrarios a la perspectiva de género. Entre estos cabe destacar a los representantes de la neoescolástica y otros círculos afines a la Iglesia católica. Para ellos, el lenguaje “no sexista” constituye una forma de manipulación del idioma, análoga a la propaganda totalitaria. Un buen ejemplo es el capítulo que escribe el doctor en Derecho Canónico, Luis Garza Medina (véase bibliografía) en una publicación colectiva donde hace suyas las ideas de la polémica obra Who Stole feminism?, de Christina Hoff Sommers. Según esta autora, la ideología de género habría traicionado los principios originarios del feminismo para convertirse en un credo alejado de la realidad y obsesionado con un patriarcado que cree ver por doquier (GARZA, 2009, 20). Lo mas importante, con todo, no es esto, sino que esta orientación filosófica concibe las diferencias entre sexos no como algo accidental, sino esencial. La distinción entre varones y mujeres estaría en la propia naturaleza de las cosas.

Como vemos, la perspectiva de género se mueve entre dos extremos. Por un lado, los que la rechazan; por otro, los que la convierten en bandera de una militancia revolucionaria. ¿Dónde se sitúa nuestro legislador?

La literalidad de nuestros textos positivos parece no terminar de entender del todo que no son lo mismo la lucha contra la discriminación femenina y la perspectiva de género. Aunque ambas nociones suelan aparecer unidas, resultan conceptualmente distintas. Una de ellas no implica necesariamente la otra. La visión antisexista busca la equiparación entre los sexos, sin desigualdades injustificadas. La perspectiva de género, en cambio, defiende una idea social del sexo, de tal suerte que el ser humano se liberaría de la biología y tomaría las riendas de su propio destino, incluso contra los dictados de la mismísima naturaleza.

La sentencia del TS de 22 de junio del año 2009 (ponente Excelentísimo señor don José Almagro Nosete) encierra las respuestas a la mayoría de las preguntas que nos hemos venido formulando. Tal como se lee en su fundamento jurídico tercero, “la concepción del sexo como estado civil se debilita”. Sin embargo, ello “tampoco significa que la mutación sexual se acepte como un hecho voluntario, libérrimo, de una persona que haya decidido cambiar su pauta de comportamiento”. Por tanto, la cualidad biológica sigue siendo un elemento indispensable, si bien disciplinada por el ordenamiento jurídico.

Así, con nuestro Derecho en la mano, es errónea aquélla postura que identifica al varón o a la mujer exclusivamente con su cualidad biológica; pero asimismo lo es aquélla otra que hace depender la distinción sólo de factores psicosociales. Nuestro Legislador, como se decía, se extravía en cierta desorientación terminológica, ya que la palabra que designa el primer concepto es “sexo”; mientras que la que se refiere al segundo es “género”.

Por eso, el hecho de que nuestros textos legales abracen con entusiasmo en su literalidad la “perspectiva de género” no quiere decir, sin más, que beban hasta las heces de esta filosofía. En la mayoría de los casos esa retórica sólo significa algo tan elemental como que se proclaman contrarios a la discriminación de las mujeres. Pero, en modo alguno, entraña que opten por una emancipación revolucionaria; ni mucho menos, haya de superarse el esquema binario varón/mujer. No es tanto negar la diferencia, como impedir que degenere en situaciones injustas. Obviamente, ello supone una cierta infidelidad al sentido original del término anglosajón gender. Pero es que algo se perdió en la traducción.

IV. Perspectiva jurídica y conclusiones: ¿es obligatorio el uso del lenguaje no sexista en la administración de justicia?

Homo sum!

El historiador Jérôme Carcopino, citando un verso de Juvenal, recuerda estas palabras proferidas por una esposa romana, despechada ante las infidelidades de su marido. ¿Cómo la traduciríamos? ¿Acaso como “soy hombre”? En realidad, es mucho más sencillo, simplemente “soy humana”. Ese era el grito de protesta de una mujer humillada, que reclamaba su condición de homo para resaltar su dignidad.

Y es que, hasta hace bien poco la palabra “hombre” comprendía a todos los miembros de la especie. Ahora aparece cada vez más restringida a uno sólo de sus sexos, al varón. Como se adelantaba en el primer epígrafe, la expresión “Derechos del Hombre” retrocede ante “Derechos Humanos”.

Para el jurista clásico Gayo, la cuestión estaba bien clara, los hombres eran tanto los varones como las mujeres (D. 50, 16, 152):

Hominis appellatione tan feminan quam masculum non dubitatur

(No se duda de que la denominación de “hombre” comprenda tanto a las mujeres como a los varones-DOMINGO, 2002).

Ahora bien, si afinamos nuestro sentido crítico, nos asaltará fácilmente la duda. Si es que era una cuestión tan obvia ¿a santo de qué tener que explicarlo?; ¿no será acaso que la polémica arranca ya desde una época tan remota?

Partiendo de todos estos antecedentes, intentemos despejar el interrogante que dota sentido a este estudio, esto es, si existe obligación jurídica de que las sentencias y demás resoluciones jurídicas estén redactadas en un lenguaje no sexista.

Hemos de indagar si está en vigor algún precepto legal que imponga ese deber. El artículo 11 de la ya mentada ley orgánica 3/2007 incluye como uno de sus “criterios generales” la implantación y fomento de ese lenguaje en el ámbito de la Administración Pública. Hemos de averiguar, por consiguiente, hasta que punto afecta dicha disposición al Poder Judicial y, en concreto, a la labor cotidiana en los juzgados. Imaginemos que una mujer litigante se le notifica una providencia en la que se utiliza el masculino genérico, ¿tendría algún derecho subjetivo para ejercitar una pretensión de rectificación ante el órgano jurisdiccional que la hubiere dictado?

No parece que ese sea el caso. El manual dirigido por Fernando Román García (véase bibliografía) dedicado el comentario exhaustivo de la citada norma, artículo por artículo, especifica que en la ley se contienen “principios” así como “derechos y deberes de las personas” destinados a combatir la discriminación (2007, 18). Sin embargo, en opinión de los analistas de dicha obra, en el citado artículo 11 sólo hallamos “pautas” (2007, 47). Si se hubiera querido consagrar un derecho subjetivo, habría sido necesario formularlo con mayor claridad. Además, la literal redacción del precepto mueve a una interpretación contraria, ya que el encabezado del referido artículo 14 reza ad pedem litterae: “Criterios Generales de actuación de los Poderes Públicos”. El destinatario, por tanto, no es el órgano judicial, sino más bien la rama ejecutiva del Estado; no obstante su ambicioso alcance, vista su vocación de trasformar la sociedad entera. Por otro lado, la Carta de los Ciudadanos, aprobada como proposición no de Ley por el Congreso de los Diputados del 16 de abril del año 2002, prescinde de cualquier indicación al respecto, si bien dedica uno de sus apartados a promover el uso en sala de un lenguaje inteligible.

Es verdad que en nuestro Derecho Positivo va calando ese criterio general previsto en el artículo 11 de la LO 3/07. La Orden del Ministerio de Igualdad 20 de abril del año 2010 establece el uso de un lenguaje no sexista en los planes de igualdad de las empresas; también, la orden de dos de noviembre del mismo año, del Ministerio de Educación y Ciencia, que fija las bases de los premios nacionales de investigación, estipula que se “tendrá en cuenta favorablemente” el uso de un lenguaje no sexista en la redacción de los trabajos; igualmente, la orden del Ministerio de Sanidad de 17 de junio de 2010, reguladora del programa formativo docente de la especialidad de enfermería familiar y comunitaria, define como competencia docente la capacidad para asumir “perspectiva de género” y “lenguaje no sexista”. Pero con mayor elocuencia se expresa una disposición más antigua, el RD 1368/87 del Ministerio de la Presidencia, donde se contiene el catálogo de cualificaciones profesionales y que incorpora “la perspectiva de género en los proyectos de intervención social”, promoviendo un “lenguaje sin carácter sexista”, “visibilizando a las mujeres sin reproducción de roles discriminatorios por razón de sexo”. Si enumeráramos la normativa autonómica, la lista se engrosaría hasta proporciones inabarcables. Valga, como muestra, este botón.

Lo decisivo es que no se ha dictado ninguna disposición que, con carácter general, imponga un deber tal (ni siquiera dentro del Derecho de la Unión Europea, cuyo Plan para la Igualdad -1998-1990- no contiene en ese punto más que previsiones facultativas, DÍAZ HORMIGO, 2007, 8). Lo que sí se ha hecho, ya en el ámbito de la administración de justicia, es la puesta en marcha de un amplio programa de formación de la carrera donde se explicitan abundantes recomendaciones, hasta con un embrión de manual de estilo emanado de la Comisión de Igualdad del CGPJ (consúltese bibliografía).

Si existe ese deber, hemos de buscarlo en otro sitio. No sería tanto un precepto legal como un principio del ordenamiento jurídico, a saber, el que proscribe la discriminación. La LO 1/04 integral de violencia de género contiene pronunciamientos inequívocos al respecto. Tal vez sea de utilidad la exhaustiva recopilación que de los instrumentos internacionales especialmente destinados a evitar la discriminación de las mujeres hace la magistrada Celsa Picó Lorenzo, muchos de los cuales son muy poco conocidos (2005, 36 a 39).

Se plantea, pues, una inquietante cuestión. ¿Sería aplicable, ante el desconocimiento del lenguaje no sexista, el artículo 418.6 de la LOPJ? Recordemos que este precepto castiga como falta disciplinaria grave: “La utilización en las resoluciones judiciales de expresiones innecesarias o improcedentes, extravagantes o manifiestamente ofensivas o irrespetuosas desde el punto de vista del razonamiento jurídico”. Es ahora cuando procede traer a colación las consideraciones filosóficas de los apartados anteriores.

Las enseñanzas de la Lingüística, tal como se ha analizado con todo detalle, muestran que el funcionamiento del lenguaje se rige merced a mecanismos complejos, en muy buena medida ajenos a consideraciones ideológicas. También, que las interacciones entre cultura y lenguaje no obedecen a patrones automáticos.

Sería un craso error tachar de machista, sin más, a una persona que usara el masculino genérico. Y lo mismo lo contrario. El citado lingüista Carles Duarte recuerda que en castellano medieval dicho giro, a diferencia de la actualidad, no era predominante (1997, 79); antes bien, se usaban series binarias desdoblabas como “vecinos, vecinas”. Merece la pena leer el Decreto de expulsión de los judíos del siglo XV, donde expresamente se interpela a los “judíos y judías”. Es evidente que no movía a los Reyes Católicos ningún afán antidiscriminatorio. Correlativamente, cuando en castellano actual oímos decir “los jueces” como designación de toda la judicatura, esa expresión no encierra el más mínimo sentido sexista. El auditorio lo sabe. Empeñarse en lo contrario equivale a tergiversar el sentido del mensaje.

Tal como se explicó supra, las innovaciones lingüísticas propuestas, en ocasiones, ignoran la dinámica natural de la lengua. El empeño en añadir morfemas flexivos a las raíces de las palabras para feminizarlas redunda a menudo en efectos cacofónicos. Dícese “el físico”, mas no “la física”, pues entonces se confundiría con el nombre de la disciplina; por análogos motivos está tan extendida la expresión “mujer policía”.

Cabe añadir, ex abundantia, las consideraciones relativas a la ideología de género. Si de lo que se trata es de propugnar la igualdad entre los sexos, es casi una perogrullada, ya que esa aspiración está constitucionalizada en el artículo 14 de la Carta Magna. Pero, si por el contrario, lo que se pretende es la difusión de los postulados del movimiento de género tal como lo despliegan algunos en bandería de corrientes radicales, la respuesta ha de ser rotundamente negativa. Más aun, atentaría contra la independencia judicial. Y es que, de alguna manera, esta historia entraña una paradoja. El impulso de la ideología de género, en sus estrictos términos, obedece en muy buena medida a la defensa de los derechos de los transexuales, antes que de las mujeres. Basta leer, de todos modos, los textos legales españoles, para percatarse de que nuestro Legislador ha reinterpretado esa nomenclatura anglosajona de una manera mucho más respetuosa con los valores tradicionales. Quizá por ignorancia. El caso que lo que nuestro Derecho Positivo busca no es acabar con los sexos, sino suprimir las discriminaciones injustas. Cuestión ésta, incontrovertida, por cierto.

Lo que no hemos de perder de vista es que la perspectiva de género, entendida como una propuesta que exceda de la lucha contra la discriminación sexual, es únicamente una ideología; muy respetable, faltaría más. Pero sólo una de ellas. Ni siquiera goza de un respaldo científico unánime. No estaría de más tener presente que sus postulados presuponen que, a la postre, la diferencia entre los sexos se contrae primordialmente a un constructo social. No obstante, algunas experiencias sugieren que esta interpretación no es del todo respetuosa con la realidad.

Es ya clásico en la literatura científica el estremecedor caso “Joan/Joana”, que se resume en esta historia: a un recién nacido, debido a un error del cirujano, le cercenaron el pene durante su circuncisión. Los padres, queriendo ahorrarle la perpetua condición de tullido, optaron por una solución radical, esto es, lo criarían como si fuera una niña; más propiamente, y de acuerdo con la filosofía de género, le harían adquirir la cualidad de mujer. A tal efecto se puso en marcha una completísima batería de medidas: 1) Cirugía transexual para, desde la más tierna infancia, ir modelando sus cuerpo conforme a los patrones femeninos; por tanto, se le extirparon los testículos; 2) Tratamiento hormonal sostenido, lo que garantizaba la emergencia, a su debido tiempo, de los caracteres sexuales secundarios; y 3) Educación femenina, silenciando la circunstancia de haber nacido varón.

Siendo el dimorfismo sexual, en última instancia, un problema cultural, la transición de un género al otro debía de ser plenamente factible. Al principio, los resultados fueron halagüeños; sorprendentemente, con el tiempo, sobrevinieron efectos inesperados, ya que el pequeño exhibía pautas de comportamiento varonil, como gusto por los juguetes de niños e incluso la postura en la forma de orinar. Al final, rebasada la pubertad, sus progenitores se vieron obligados a confesarle lo sucedido. Él, ya por su propia decisión, suportó nuevas intervenciones quirúrgicas, esta vez para recuperar sus orígenes masculinos. Contrajo matrimonio con una mujer plenamente conocedora de su pasado y adoptó hijos. Finalmente, se suicidó (FAUSTO STERLING, 2002, 52-53 y RUBIA, 2007, 26 a 29).

Está bien claro que la prudencia aconseja no pontificar sobre una materia tan delicada. La realidad es mucho más compleja de lo que imaginan algunos. Sea como fuere, en el fondo, nos enfrentamos ante un asunto de ideología. La decisión judicial, sin embargo, no debe tener más ideología que la de la Ley. Ese es su único paradigma.

Pero es que, retornando al aspecto estrictamente lingüístico, basta descender de la teoría a la práctica para verificar cuán difícil es permanecer fiel al compromiso de atenerse estrictamente a los usos alternativos. Un buen ejemplo son las conclusiones del seminario celebrado en el año 2004 por el Consejo General del Poder Judicial (véase bibliografía). La redacción del documento, que hace una profesión explícita a favor del nuevo lenguaje, rechaza el masculino genérico y acude con frecuencia a una fórmula binaria de este tenor: “el juez y la jueza” (2004, 538). Pero a veces se cuela el denostado masculino, como cuando se lee “los jueces no pueden ser ajenos…” (2004, 535). No es de extrañar que se acabe diciendo “jóvenes y jóvenas”, ya que un esfuerzo tan cansino fatiga a cualquiera. En definitiva, como advierte la lingüista María Tadea Díaz, la obstinación en el lenguaje paritario produce “faltas de concordancia, incoherencias y contradicciones en un mismo fragmento de discurso” (2007, 28).

La Gramática concede más libertad de lo que suponen los legos en materia lingüística. El lenguaje es el campo de la creatividad por excelencia. Por eso es tan arduo trazar demarcaciones tajantes entre las palabras y sus usos. Lo comprobamos en la contraposición entre varón/hembra y masculino/femenino. En la práctica son mucho más intercambiables de lo que parecen. Los biólogos toman el término “masculino” para hablar del “macho”, sin que por ello se resienta la precisión científica de su léxico. Es un trasvase espontáneo. Nada más que eso fue lo que acaeció cuando los ruborizados anglosajones tomaron prestado de la Lingüística el vocablo “gender” para así no pronunciar “sex”, que tan grosero se antojaba a sus delicados oídos.

En realidad, la finalidad de estas innovaciones idiomáticas, en la mayoría de los casos, es simplemente “retórica”. Una autora como Begoña García Zapata, basándose directamente en Aristóteles, arremete inmisericorde contra estos usos lingüísticos, a los que tacha de “retóricos”, como sinónimo de jerga manipuladora y totalitaria (2009, 33 y ss). Aquí, empero, no utilizaremos dicho vocablo con matices peyorativos, sino más bien laudatorios. La Retórica, en la Antigüedad, era la ciencia de la persuasión mediante la palabra, propia de los abogados y, por tanto, noble en extremo. Si adquirió tonos peyorativos fue debido a las artes torticeras de algunos sofistas (VILLEGAS, 2009).

Al leer un documento oficial como el antes trascrito y toparse con una expresión tan chocante como “el juez y la jueza” se produce una sorpresa muy efectista que obliga a prestar una atención inusitada. Es un artilugio retórico, concebido con las mejores intenciones como arma de lucha contra la discriminación. Pero que no desempeña más función que la de espolear las conciencias. No es operativo como uso lingüístico, ya que no atina a sintonizar con los delicados ritmos evolutivos de la lengua que, cual ente dinámico, crece al son de sus propios impulsos vitales, no al dictado de imposiciones ideológicas.

Muy distintos son aquellos supuestos donde la utilización del idioma trasluce una real voluntad discriminatoria, como los formularios en los que únicamente se ha impreso la casilla para la profesión del varón, al presumir que las mujeres se dedican a las labores del hogar; o como cuando aparecen usos androcéntricos o asimétricos, según ya se explicó en el apartado correspondiente.

Una regla bastante segura para diferenciar la mera retórica del real uso antidiscriminatorio es la siguiente: rechazar aquéllas expresiones sospechosas de sexismo por su contenido semántico; pero no las que obedezcan a la estructura formal de la lengua. Así, llamar “señorita” a una mujer soltera supone una verdadera discriminación, ya que dicho vocablo informa de una condición real de esa mujer; transmite una información que se escamotea en el caso del varón.

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