La última reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal ha supuesto una controvertida restricción a la privacidad de nuestras comunicaciones, algunas reflexiones a este respecto.
En octubre de 2015 fue modificada la Ley de Enjuiciamiento Criminal con algunas reformas beneficiosas, otras discutibles o muy controvertidas, y otra gravísima –aunque sorprendentemente no tan comentada– que, en concreto, restringía la privacidad de nuestras comunicaciones hasta límites nunca vistos. Por citar sólo algún ejemplo, se permitía la intervención de cualesquiera comunicaciones en casos de delitos no tan graves –a partir de 3 años de privación de libertad– y en esos mismos supuestos se facilitaba la instalación de cámaras y micrófonos dentro de las casas particulares, y hasta la introducción de “troyanos” en los ordenadores, aunque restringiendo un poco más los supuestos en este último caso.
Todo ello se rodeó de la exigencia de unos requisitos supuestamente garantistas, pero que, finalmente, lo fían todo al criterio de un juez. En palabras más crudas, nuestra intimidad puede ser reducida a la nada por un solo juez de instrucción, lo que resulta inadecuado sobre todo por esa anulación completa de un derecho fundamental que supone la decisión judicial.
La intención de los redactores de la norma era, sin duda, favorecer las investigaciones policiales, pero a mi juicio se excedieron. Por una parte, ni el poder judicial ni ningún otro poder del Estado debe tener facultades para anular completamente un derecho fundamental en una democracia, salvo en circunstancias absolutamente excepcionales. Es decir, en delitos de terrorismo o en gravísimos crímenes contra la humanidad o la seguridad del Estado, pero poco más. Por otra parte, la experiencia ha demostrado que esa agresión contra la privacidad sirve de muy poco a efectos investigadores. Actualmente existen canales seguros de comunicación que prestan perfecto y fácil servicio a cualquier usuario. En consecuencia, las intervenciones de comunicaciones ya sólo podrían ser útiles para perseguir a delincuentes comunes bastante descuidados en sus comunicaciones, lo que no sólo es desproporcionado, sino completamente absurdo.
Como fruto de todo ello, en breve se va a percibir –se está percibiendo ya– la necesidad de que las investigaciones policiales y judiciales vayan por otros derroteros que no incluyan la intervención de comunicaciones. Actualmente se puede hablar por WhatsApp con garantías totales de privacidad, y se pueden enviar mensajes que se autodestruyen por Telegram. Y esto es sólo el principio, puesto que ya existen –y existirán– canales todavía más seguros. El efecto positivo es que gracias a ello hemos recuperado una privacidad que nos habían pretendido hurtar, y a la que además las compañías de telecomunicaciones ya no están dispuestas a renunciar. Los casos recientes de EEUU (FBI y el móvil de San Bernardino) y Brasil (tentativas inútiles de suspensión judicial del servicio de WhatsApp) han dado muy buena muestra de ello.
El efecto negativo que podría barruntarse es que a partir de ahora va a costar más investigar los hechos delictivos, pero esa idea es un espejismo, porque en realidad se obtendrá una mejor investigación. Parece muy espectacular localizar una conversación en la que el sospechoso prácticamente se confiesa, pero si en la investigación no hay nada más que esa conversación, se trata, en realidad y a veces por desgracia, de un indicio de delito muy débil. La conversación puede haber sido sesgada, sacada de contexto, formulada en tono de broma, instigada por el que grabó la conversación y, por tanto, manipulada, inducida por el consumo de sustancias, etc. En realidad, la grabación de una comunicación pocas veces debiera provocar una condena, igual que toda una confesión ante el juez tampoco puede provocarla por sí sola (art. 406 LECrim). Deben haber más datos que confirmen los hechos, y normalmente suele haberlos cuando realmente existe delito. Hay que buscarlos concienzudamente. Dichos datos, documentales en no pocas ocasiones, son mucho más objetivos que una conversación cazada al vuelo, y por ello sí que sirven para descartar la presunción de inocencia de una persona investigada.
Por tanto, toda esta nueva normativa de seguimientos de comunicaciones es posible que acabe cayendo en desuso en poco tiempo. Las compañías de telecomunicaciones cada vez ofrecerán más privacidad, y no es malo que sea así porque la intimidad, nunca hay que olvidarlo, es la única defensa intrínseca que un ciudadano individual posee frente al tremendo poder del Estado.
La última frontera para la reconquista de una privacidad absurdamente perdida en las últimas décadas, será la corrección de una discutible y errática jurisprudencia que sostiene que cualquier ciudadano puede grabar, sin avisar, las conversaciones que tenga con otra persona, y utilizarlas posteriormente en un proceso penal contra él. Esta jurisprudencia es desacertada al no haber establecido ningún requisito adicional para suspender la tranquilidad ciudadana y la intimidad de las personas de una forma tan agresiva. Y es que, a partir de la misma, podemos olvidarnos de tener ninguna conversación realmente privada, manteniéndola mejor a través de Telegram en modo de autodestrucción del mensaje.
La forma de deshacer ese evidente y rocambolesco absurdo consiste en determinar con precisión –y de forma simple– las situaciones en las que se pueden grabar esas conversaciones por los propios interlocutores. Esos casos debieran reducirse a un único supuesto: hechos delictivos que por su absoluta clandestinidad dejan en total indefensión y falta de pruebas a la víctima, y en los que solamente es la víctima quien puede obtener razonablemente las evidencias. El acoso sexual o la violencia sobre la mujer podrían ser buenos ejemplos. Del resto de delitos suele quedar suficiente rastro documental en la actualidad, especialmente en los delitos de corrupción, en los que estamos descubriendo auténticas chapuzas que lo increíble es que no fueran detectadas antes, sin necesidad de intervenir ningún teléfono.
Debe lucharse contra cualquier delito, naturalmente, con auténticas investigaciones que no utilicen atajos desorientadores –como puede ser la intervención de comunicaciones–, sino que analicen concienzudamente los vestigios existentes. Pero sobre todo, si se quiere realmente luchar contra la corrupción, tienen que funcionar los mecanismos de control interno de la propia administración. Si los futuros gobiernos no afrontan con determinación ese tema, no habrá nada que hacer, por más que se vigilen las comunicaciones de las personas.