Algunas resoluciones judiciales son aceptadas y otras criticadas. La libertad de expresión ampara que los ciudadanos puedan exteriorizar su crítica contra el Poder Judicial y sus miembros, a veces permitiendo opiniones verdaderamente agresivas. Bajo este prisma es perfectamente legal que un afectado critique la labor de un juez con nombres y apellidos en televisión, en redes sociales o en periódicos. Pero, ¿qué ocurre si las protestas son de tal intensidad que se altera el normal funcionamiento de un juzgado? ¿Y si el juez se ve inquietado en su vida personal?
Sobre esta cuestión ha tratado una reciente sentencia de la Sala Tercera del Tribunal Supremo (disponible aquí). En ella, ha declarado que los ciudadanos tienen derecho a expresarse contras las resoluciones judiciales que considere; ahora bien, la actitud consistente en acudir en varias ocasiones a los pasillos del juzgado, alterar su normal funcionamiento y romper la esfera de intimidad de la jueza titular no puede ser, en ningún caso, comportamiento amparado por la libertad de expresión.
Una campaña de dos años
La resolución del Supremo trae causa del recurso contra el acuerdo de la Comisión Permanente del Consejo General del Poder Judicial, por el que la jueza afectada solicitó amparo por la vía del artículo 14 de la Ley Orgánica del Poder Judicial en vista de la actitud de la protestante en cuestión.
Según recoge los hechos, la recurrente no estaba de acuerdo con la resolución del Juzgado de Violencia sobre la mujer emitida a raíz de su denuncia por malos tratos. Por ello decidió iniciar una auténtica campaña contra el juzgado y acudir frecuentemente a sus dependencias con intención de protestar contra la labor de la jueza titular del mismo.
Así, la protestante comenzó a movilizar a las víctimas que acudían a las instancias judiciales con el afán de informar del presunto “maltrato judicial” que ella había sufrido. Las protestas fueron al comienzo permitidas, pero la situación empeoró con los días, cuando la recurrente empezó a organizar sentadas en los pasillos. Alegaba que tenía la “obligación” de informar a otras víctimas de lo que ha ella le había pasado. También intentó entrar en el despacho de la magistrada sin permiso, y convocó a otras víctimas de violencia de género para protestar frente al juzgado con pancartas y cánticos, protestas que luego recogió en un blog. “Esta juez me condena a mí a vivir sin derechos mientras que empodera al maltratador. No deja a mi hija y a mi completamente desprotegidas, a manos del violento maltratador condenado” posteó.
La situación para la juez se hizo insostenible cuando, tras dos años de protestas, fue asaltada mientras dejaba a sus hijas en el colegio. Allí la protestante le espetó “te veo todas las mañanas dejar a tus hijas en el colegio tan contenta, mientras yo me siento muy mal con todo lo que está pasando”. Tras el suceso, la magistrada decidió solicitar amparo al CGPJ.
La argumentación del Supremo
En su sentencia, el Supremo tacha la actitud de la protestante de “desproporcionada e injustificada”. Se rechaza que, por muy serio y sensible que sea el tema, pueda ampararse este tipo de actitudes bajo el paraguas de la libertad de expresión.
Así, sin entrar a valorar la cuestión sobre el supuesto maltrato judicial (el fallo explica que no es ese su objetivo), el Supremo concluye que las actuaciones de la recurrente eran “innecesarias” para ejercer el legítimo derecho de crítica pública frente a las resoluciones judiciales con las que no se está de acuerdo. Una cosa es “discrepar en los medios de comunicación frente a una sentencia, utilizando incluso expresiones muy duras” y otra es “la descalificación personal del titular del órgano judicial”. Y más grave aún, “la interferencia deliberada y continuada en otros procesos ajenos al propia y, más en general, en el normal funcionamiento de dicho órgano”.
Se desestima en base a esta argumentanción el recurso de la protestante. Se considera claro que existe comportamiento perturbador de la independencia judicial y del correcto desarrollo de las funciones de los juzgados.
Se condena en consecuencia a la recurrente en costas, y contra la resolución del Supremo no cabe recurso.