La Sección Primera de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional ha absuelto de la comisión de delitos contra las altas instituciones del Estado, atentado y asociación ilícita a los 19 acusados de asediar el Parlament el 15 de junio de 2011 durante una protesta convocada bajo el lema 'Paremos el Parlament. No dejaremos que aprueben recortes'. La Fiscalía solicitaba para ellos cinco años y medio de cárcel, así como una multa de 7.500 euros.
Los magistrados Fernando Grande Marlaska, Manuela Fernández de Prado y Ramón Sáez Valcárcel han condenado tan solo a uno de los procesados, como autor de una falta de daños, a la pena de cuatro días de localización permanente por haber realizado una pintada en la espalda de la chaqueta de una de las diputadas.
los hechos se remontan al 15 de junio de 2011, cuando una concentración convocada por el 15M ante el Parlament derivó en situaciones de asedio a más de una decena de parlamentarios, entre ellos el presidente catalán Artur Mas, al que se le impidió el paso cuando viajaba en su vehículo oficial, que fue golpeado y zarandeado. Al final tuvo que acceder a la cámara en helicóptero junto con otros diputados.
Además de los ataques contra el vehículo de Mas, el Ministerio Público acusaba a los manifestantes de increpar y acorralar mediante amenazas e insultos al diputado invidente de CiU Josep María Llop, y golpear "repetidas veces con los brazos en alto" al independentista Alfons López Tena. También sufrieron el acoso los diputados Joan Boada, Gerard María Figueras, Ernest Maragall, Ana Isabel Marcos, Salvador Milà y Santi Vila.
La resolución especifica que todos los acusados "ejercieron el derecho fundamental de manifestación, sin que pueda imputárseles acto alguno que pudiera significar un exceso o abuso".
Indican, además, que no existen pruebas que apunten a la comisión de los delitos imputados y agregan que las conductas que se atribuyen a la mayoría de ellos --dicen los jueces-- consistieron en participar en la manifestación convocada en protesta por los recortes, permaneciendo en el lugar que las fuerzas de seguridad habían clausurado mediante el cierre de las puertas de acceso al parque que rodea la sede del Parlament y encontrándose por ello con alguno de los parlamentarios.
La sentencia especifica que la libertad de expresión y el derecho de manifestación y de reunión "gozan de una posición preferente en el orden constitucional" y por ello, debe ser objeto de una especial protección".
El tribunal considera que existen pocos cauces de expresión de acceso al espacio público y que por ello amplios sectores de la sociedad tienen "una gran dificultad para hacerse oír o para intervenir en el debate político y social".
"Resulta obligado admitir cierto exceso en el ejercicio de las libertades de expresión o manifestación si se quiere dotar de un mínimo de eficacia a la protesta y a la crítica, como mecanismos de imprescindible contrapeso en una democracia que se sustenta sobre el pluralismo", dice la sentencia.
La resolución agrega que la convocatoria estaba destinada "a hacer coincidir voluntades individuales para expresar una subjetividad colectiva" coincidiendo con la sesión del Parlamento catalán en la que debía decidirse el destino de las cuentas públicas.
"Por sus elementos y contenidos, la acción colectiva de protesta se hallaba dentro del ámbito constitucionalmente protegido del derecho de reunión y manifestación ", agrega.
La argumentación de la sentencia
"2.- Derecho aplicable.
2.1.- Conductas relacionadas con el derecho de reunión y
manifestación. Determinación previa del contenido protegido
constitucionalmente.
El Fiscal considera que los acusados cometieron un delito contra las Instituciones del Estado del art. 498 Cp en concurso ideal con otro de atentado agravado del los art. 550 y 551.2 Cp (además de una falta de
daños). La Generalitat y el Parlament de Catalunya calificaron los hechos como delito contra las Instituciones del Estado y Sindicato Manos Limpias añadió, además de los dos ya citados, el de asociación ilícita del art. 515.1 Cp.
(...) la democracia se sustenta en un debate público auténtico, en la crítica a quienes detentan el poder, aunque transitoriamente y sometido a elecciones periódicas, estas libertades que suponen una expresión pública de la ciudadanía deben ser objeto de especial atención y protección. Desde el punto de vista de la dimensión subjetiva, la doctrina constitucional ha puesto de relieve que para muchos grupos sociales el derecho de manifestación es, en la práctica, uno de los pocos medios de los que disponen para poder expresar públicamente sus ideas y reivindicaciones (STc 66/1995, Fj 3). Aparece la cuestión, fundamental en un orden constitucional democrático -donde los derechos limitan a los poderes-, de la posibilidad de las personas de hacerse oír, del acceso ciudadano al espacio público -delimitado y controlado por los medios de comunicación, en manos privadas, o, pocos, de titularidad estatal pero gestionados con criterios partidistas- y de la sistemática marginación de las voces críticas de minorías o de sectores sociales débiles. La realidad pone de manifiesto la invisibilidad de ciertas realidades dramáticas por la dificultad, cuando no, en muchos casos, de la más absoluta imposibilidad de quienes las sufren de acceder a la opinión pública para difundir y hacer llegar sus proclamas y opiniones. Para muchos sectores sociales la reunión y la manifestación es el único medio por el que expresar y difundir sus pensamientos y opiniones,
el único espacio en el que puede ejercer su libertad de palabra. De ahí su importancia en la sociedad democrática.
El pluralismo como valor superior de nuestro ordenamiento jurídico obliga al Estado a garantizar la visibilidad de las distintas opiniones presentes en la sociedad, sobre todo de las voces silenciadas -más cuando soportan mensajes sobre violaciones graves de derechos humanos básicos frente a las voces habitualmente sobrerrepresentadas, si se quiere un debate público “sin inhibiciones, de forma vigorosa y abierta” (expresión acuñada por la jurisprudencia de la Corte Suprema de los Estados Unidos de
Norteamérica en la época del presidente Warren, en el paradigmático caso New York Times Co. v. Sullivan, 376 US 254, 1964, sentencia redactada por el juez Brennan, que recordaba cómo la libertad de expresión, a pesar de excesos y abusos, es esencial en una democracia). Las libertades de reunión
y manifestación son expresión de la participación de las personas en la vida común, ponen a prueba la existencia de una auténtica autonomía de la sociedad civil que el aislamiento en la vida privada y la pasividad social, cuando menos, debilita.
La cláusula de remoción del art. 9.2 de la Constitución -que compromete a los poderes públicos a la promoción efectiva de la libertad e igualdad de todos los individuos y de los grupos, a la remoción de los
obstáculos y la facilitación de la participación de todos en la vida política, económica, cultural y social- insta al intérprete a tener en cuenta esa circunstancia. Un dato aquí, el del origen y titularidad de las voces
discrepantes, que consideramos importante.
En conclusión, la libertad de expresión y el derecho de reunión y manifestación, íntimamente vinculados como cauces de la democracia participativa, gozan de una posición preferente en el orden constitucional, por lo que han de ser objeto de una especial protección y necesitan “de un amplio espacio exento de coacción, lo suficientemente generoso como para que pueda desenvolverse sin angostura; esto es, sin timidez ni temor” (STc 110/2000, Fj 5). Cuando los cauces de expresión y de acceso al espacio público se encuentran controlados por medios de comunicación privados, cuando sectores de la sociedad tienen una gran dificultad para hacerse oír o para intervenir en el debate político y social, resulta obligado admitir cierto exceso en el ejercicio de las libertades de expresión o manifestación si se quiere dotar de un mínimo de eficacia a la protesta y a la crítica, como mecanismos de imprescindible contrapeso en una democracia que se sustenta sobre el pluralismo, valor esencial, y que promueve la libre igualdad de personas y grupos para que los derechos sean reales y efectivos, como enuncia la Constitución en su título preliminar.
Los elementos que configuran el derecho de reunión pacífica y sin armas, según la doctrina constitucional, son: uno subjetivo, representado por la agrupación de personas, otro temporal, la duración transitoria de ese encuentro y actuación coral, un tercero finalístico, que conlleva la licitud del fin de la acción colectiva, es decir, la comunicación o difusión pública de mensajes y de conflictos, y, cuarto, el objetivo, que se refiere al lugar o espacio de celebración.
El ámbito del derecho constitucionalmente protegido se construye en la jurisprudencia constitucional a partir de varios criterios relacionados con:
1) La libertad de los contenidos del mensaje de la protesta, porque tratándose de crítica política o de asuntos de interés público es legítima la difusión de cualesquiera ideas, opiniones y pensamientos, mas si la crítica concierne a personajes públicos o titulares de un cargo público en relación a conductas relacionadas con su actividad, en la medida que contribuyen a la formación de la opinión pública. 2) La libertad de elección del espacio de la intervención, pues del lugar elegido por los organizadores, sobre todo
en los supuestos de manifestaciones en sitios de tránsito público, algo que se encuentra íntimamente relacionado con la publicidad que busca la divulgación de las razones de la protesta, “depende que el mensaje que se quiere transmitir llegue directamente a sus destinatarios principales” (STc 66/1995). Es más, el espacio urbano, ha dicho el Tribunal Constitucional, no es solo un ámbito de circulación, sino también un espacio de participación, recogiendo la doctrina sobre el foro público elaborada por la
Corte Suprema de Estados Unidos de Norteamérica, referida a las plazas y los parques que tradicionalmente han sido los lugares de la protesta al poder y de la crítica política, y como tal son merecedores de una protección reforzada. Y 3) la libre selección de los medios adecuados para ejercer la
crítica y alcanzar la máxima publicidad, lo que se denomina el catálogo de las formas de la protesta (STc 195/2013). Estos derechos configuran el contenido esencial de la libertad de reunión y manifestación, junto a su función en el sistema democrático de realización del pluralismo político y social y a su papel en la configuración de una opinión pública viva, fuente de control de los poderes. En conclusión, el derecho de reunión se convierte en una garantía de la democracia, supone una de las formas de democracia directa y, en esa medida, de participación de las personas en la vida de la comunidad y de expresión de la soberanía popular, que como se sabe no puede delegarse.
2.1.1.- Ejercicio del derecho de manifestación ante el Parlament de Catalunya en protesta contra la aprobación de los presupuestos. Acción de los piquetes.
En el caso objeto de autos conviene poner de manifiesto los datos que configuran la conducta como ejercicio del derecho fundamental. Se dan todos los elementos mencionados: la convocatoria estaba destinada a hacer coincidir voluntades individuales para expresar una subjetividad colectiva, coincidiendo con la sesión del órgano legislativo de la Comunidad Autónoma en la que se habían de decidir el contenido y el destino de la cuentas públicas, la finalidad era divulgar mensajes de protesta en relación a las decisiones legislativas, y para ello se trataba de ocupar los alrededores del edificio parlamentario para dirigir a los diputados, a los medios de comunicación y a la sociedad el rechazo de tales medidas de recorte del gasto social en detrimento de los servicios públicos y de la efectividad de los derechos sociales.
El lema de la convocatoria de la manifestación contenía dos mensajes precisos. Quienes protestaban no querían las restricciones económicas de las prestaciones y de los servicios públicos; y quienes adoptaban tales decisiones ya no les representaban. Mensajes directamente relacionados con la Constitución social, que protege los derechos fundamentales sociales, económicos y culturales (el acceso a la salud, a la
enseñanza, a la vivienda y al trabajo, la protección frente al desempleo, la enfermedad y la vejez), y con la Constitución democrática, en la medida que requerían a los representantes políticos, a los diputados, para que respondieran a los intereses generales, a los de la mayoría de la sociedad, y cuestionaban la legitimidad de ejercicio de su propia representación. Desde esa perspectiva conviene hacer notar que la protesta suponía la defensa de la Constitución y de sus contenidos básicos. No trataban de cambiar el
marco de relaciones jurídico-políticas, sino plantear que se estaba operando un vaciamiento de los derechos fundamentales y hacer resistentes las garantías de los derechos.
Por sus elementos y contenidos, la acción colectiva de protesta se hallaba dentro del ámbito constitucionalmente protegido del derecho de reunión y manifestación. Estaba dirigida a configurar un espacio público que tuviera en cuenta la voz de los desfavorecidos por las políticas denominadas de austeridad, en defensa de la Constitución formal.
Pero, la leyenda de la convocatoria era problemática, por los términos en que estaba planteada (“Aturem el Parlament”, Paremos el/al Parlamento) y por los métodos de protesta que se podían emplear para alcanzar tal objetivo. Problemática, también, en una sociedad poco acostumbrada a la reacción frente a las decisiones de los parlamentos y de los representantes políticos de la ciudadanía. Nuestra Constitución no
reconoce el mandato imperativo y prohíbe la presentación de peticiones colectivas por medio de manifestaciones (art. 67.2 y 77.1). En alguna medida, la protesta se dirigía al corazón del concepto y del modo de ejercicio de la democracia en nuestros sistemas, porque meses antes -el 28.11.2010- se habían celebrado elecciones en las que, al decir de quienes convocaban la manifestación, los partidos de gobierno, que habían conseguido la mayoría, no habían planteado ni propuesto en sus programas
el recorte del gasto social que ahora iban a acometer. La protesta que ejercían moldeaba algo parecido a lo que, bien es cierto que en pocos momentos de la historia de las sociedades, se ha conocido como acción de revocatoria de mandatos, una forma de intervención democrática directa para el control de la representación.
La protesta autorizada ante el Parlament de Catalunya se iba a desarrollar bajo dos formas de acción colectiva. Por un lado, la manifestación frente a la institución donde se iban a tomar determinadas
decisiones, mediante la presencia de ciudadanos que querían hacer visible su indignación y oposición a las políticas de recorte del gasto social. De otro lado, la confrontación con los diputados, personalmente, para hacerles llegar el malestar ciudadano y su propia responsabilidad por el voto que iban a emitir.
Esa segunda fase de la protesta actualizaba el derecho de reunión en la modalidad de concentración o reunión estática, lo que conocemos como piquete. La figura del piquete, en el contexto de las modalidades de protesta social, significa el establecimiento de un espacio de confrontación física y simbólica entre quienes disienten y las personas a las que se quiere hacer llegar el mensaje (de modo paradigmático los piquetes de extensión de la huelga, que buscan convencer a otros empleados de las buenas razones de la protesta y neutralizar el poder del empresario sobre ellos para influir en que no ingresen en el lugar de trabajo y se unan al conflicto). Esa forma de acción colectiva supone un enfrentamiento político y moral entre los sujetos. Quienes participan en el piquete plantean una estrategia de oposición frente a ciertas políticas o decisiones, públicas o privadas, y asumen un sacrificio o incomodidad que conlleva la pérdida de salario, en el caso de la huelga, el empleo del tiempo exigido para la protesta, el desplazamiento hasta el lugar, la exposición pública, incluso, el riesgo de ser objeto de persecución policial o de sanción de algún tipo. Como ha puesto de manifiesto la jurisprudencia de los foros públicos, la especificidad de la conducta del piquete es su concreta ubicación (a la puerta de la fábrica, del Parlamento o del domicilio de quienes toman las decisiones, en el caso del llamado escrache).
Porque el piquete propone una confrontación personal, física y moral, entre el objetor y el destinatario del requerimiento (el que decide, aquel al que se dirige de modo directo el mensaje de la protesta) el Estado
está obligado a intervenir para regular esa modalidad de conflicto. No puede admitirse la supresión de la protesta, pero hay que evitar la intimidación o el hostigamiento, confiriendo una oportunidad razonable al
enfrentamiento, como ha dicho el filósofo del derecho Owen Fiss, comentarista de la libertad de expresión y del derecho a la protesta. El poder público ha de intervenir para establecer los límites, incluso físicos, de
la confrontación, con la finalidad de proteger el ejercicio del derecho fundamental de reunión y, al tiempo, preservar los legítimos intereses de las partes concernidas. La ley que regula el derecho de reunión y
manifestación permite al Estado decidir ese tipo de injerencia, para ordenar una forma de protesta que genera incomodidades y sacrificios. La autoridad gubernativa, cuando concurran razones fundadas de que puedan producirse alteraciones del orden público, con peligro para personas o bienes, tiene la
potestad de proponer a los organizadores una modificación en el lugar o itinerario de la manifestación (art. 10 Ley 9/1983).
La protesta frente al Parlament debió ser pautada: requería de las autoridades competentes que se estableciera un perímetro para hacer compatible, de un lado, la acción de los piquetes, que se erigían en portavoces de un sector de la sociedad, de los representados, que buscaban confrontarse físicamente y dialogar con los representantes parlamentarios, trasladándoles el malestar y las consecuencias de los presupuestos que se iban a votar aquella jornada, con, de otro lado, la libertad de los diputados de acceder a la asamblea para ejercer sus funciones. De esta manera, se hubiera delimitado la acción colectiva, sus contenidos y, sobre todo, el espacio, físico y simbólico, de la confrontación. La importancia de la ordenación del espacio, aquí, no puede olvidarse, porque permitía a los propios manifestantes, a quienes secundaban la convocatoria, autodeterminar su conducta, estableciendo pautas claras. (Así se hizo, por ejemplo, en la convocatoria de una manifestación en Madrid, el 25.9.2012, bajo el lema “Ocupa el Congreso”, donde la autoridad gubernativa estableció un perímetro de seguridad alrededor de la sede de dicha institución, de lo que da cuenta el Auto del juzgado Central de Instrucción n. 1 de 4.10.2012).
Lejos de ello, no hubo intercambio previo de pareceres, ni negociación de los espacios y de los métodos de protesta entre las autoridades y los organizadores, lo que impidió levantar con un mínimo de certeza las expectativas sobre lo que estaba permitido. El diseño de la intervención hizo inevitable el encuentro de los diputados con los manifestantes, que ocupaban todo el espacio disponible para el tránsito. La obligada confrontación, en los términos en que se produjo, fue debida al cierre, por razones de seguridad, de todos los accesos al Parlament salvo uno, dejando franca la entrada del Parc de la Ciutadella, donde confluyeron los piquetes, provocando no solo la contaminación física entre unos y otros, sino la necesidad de los parlamentarios de abrirse camino entre las gentes allí congregadas.
El testimonio del profesor Delgado Ruiz, quien desarrollaba una investigación etnográfica sobre los movimientos urbanos y había acudido con su cuaderno de campo para documentar la observación, es muy
expresivo. En medio de la tensión ambiental que habían generado varias cargas policiales, ante la muchedumbre aparecieron los diputados, visibles por sus trajes y carteras, algo que la gente no se esperaba; fueron los propios manifestantes quienes protegieron a los parlamentarios frente a los más exaltados.
Algo que no puede dejarse de lado porque influyó en el desarrollo de la acción de los piquetes y de los manifestantes. Sin duda, al margen de las responsabilidades individuales de quienes intervinieron en la protesta.
2.1.2.- Límites a la intervención penal ante conductas relacionadas con el ejercicio de un derecho fundamental.
Como hemos dicho al recoger la doctrina constitucional, el derecho de reunión y manifestación (pacífica y sin armas) es un límite no solo al legislador penal en su tarea de configuración de los tipos penales sino
también a los jueces y tribunales en la aplicación de la ley.
Hay varios niveles de análisis cuando el delito atiende a conductas relacionadas con los derechos fundamentales: “La legitimidad de la intervención penal en los casos en que la aplicación de un tipo entra en colisión con el ejercicio de derechos fundamentales no viene determinada por los límites del ejercicio del derecho, sino por la delimitación de su contenido” (STc 104/2011). Es constitucionalmente obligado indagar si la acción atribuida puede suponer ejercicio del derecho (lo que demostraría que es conforme a derecho, ya sea por falta de tipicidad o de antijuridicidad), o si, estando próxima y vinculada al derecho, expresa un exceso o abuso (donde entraría en juego el principio de prohibición de exceso o de proporcionalidad, ya que la conducta no queda huérfana de amparo constitucional), o que sea exclusivamente un ejercicio aparente del derecho, ya sin cobertura constitucional, tal y como ha puesto de relieve la doctrina leyendo la jurisprudencia constitucional (Cuerda Arnau, Rodríguez Montañés).
Porque los tipos penales no pueden interpretarse y aplicarse de manera contraria a los derechos fundamentales, debe excluirse del ámbito de intervención penal la conducta amparada por el contenido
constitucionalmente protegido (STc 111/1993, Fj 5). Como señalamos antes, lo que supone ejercicio legítimo de un derecho fundamental no puede ser objeto de prohibición ni sanción (STc 2/2001, Fj. 2: “Los hechos probados no pueden ser a un mismo tiempo valorados como actos de ejercicio de un derecho fundamental y como conductas constitutivas de un delito”). Aquellas conductas que se pueden encuadrar en el ámbito objetivo del derecho fundamental, de acuerdo con los parámetros que hemos reseñado, son conformes a la ley, no pueden considerarse típicas ni antijurídicas, ya fuere por ausencia del indicio de antijuridicidad que conlleva el tipo, o por apreciación de una causa de justificación (la doctrina discute la cuestión, aunque la jurisprudencia prefiere la opción justificadora de la acción por aplicación de la causa genérica del art. 20.7 Cp).
En un segundo plano hemos de poner aquellas conductas que expresan un exceso o abuso del derecho, que no acaba por desnaturalizarlo o desfigurarlo, porque se encuentran íntimamente relacionadas con el
ejercicio del mismo, en atención a su contenido y finalidad, inscritas en la razón de ser constitucional del derecho (STc 104/211, Fj 6). Entonces la intervención penal debe superar los filtros que establece el principio de proporcionalidad y, en especial, la doctrina del efecto desaliento. Pues no es suficiente constatar que la acción sobrepasa el ámbito de la protección constitucional del derecho, porque entre lo protegido y lo punible hay zonas intermedias que pueden ser reguladas por el derecho público o privado sin necesidad de intervención penal, la última razón, según señala la jurisprudencia constitucional (ATc 377/2004, Fj 1, que utiliza la metáfora de “terrenos intermedios”). Hay que observar que analizamos conductas que suponen el ejercicio de los derechos, por lo tanto, nos movemos en la praxis de la libertad de expresión y del derecho de manifestación, de derechos en acción se trata, que siempre se presentan en la esfera pública en conflicto con otros bienes e intereses, en una tensión donde la medida de lo admisible y el significado de la transgresión es siempre discutible, la delimitación de lo normal frente a lo abusivo se hace muchas veces mediante una delgada línea, inevitablemente con criterios oportunistas. Cierto exceso, posiblemente, es consustancial al ejercicio del derecho de manifestación en una sociedad abierta y compleja.
Por lo tanto, resulta necesario diferenciar el abuso en el ejercicio del derecho de su relevancia penal y, para ello, atender a las circunstancias de los hechos y a la intensidad del exceso, así como la vinculación o distancia de la conducta respecto al contenido y fines del derecho. El juez no puede “reaccionar desproporcionadamente frente al acto de expresión, ni siquiera en el caso de que no constituya legítimo ejercicio del derecho fundamental en cuestión y aun cuando esté previsto legítimamente como delito en el precepto penal” (STc 110/2000, Fj 5). La STc 104/2011, que hemos citado, estimó el amparo y anuló la sentencia condenatoria por delito de desobediencia contra la demandante, miembro del comité de huelga de los trabajadores de un Ayuntamiento, que había allanado el despacho de un concejal, le había impedido que recibiera a unas personas que tenían cita con una funcionaria que ejercía su derecho de huelga, y se había resistido a atender a la orden para que abandonara la dependencia. “El contexto huelguístico, los hechos acaecidos y la función de la recurrente en esa concreta huelga, obligaban así a encuadrar la desobediencia en el marco objetivo del derecho fundamental” (Fj 8). De tal manera, la conexión de la conducta imputada con el derecho fundamental determinaba, a juicio del Tribunal Constitucional, que “la imposición de una sanción penal a la
misma constituya una reacción desproporcionada, vulneradora del derecho a la legalidad penal (art. 25.1 Ce) por su efecto disuasorio o desalentador del ejercicio de aquel derecho fundamental”.
En relación a la libertad de expresión, cuya vinculación con el derecho de reunión ya hemos resaltado, se ha dicho que necesita de un amplio espacio que ha de ser respetado rigurosamente por el juez para no
hacer del derecho penal “un factor de disuasión del ejercicio de la libertad”, algo que se considera “indeseable en un Estado democrático” pues operaría con “una injustificada potencialidad disuasoria o coactiva” para el ejercicio del derecho (STc 127/2004, Fj 4, y 299/2006, Fj 4). El Tribunal Europeo de
derechos humanos contempla el mismo problema desde los estándares de enjuiciamiento del Convenio de Roma, exigiendo para reconocer legitimidad a la sanción de conductas relacionadas con el ejercicio de
derechos fundamentales no sólo que fuere necesaria la limitación en una sociedad democrática, sino que también atiende a la naturaleza y gravedad de la sanción y el consiguiente efecto desaliento que conllevan, sobre todo las penas de prisión. “Una pena de prisión impuesta por una infracción cometida en el ámbito del discurso político sólo es compatible con la libertad de expresión…en circunstancias excepcionales, en particular, cuando haya afectado seriamente a otros derechos fundamentales, como en la hipótesis de la difusión de un discurso de odio o de incitación a la violencia” (STEdh Otegi Mondragón contra España, 15.3.2011, parágrafo 59).
La sanción penal es constitucionalmente legítima solo cuando la acción es aparente ejercicio del derecho, un subterfugio o excusa para realizar actos antijurídicos, siempre que por su contenido, fines o medios
empleados desnaturalice o desfigure el derecho y se pueda entender desvinculada de este (STc 104/2011, Fj. 6).
La mayoría de las conductas probadas que se atribuyen en la sentencia a alguno de los acusados consistieron en participar en la manifestación, permaneciendo en el lugar -acotado por la autoridad
gubernativa, mediante el cierre de las puertas de acceso al parque que rodea la sede del Parlament, y delimitado en concreto por la acción de los agentes que intervenían secuencialmente, desplazando a los grupos de manifestantes- y encontrándose con alguno de los parlamentarios. Véase el caso del Sr. MM que se hallaba al paso del Sr. Boada, quien fue apartado por un agente de paisano que acompañaba al diputado; o la Sra. CB, el Sr. V, la Sra. B, el Sr. VM y la Sra. DG, quienes se encontraron con los diputados Sr. Figueres y Sr. López i Tena, alguno incluso llegó a intercambiar diálogos con el segundo; o el Sr. MR que estuvo en un grupo de manifestantes entre los que pasó el Sr. Maragall, quienes coreaban consignas; o la Sra. CB y la Sra. PM (la segunda habló con el diputado Sr. Milá) y la Sra. ÁlJ, el Sr. MM
y el Sr. MD que estaban cerca del Sr. Vila. Respecto a todos ellos solo podemos afirmar su presencia en el lugar por donde los diputados se vieron obligados a transitar para acceder al Parlament y en algún caso la confrontación con ellos. Todos ejercieron el derecho fundamental de manifestación, sin que pueda imputárseles acto alguno que pudiera significar un exceso o abuso."
La decisión cuenta con el voto particular del presidente de la Sala de lo Penal Fernando Grande-Marlaska que defiende que 10 de los acusados deberían haber sido condenados, ya que "alteraron el funcionamiento y dignidad del Parlament, a través del acometimiento físico y verbal a sus diputados". (EUROPA PRESS y Redacción)