La abogacía es la profesión más libre que existe. Pocos oficios otorgan al profesional un margen tan amplio para decidir qué hacer, cuándo hacerlo, con quién y cómo. Quien ejerce la abogacía tiene la capacidad de organizar su agenda a voluntad. Puede elegir sus clientes, sus asuntos, sus horarios de despacho e incluso sus silencios. Decide si trabaja doce horas al día o ninguna. Y, todo ello, sin tener que rendir cuentas más que ante su propia conciencia profesional… ¿O no?
Pues no es tan sencillo, ni los márgenes de actuación son tan amplios. Ya que cuando esta libertad se proyecta sobre el ejercicio de la defensa penal, se transforma en algo mucho más complejo. Ya no es una ventaja ni una comodidad: es una responsabilidad técnica con implicaciones procesales y humanas de enorme calado. Porque en Derecho penal, cada decisión, cada omisión, cada palabra -y cada silencio- pueden tener consecuencias irreversibles para quien deposita su libertad (y muchas veces su vida) en manos del abogado.
Y aquí es donde la libertad mal gestionada deja de ser autonomía para convertirse en negligencia.
La reciente Sentencia del Tribunal Supremo nº 1197/2024, ilustra a la perfección esta dualidad.
Por un lado, reza que sólo una asistencia letrada que responda a estándares aceptables de eficacia puede satisfacer las exigencias constitucionales y convencionales de justicia y equidad a las que debe responder nuestro modelo de justicia penal (STEDH caso Sakhnovski c. Rusia). Al tiempo que acoge la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) sobre la diligencia que debe mostrar el Estado para asegurar a las personas que requieran asistencia letrada el disfrute real y efectivo de los derechos garantizados por el artículo 6 del Convenio Europeo de Derechos Humanos (SSTEDH, caso Staroszczyk c. Polonia, de 22 de marzo de 2007; caso Bakowska c. Polonia, de 12 de enero de 2010; o caso Khavshabova c. Georgia, de 29 de junio de 2023).
La doctrina es clara: la defensa es libre, sí, pero solo en la medida en que se ejercite de forma razonable y conforme a los estándares profesionales vigentes. Por desgracia, ni en nuestro ordenamiento ni en nuestra jurisprudencia existe un modelo general de evaluación de la actuación de los profesionales de la abogacía, por lo que la Sala de lo Penal decide acudir al estándar Strickland, propio del sistema procesal norteamericano y que obtiene su nombre a partir de la Sentencia Strickland v. Washington, 466 US. 688 (1984).
Muy resumidamente, el estándar Strickland contempla que las decisiones estratégicas del abogado deben sustentarse en investigaciones previas, justificaciones documentadas y un criterio técnico razonado.
A partir de aquí, el Tribunal Supremo concluye que la defensa debe ser libre, pero también razonable: “El abogado debe disponer de una amplia libertad para tomar decisiones tácticas razonables”
Porque la amplia libertad profesional de la que goza el abogado defensor no equivale a un cheque en blanco. Si la decisión carece de base técnica, de razonabilidad objetiva, de respaldo estratégico, entonces no es libertad: es un error. Y, si ese error genera indefensión, se convierte en un vicio procesal susceptible de generar indefensión.
Esta reflexión que hago sobre la libertad no es por romanticismo -que también-, sino porque me tocó vivirla profesionalmente hace no mucho, cuando me hice cargo de un procedimiento penal en fase de instrucción donde el Letrado que había asistido al investigado durante el procedimiento no estaba colegiado como abogado ejerciente, en suma a que no había presentado ni un solo escrito durante toda la instrucción. La cuestión que se abría cuando me hice cargo del procedimiento no era menor: ¿podía este incumplimiento -en apariencia formal- provocar la nulidad de las actuaciones practicadas por indefensión del investigado?
La respuesta no es automática, pero está perfectamente delimitada por nuestra jurisprudencia: sí, puede generar nulidad, pero sólo cuando se acredite una efectiva indefensión material. Es decir, no basta con el incumplimiento del requisito formal (no estar debidamente colegiado, en este caso): debe acreditarse que esa irregularidad privó al investigado de una defensa técnica real y efectiva.
En definitiva, los abogados no somos magos, ni videntes, ni tenemos certezas absolutas sobre cómo se desarrollará un juicio o qué resolverá un tribunal. Nuestra obligación no es de resultados, sino de medios. No podemos prometer éxitos, pero sí podemos asegurar que cada decisión que tomemos estará fundamentada en el estudio, la técnica y la experiencia.
Porque la defensa eficaz no nace del azar, ni de la intuición, ni de la esperanza, sino del compromiso profesional de hacer todo lo que esté en nuestras manos para alcanzar el mejor resultado posible. Y eso -esa seriedad, ese esfuerzo razonado- sí es una garantía. La única garantía que de verdad importa.